Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El ocaso de occidente
El ocaso de occidente
El ocaso de occidente
Libro electrónico473 páginas14 horas

El ocaso de occidente

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Luis Sáez Rueda emprende en este libro la ambiciosa tarea de mostrar las bases de la crisis que atraviesa Occidente, conectando sus causas sociales y políticas a dinámicas más profundas incrustadas en el subsuelo espiritual de la cultura.

La tesis central del autor afirma el ocaso de las potencias creativas que subyacen a la interpretación del mundo y el modus operandi que conforman el modo de ser de nuestra civilización. Al unísono, da cuenta de un nuevo malestar en la cultura, un sentimiento asfixiante en el inconsciente colectivo que se expande de forma clandestina. Sobre la base de este análisis, Sáez sostiene que el ocaso de Occidente radica en su agenesia (la impotencia de su substrato sociocultural para crearse a sí mismo) y en la necedad que la acompaña (en cuanto pérdida del autoextrañamiento). Tal estado yermo del mundo sociocultural da lugar a un agente patógeno —la autofagia civilizatoria— un fenómeno complejo que propulsa un devenir de la civilización contra sus propias potencias autocreadoras. La crisis del presente es este paradójico progreso involucionista, del que emanan patologías civilizatorias que cobran forma en procesos concretos sociales y políticos. Hay que atravesar desde dentro esta noche del ocaso —termina sosteniendo el autor— para que se hagan realidad las luces de aurora que hoy se vislumbran y que el autor cifra en tres fundamentales: el centelleo pro-barroco, el destello del espíritu trágico y los principios de una ética de la lucidez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 may 2015
ISBN9788425434433
El ocaso de occidente

Relacionado con El ocaso de occidente

Libros electrónicos relacionados

Filosofía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El ocaso de occidente

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El ocaso de occidente - Luis Sáez Rueda

    Luis Sáez Rueda

    El ocaso de Occidente

    Herder

    TÍTULOS DE LA COLECCIÓN PENSAMIENTO HERDER

    Fina Birulés Una herencia sin testamento: Hannah Arendt

    Claude Lefort El arte de escribir y lo político

    Helena Béjar Identidades inciertas: Zygmunt Bauman

    Javier Echeverría Ciencia del bien y el mal

    Antonio Valdecantos La moral como anomalía

    Antonio Campillo El concepto de lo político en la sociedad global

    Simona Forti El totalitarismo: trayectoria de una idea límite

    Nancy Fraser Escalas de justicia

    Roberto Esposito Comunidad, inmunidad y biopolítica

    Fernando Broncano La melancolía del ciborg

    Carlos Pereda Sobre la confianza

    Richard Bernstein Filosofía y democracia: John Dewey

    Amelia Valcárcel La memoria y el perdón

    Judith Shklar Los rostros de la injusticia

    Victoria Camps El gobierno de las emociones

    Manuel Cruz (ed.) Las personas del verbo (filosófico)

    Jacques Rancière El tiempo de la igualdad

    Gianni Vattimo Vocación y responsabilidad del filósofo

    Martha C. Nussbaum Las mujeres y el desarrollo humano

    Byung-Chul Han La sociedad del cansancio

    F. Birulés, A. Gómez Ramos, C. Roldán (eds.) Vivir para pensar

    Gianni Vattimo y Santiago Zabala Comunismo hermenéutico

    Fernando Broncano Sujetos en la niebla

    Gianni Vattimo De la realidad

    Byung-Chul Han La sociedad de la transparencia

    Alessandro Ferrara El horizonte democrático

    Byung-Chul Han La agonía del Eros

    Antonio Valdecantos El saldo del espíritu

    Byung-Chul Han En el enjambre

    Byung-Chul Han Psicopolítica

    Remo Bodei Imaginar otras vidas

    Wendy Brown Estados amurallados, soberanía en declive

    Slavoj Žižek Islam y modernidad

    Luis Sáez Rueda El ocaso de Occidente

    Diseño de la cubierta: Purpleprint Creative

    Edición digital: José Toribio Barba

    © 2014, Luis Sáez Rueda

    © 1.ª edición digital, 2015

    ISBN DIGITAL: 978-84-254-3443-3

    Depósito legal: B-13021-2015

    La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

    Herder

    www.herdereditorial.com

    ÍNDICE

    Prólogo

    I. VIDA Y GÉNESIS DE LA CULTURA

    1. LA COMUNIDAD Y EL PUEBLO: CULTURA DISCORDE

    1. Vida de la cultura: con-vivencialidad litigiosa

    2. Centricidad y excentricidad: síntesis de la apercepción sub-representativa

    3. Cultura discorde: tensión entre centricidad comunitaria y excentricidad del pueblo

    4. Exterioridad en la intimidad (comunidad) vs. exterioridad en la extimidad (pueblo)

    5. Gesta cultural: diferendo entre comunidad y pueblo

    6. Excursus sobre el malestar en la cultura: distensión del diferendo cultural

    2. TOPOLOGÍA GENÉTICA: NATURALEZA Y CULTURA

    1. Physis cultural: el ser-salvaje de la cultura

    2. Proceder de la génesis: caósmosis

    3. Devenir genético: transductividad tensional de lo físico a lo cultural

    4. Geomorfismo. El hombre, la alondra y la piedra

    5. Excursus sobre el nuevo malestar en la cultura: domesticación de la physis cultural

    3. CULTURA Y GÉNESIS SOCIOPOLÍTICA

    1. La unidad entre ontopolítica y sociopolítica

    2. Gran Política. Diferendo entre societas socians y physis cultural

    3. Geogénesis. Habitus social y rhythmus cultural

    4. De una ciudadanía orgánica y propositiva a una ciudadanía caosmótica y problematizante

    5. Excursus sobre el nuevo malestar sociocultural: desfase entre ryhthmus y habitus

    II. CRISIS Y ENFERMEDAD DE OCCIDENTE

    4. THANATOLOGÍA DE LA CRISIS

    1. El ser de la crisis: agenesia cultural y civilizatoria

    2. El inductor de la crisis: la necedad, aniquilación del autoextrañamiento

    3. El ser de la enfermedad: patologías civilizatorias como génesis autófaga

    4. Vínculo entre enfermedad civilizatoria y poderes sociopolíticos

    5. Elementos para una reinterpretación del psiquismo cultural

    6. El síntoma de la enfermedad. Malestar: administración del vacío

    5. FIGURAS DE LA CRISIS ENFERMIZA OCCIDENTAL

    Obertura. Dialéctica del ocaso: clausura/apertura fantasmática/saturación

    1. Colapso del ethos cultural: el dispositivo de la deuda infinita

    2. Geopoderes fatídicos: la sociedad con-currente

    3. Totalitarismo democrático y política de los desechos

    6. LUCES DE AURORA

    1. Centelleo pro-barroco

    2. Destellos del espíritu trágico

    3. Fulgores de valor. Breve esbozo para una ética de la lucidez

    Bibliografía

    A mi hermano Amador,

    cuya silenciosa sabiduría siempre me enseña

    cómo resistir en los ocasos

    y cómo soñar con las auroras

    Prólogo

    A lo largo del siglo XX y en las primeras décadas del XXI, el ocaso de Occidente se ha intensificado. La crisis en la que se encuentra no es meramente económica e ideológica, sino que se funda en el desfallecimiento de su subsuelo cultural en profundidad: es una crisis de espíritu. Una crisis que camina con patas de paloma, silenciosa pero agitadamente. Si la escuchamos con un poco de demora, nos revela, además, un fenómeno desolador: la penuria espiritual se ha convertido, además, en un agente patógeno cuyos efectos se extienden en la urdimbre entera de la colectividad. Hay que atreverse ya a decirlo sin titubeos: Occidente está enfermo. No extraña que un nuevo malestar en la cultura se expanda clandestinamente, como un rumor confuso y constante que termina por no escucharse, en nuestro mundo de movimientos vertiginosos, y que irrumpe con claridad solo en horas precisas, especialmente bajas. Estas afirmaciones podrían resumir las tesis con las que se compromete, querido lector, la investigación que aquí se ofrece.

    El ocaso occidental no consiste en la decadencia de un supuesto ideal regulativo que yaciese escondido en un origen primordial y pleno, sino en el ensombrecimiento de su lucidez espiritual, que no posee ni una alfa primigenia o inaugural ni una omega lejana a la que se dirige. Su lucidez espiritual ha emitido destellos dispersos y heterogéneos, pero siempre en el seno de un devenir sin comienzo causal determinante ni fin teleológico. En el presente, estos frágiles pero proliferantes destellos se apagan, por una inercia interna que amenaza con conducirlos a una noche prolongada. Cuando decimos «lucidez espiritual» no nos estamos refiriendo a una instancia mística, sino a la riqueza y la vivacidad de la cultura, ese suelo nutricio en el que crecen comprensiones del mundo, interpretaciones de lo real, modos de vida y expectativas valorativas. En los primeros pasos del presente siglo se dice por doquier que le ha sobrevenido a Occidente una crisis económica, acompañada por el yugo de un neoliberalismo político opresivo. Siendo cierto este diagnóstico, resulta, sin embargo, parco de miras, estrecho y, en ese sentido, unilateral. Porque la crisis es, más profundamente, de espíritu. Es la musculatura cultural de Occidente lo que está entrando, desde hace más de un siglo, en una decrepitud crítica. Sobre esta, que es el agotamiento de las fuerzas que dinamizan a toda la colectividad, medran las miserias economicistas e ideológicas. Pero, como el flujo cultural es cualitativo y subterráneo, permanece en la invisibilidad y resalta por contraste la visibilidad de otros ocasos más corticales, que acaparan la atención y secuestran tanto al análisis crítico como a la praxis transgresora.

    No interprete el lector que esta comprensión de lo que ocurre es reduccionista. El autor no piensa que el espacio sociopolítico sea solo una expresión en superficie del fondo cultural. Se ha esforzado, por ello, en mostrar que ambas son caras de una misma moneda, haz y envés de un mismo discurrir, aunque disyuntos, heterogéneos. El devenir de la cultura y el devenir sociopolítico se vinculan en una unidad discordante, que permite la recíproca afección. Ahora bien, la crisis espiritual de la cultura, la dinámica de su ocaso, le lleva muchísima ventaja a aquella que mina la topología social y política. De modo que ninguna solución perentoria en este segundo ámbito nos extraerá de la indigencia del primero. Se hace necesaria una mirada estereoscópica, capaz de iluminar una y otra en su interpenetración, así como el desfase que existe entre ellas. Por lo demás, es este el objeto de estudio de una Gran Política, dirigida a examinar lo invisible en lo visible y que es compañera ineludible de una política de lo patentemente presentable.

    El ocaso de Occidente arraiga, pues, primera y esencialmente, en su fondo cultural. Pero ¿qué significa cultura y en qué consiste su ocaso? Responder a la primera de estas preguntas es el cometido de la primera parte de este libro. Frente a perspectivas antropocéntricas, el autor entiende la cultura como el estrato más reciente de la physis entera que genera el mundo, desde la piedra hasta lo humano colectivo, pasando por la vida de la alondra. Si hay que emplear el término realidad, es necesario resignificar su sentido más tradicional. Lo real no es un todo ordenado estructuralmente y fundado en un suelo sólido y estable. Lo real es, aunque resulte paradójico, la forja de realidad por la potencia de una génesis autocreadora que lo atraviesa. Por eso, la cultura posee su propio ser salvaje, que hunde sus raíces en la natura naturans. Y por eso, también, su envés es aquí comprendido como societas socians. La fuerza generadora, en toda la amplitud de la physis, no sigue la pauta determinista de una legalidad. Procede por caósmosis, un término que, según la convicción del autor, está destinado a conformar un nuevo paradigma de pensamiento, hoy naciente en todos los ámbitos del saber. Una generación caosmótica es el devenir auto-transfigurador de plexos problemáticos, es decir, de relaciones diferenciales entre dinamismos heterogéneos, de cuyo caos emerge un orden siempre auto-alterante y regido por una regla proteica, naciente a cada paso. En el estrato de la cultura este devenir procede, no por suplir carencias inherentes, sino por exuberancia de potencia y riqueza vital. Restringir el movimiento de la cultura y de su envés sociopolítico a la persecución de la supervivencia material es cometer un error que cierto darwinismo social propaga en nuestros días. El devenir sociocultural es impelido por el aumento de potencias y posibilidades, es decir, por la aspiración a una vida más prolífica, por el anhelo de la vida a más vida, por la sobre-vida, en suma. Y en su decurso asistimos a la autocreación proteica, trans-mutante, del espacio humano. Tal autocreación hunde sus raíces en la que tiene lugar en la naturaleza entera, como fuerza emergente, es decir, como physis o natura naturans, cuyo impetus no se basa, en toda su profundidad, ni en un fundamento primero ni en la atracción a distancia ejercida por un telos. Él es su propio fin y su medio, en un camino sin término, infinito por principio. Su textura general, desde lo físico a lo humano, la abordamos en el capítulo segundo. En el estrato de la vida sociocultural humana puede ser analizada desde distintos puntos de vista, entre los que hemos destacado dos. Por un lado, el de la tensión entre comunidad y pueblo, que indagamos en el primer capítulo porque puede, al mismo tiempo, introducir al lector en la concepción que desarrollamos. Por otro lado, en la diferencia tensional entre societas socians y physis cultural, tema del tercer capítulo.

    Es en la segunda parte donde intentamos discernir el sentido del ocaso occidental. La tesis central, que desplegamos en el capítulo cuarto, tras este largo recorrido, dictamina que dicho ocaso consiste en una génesis sociocultural que se vuelve contra sí misma, ofreciendo el pavoroso espectáculo de lo que hemos llamado génesis autófaga. Una génesis que, en su dinamismo inmanente, devora paradójicamente sus potencias. Tal es el significado que damos a la enfermedad de Occidente. Esta no es producida por anomalías respecto a un estado supuesto de salud o normalidad. La enfermedad es el proceso aporético por el cual la vida, por mor de su propio movimiento, desfallece y se vuelve contra sí misma. Es autófaga y no autoinmune, pues no tiene su causa en la revuelta de sus defensas contra sí misma (la cultura no tiene un exterior y no se defiende de ningún agente patógeno), como algunos hoy sostienen. Su causa reside en una vuelta contra-genética de sus propias fuerzas dinamizadoras. Siendo la génesis autófaga el agente de la enfermedad occidental, da lugar a multitud de patologías de civilización, es decir, a procesos, también autófagos, por los cuales la comunidad occidental, considerada de modo supra-individual (como un conjunto mayor que la suma de sus partes) ciega su crecimiento cualitativo en el mismo acto en que lo propulsa. La enfermedad de Occidente, así considerada, tiene como condición su crisis, que comprendemos como agenesia, incapacidad para engendrar o crear.

    La aporética autófaga es la clave del nuevo malestar en la cultura, que se expande en clandestinidad, gestionada privadamente, en una civilización que impone la felicidad por decreto. Para aclarar su sentido nos hemos visto obligados, en este mismo cuarto capítulo, a ofrecer una teoría del psiquismo colectivo, una teoría en la que el autor se ha arriesgado, tal vez, demasiado, pero que queda a la disposición del juicio por parte del lector. En el capítulo quinto nos hemos esforzado en sacar a la luz figuras concretas de la crisis y la enfermedad de Occidente, en las que se cruzan incursiones interdisciplinares en la sociología, la psicopatología, la antropología y la filosofía política.

    Finalmente, en el capítulo sexto, el autor ha explorado posibles salidas al ocaso occidental, de modo sintético y en esbozo, pues su estudio riguroso implicaría todo un tratado. Aunque solo señaladas en sus perfiles generales, el autor las ha incluido porque no ha querido dejar huérfana a esta investigación de propuestas para un posible amanecer. En el ocaso occidental también se adivinan luces de aurora.

    El libro guarda una estrecha relación con el que le precede en la trayectoria del autor, Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad, al que se aludirá, como punto de partida, en el primer capítulo. La ontología defendida en el texto de 2009 debía hacerse valer en el contexto reticular de la filosofía contemporánea. Por eso concentró sus miras en la justificación del punto de partida mismo de una ontología crítica. Los supuestos de esta, que intentaron ser justificados, sustentan ahora la investigación presente, que los aplica al análisis de la cultura, la sociedad y la política, para intentar iluminar, en la medida de nuestras posibilidades, la penuria del mundo occidental. Esperamos que, de paso, hayamos podido esclarecer con mayor intensidad que el ser humano, en cuanto ser errático, no está a la deriva. Esta comprensión es monocular. Está, en efecto, a la deriva porque carece de orientación en una sociedad estacionaria dominante en la actualidad y sometida a la administración del vacío, del desierto que la atraviesa. Ahora bien, este sentido peyorativo de la expresión se refería al ser humano en el presente occidental. En otro sentido, cuando se lo estudia desde sí y no en su concreción presente, ser errático significa ser-en-el-tránsito. Y esta condición humana no implica su desorientación o su devenir arbitrario constitutivos. El ser errático, por el contrario, es autocreador con criterio y normatividad, pero de tal modo que su dirección no es dependiente de un fundamento identitario, sino, paradójicamente, de una ausencia de fundamento que se auto-organiza caosmóticamente. El autor cree que la primera parte de la presente investigación justifica la erraticidad –no solo del ser humano, sino de lo real en cuanto tal y en toda su generalidad– en este último sentido no peyorativo sino noble y elevado. La segunda parte daría cuenta de procesos en nuestra cultura que secuestran esta dinamicidad errática, creativa y con criterio, desvaneciéndola en una erraticidad en el primero de los sentidos mencionados y, más precisamente, como errancia de un mundo que se devora a sí mismo en su propio proceder.

    Son tantos los agradecimientos que quisiera expresar que pido, por adelantado, disculpas a aquellos que no nombro, pues el listado se haría excesivamente prolijo. Vayan dirigidos, pues, a una parte, mínima pero inexcusable. A Marian siempre, por su paciencia, cuidado y aliento perseverantes; a mis hijos, porque a pesar de su corta edad han soportado con madurez y comprensión mi excesiva lejanía. A mis padres, Amador y Rosario, que han sufrido, más que yo mismo, mi largo encierro. A mis hermanos y a mi cuñado Fernando, al que tengo también por hermano: ellos me han impulsado con solo mirarme. A los amigos que me han infundido valor en momentos de desaliento: Óscar Barroso, Javier de la Higuera, Miguel Ángel Villamil y su esposa Clara Inés Jaramillo, Juan Pasquau y Rocío Hurtado, Ana Pérez y Martín López, Magdalena Vera, Andrés Covarrubias (desde su ausencia tan presente). A Serafina Gutiérrez le doy las gracias por la lucidez con la que me ha aconsejado en todo el trayecto. A Germán Cano, José Moreno, Jorge Novella, Agustín Palomar y Antonio Campillo les debo, especialmente, el impulso para mediar la ontología con la sociología y la política, sin lo cual el compromiso práctico que estas páginas puedan humildemente portar hubiera quedado cercenado. A mis alumnos les agradezco su entusiasmo y su brillo en los ojos cuando ha vibrado la filosofía entre las paredes del aula.

    Y, permítamelo el lector, quisiera ofrecerle un agradecimiento especialmente emotivo a un anciano desconocido, al que he contemplado largo tiempo e involuntariamente, desde la distancia y cada vez con mayor admiración, parapetado en el pequeño balcón al que salía a fumar con frecuencia un pitillo durante el tiempo en que se escribieron estas páginas: ejemplo anónimo de ser humano solitario, seguramente aquejado por el malestar en nuestra cultura y por la crisis, pero erguido siempre, sereno, pensativo, como si comprendiese, en la hora de su propio ocaso, el ocaso entero de lo que lo rodea y, sin embargo, estuviese convencido de que, cuando él ya no esté, vendrán luces de aurora.

    I. VIDA Y GÉNESIS DE LA CULTURA

    Antes de analizar la crisis espiritual de Occidente se impone una labor conceptual capaz de situarnos en la complejidad de lo cultural, sin prejuzgar todavía su bajeza o su nobleza tal y como ha discurrido. Interrogamos ahora por el ser de lo cultural. La tensión entre condición céntrica y condición excéntrica, haz y envés de una unidad discorde, que habíamos indagado en Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad como una de las claves fundamentales del ser humano en general, se expresa ahora en la tensión entre comunidad y pueblo, en el campo abierto de su sustrato más elemental: el de una con-vivencialidad litigiosa (primer capítulo). Pero la cultura humana no está separada del temblor de la naturaleza, no tiene a esta por objeto con el que se media, ante la que se protege o frente a la que se define. Pertenece a ella, a su dinamismo autogenerador, desde lo físico a lo biológico y desde este a la vida del colectivo humano. La cultura es el estrato más reciente de la physis autocreadora e incorpora a los anteriores en su textura y en su devenir (a ello dedicamos el segundo capítulo). Qué significado posee eso que llamamos «mundo sociopolítico» es algo que no puede ser descifrado sin tener en cuenta su arraigo en la cultura, su tensión interafectiva con ella, asunto que nos conduce a vincular litigiosamente el ser salvaje de la physis cultural con el no menos inventivo y autocreador impulso de la societas socians (tercer capítulo).

    Aunque, como decimos, la investigación busca ahora solo despejar el ser de la cultura, ha sido inevitable escenificarlo, esporádicamente, en los conflictos concretos de nuestra época. Quizá así pueda el autor conectar la indagación pura con la aplicación práctica, al tiempo que ilustra sus conclusiones. Y, en esta inercia aplicativa que se incrusta aquí y allá, se ha introducido, al final de cada capítulo, un diagnóstico sobre el nuevo malestar en la cultura. Tome el lector tales análisis como provisorios y propedéuticos, pues es en la segunda parte donde, en el contexto de una crítica al ocaso de Occidente, se ha hecho precisa una reinterpretación de dicho malestar sobre la base de una propuesta comprensiva del psiquismo colectivo.

    1. La comunidad y el pueblo: cultura discorde

    La expresión más palpable del ser cultural se nos ofrece en el mundo de la vida, en el suelo pre-subjetivo y pre-teorético del vivir en común, en el que germinan visiones del mundo y modos de operar compartidos. La vida del colectivo humano en cuanto cultura, como se verá, está entretejida con la vida biológica en general y con el telúrico mundo físico. Este comienzo, por tanto, permanece en el estrato más reciente de la conformación de la realidad. Si nos introducimos en él, el más próximo a noso­tros en la autogeneración del ser, no encontraremos un fondo sosegado, un pavimento manso y reposado. La con-vivencialidad es un tumultuoso devenir plagado de tensiones. La fundamental de ellas, nos parece, es la que vibra entre comunidad y pueblo. Un pueblo es llamado a constituir una comunidad, pero jamás se identificará con esta. Como un caudal impelido por el exceso y la sobreabundancia, costituye al común y, al mismo tiempo, escapa a él furtivamente. El pueblo no existe, in-siste. Es lo invisible en lo visible comunitario, en litigio con él. Tal litigio da cuenta de la unidad discorde entre las condiciones céntrica y ex-céntrica del ser humano. Al tomar este punto de partida será necesario recordar y profundizar en la tesis central del volumen del que este es su continuación, Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad. Y como tal punto de partida puede dar lugar a malentendidos en el contexto actual de la filosofía, muy atenta al análisis de la comunidad, se hace también inevitable situar esta tesis en ese campo de investigación, hoy en curso. Al hacerlo, con-sentimos y di-sentimos. La noción de comunidad, abierta, infinita y autocreadora, que se abre paso en el pensamiento actual es excesivamente dependiente todavía, a nuestro juicio, de la cen­tricidad del habitar humano en un mundo de sentido. Olvida la di­mensión excéntrica de lo humano, cuyo agente es el pueblo, una dimensión telúrica que romperá siempre con la primera: no tiene hogar, nos obliga a des-habitar y se ex-tradita hacia la creación de una nueva tierra.

    1. Vida de la cultura: con-vivencialidad litigiosa

    Vivimos una época de penuria. La experiencia que nos hace, a los occidentales, repetir esto una y otra vez de formas muy distintas, pero oscuramente convergentes, nos mantiene inquietos. Ante todo porque la encontramos dispersa en una pluralidad de contextos y no llegamos a comprender con claridad el fondo del que estos emanan. La encontramos a propósito de una profusión de fenómenos sociales y políticos. Nos alcanza y desazona cuando asistimos, por ejemplo, a la expansión sin precedentes de un neoliberalismo económico que arruina el espacio público, cuando observamos a una ciudadanía desmembrada, cada vez más atomizada y plagada de individualismo, cuando vislumbramos la democracia en los límites del colapso, cuando comprobamos que la política se convierte con rapidez en una empresa de rapiña. Pero nos desconcierta no tener presente el problema de fondo que hace crecer estos y otros fenómenos degradantes, haciéndolos proliferar. Ahora bien, sabemos al menos que, si este fondo problemático se nos oculta, es, en buena medida, porque afecta a la totalidad de la cultura, una totalidad que es siempre mayor que la mera suma de individuos y de colectivos concretos. Está en cada uno de ellos y los trasciende a todos, tomados como aglomerado contable. La totalidad cultural, siendo cualitativamente más amplia que la adición numérica de los que la integramos, se sustrae a la mirada de cada uno de nosotros. Es necesario, pues, un esfuerzo por indagar, más allá de los acontecimientos concretos, esta corriente cultural en la que estamos embarcados. Quizá así podamos después, en un movimiento de vuelta, lanzar una mirada más lúcida sobre lo que ocurre en el nivel de lo concreto, de lo más candente en los diversos ámbitos de lo sociopolítico.

    Porque vivimos en una época de penuria, vivimos en una época de revoluciones. El desvanecimiento en profundidad acrecienta la turbulencia en superficie. El pensamiento filosófico tiene hoy ante sí el reto de iluminar por qué caminos ha llegado la cultura occidental entera a producir un desasosiego tan oculto y generalizado, pues parece incontestable lo que vaticinaban esas palabras melancólicas de Rilke en su primera Elegía de Duino, que «los hombres ya no estamos a gusto en casa, en el mundo interpretado». La filosofía tiene, en nuestro presente, la responsabilidad de retrotraerse a las tinieblas del nuevo malestar en la cultura, en un movimiento de reflujo, primero y necesario, en esas aguas, con la esperanza de entender más claramente, en la pleamar ulterior, lo intolerable en lo social.

    La cultura es, como se sabe, ese mundo subterráneo de valoraciones, hábitos, visiones de la realidad, costumbres y tendencias en el que nos encontramos sumidos. Si lo pensamos bien, se asemeja a una especie de inconsciente colectivo que posee la textura de una forma de vida compartida. Como totalidad subliminal, por otra parte, no constituye una globalidad cerrada y situada en un más allá del nosotros. Atraviesa proteica y movedizamente al común que conformamos, desde su interior. Transita inmanentemente entre nosotros, por la juntura o inter que nos pone en comunicación.

    Ahora bien, ¿cómo podríamos internarnos en un espacio tan vasto, hondo y recóndito como el de la cultura, que nos pone en comunicación? Se nos ocurre que comenzando por su forma menos lejana y, al mismo tiempo, más nuclear: por la con-vivencia. Pues, aunque se nos presente como un misterio esto de la vida, es un hecho que la palpamos más directamente que cualquier otra cosa. Es lo más tangible de aquello que nos pone en relación. Y, si es así, podríamos decir que la con-vivencia es el primer estrato cultural. El término ha sido aquí elegido por inspiración en la tradición hispana de pensamiento, olvidada –cuando no menospreciada– entre nuestros socios europeos. La generación del 98, que sufrió también la punzada de una crisis y quiso descifrar su sentido, comenzó pensando ese espacio público de encuentro que hunde sus raíces en el sustrato de la vida en común.¹ Sustrato de doble localización, pues constituye, por paradójico que parezca, un fondo y una superficie al unísono. Insondable en su profundidad abisal –¿hay algo más hondo?–, está a la vez expuesta en la superficie más próxima y concreta de las relaciones. Sustrato de doble cariz: problema y solución a un tiempo. Siendo hondura turbulenta –trágica (Unamuno), agonal y experimentadora (Ortega), noérgica (Zubiri)–, se extiende en la piel palpable de un mundo que reúne a seres de carne y hueso y los convoca a un remanso. En la con-vivencia encontramos (al menos todavía los latinos) esa paz en la tormenta que nos permite sostenernos recíprocamente. Sustrato de doble trenzado: discordia y concordia. Porque en él se cruzan las tensiones ineludibles entre unos y otros, entre pasiones, entre propósitos o querencias y, paradójicamente, una reunión concorde que no habría sido posible sin aquella discordia. No en vano ha debido inventar el intelectual español conceptos tan extraños como el unamuniano de alterutralidad para señalar ese ser aporético o tensional: una forma de relación en la que se mantiene, a fuer de humanidad en franca batalla, el litigio productivo y creador de nuevos espacios, una «guerra civil» de puntos de vista –como le gustaba decir al salmantino– lejos de esa «guerra incivil» de los que simplemente se oponen como contrarios inmiscibles. En esa coyuntura veía también Machado el esplendor del ser en común, en la búsqueda constante de la palabra viva y conectiva, que procede más allá de la tentación dialéctica, creando tensiones creadoras por entrecruzamiento de esfuerzos fragmentarios que nunca anularán la gran heterogeneidad del ser. Y habría que señalar aun que la convivencia, a través de estos rostros jánicos, tensionalmente reunidos, nos introduce en el quicio de la más noble seriedad: aquella que huye tanto del puro juego intrascendente, como de la solemnidad racionalizadora de un logos que se cree inmaculado y absorbe todo lo rebelde a la regla y a su allanamiento.

    Sí, esta afectiva y carnal tensión de la convivencia –discordia concors– parece excelente candidata como punto de partida para el análisis de la comunicación en la cultura. Destituye eso que jamás procurará vida creciente y que tanto detestaba Nietzsche, por tratarse de una contravoluntad enemiga de toda esperanza: el resentimiento y sus consecuencias.² Nos aleja, además, de dos tentaciones vanas. Por un lado, de lo que podríamos llamar armonicismo, a saber, ese modo del encuentro intersubjetivo que oculta lo común bajo el manto de un allanamiento forzado, restándole su resorte polémico y que puede venir, bien de ese sueño racionalista en que consiste el ideal prístino de un consenso argumentativo, ilusión en la que muchos ilustrados se dejan hoy caer finalmente,³ bien de esa vinculación sin vínculo en el mundo de la vida que es la fusión almibarada. Por otro, nos aleja del polo opuesto al anterior, del litigio darwinista, en el que lo que importa es la supervivencia del más fuerte (es decir, adaptable). El mundo hispano de pensamiento nos ayuda a comprender que, si ha de haber un noble con de la vida, no será ahorrándose las tensiones intrínsecas a toda convivencia, ni tampoco –y miserablemente– por el imprescindible deseo de supervivencia, sino por el noble impulso a más vida, a su intensificación, que es un esfuerzo permanente por sobre-serse, en términos unamunianos.

    Lo que hay que pensar, finalmente, es el devenir de la cultura, cómo adquiere dinamicidad, pues no sería tal si no presuponemos en su fondo una potencia de ser, responsable de sus crecidas o decrecidas, de sus expansiones o retraimientos, de sus modulaciones, en fin, y proteicas venturas. De ahí que resulte más ajustado caracterizar este, su primer estrato, en la forma del verbo: con-vivencialidad. Esta acontece in actu, desbordando los hechos que produce. Dirigimos ahora, pues, la interrogación hacia esa potencia de la cultura en vida.

    2. Centricidad y excentricidad: síntesis de la apercepción sub-representativa

    Hay que pensar, en efecto, aquello que potencia un devenir cultural. El alma de la cultura, de la cultura viva en la que la comunidad se encuentra sumergida, es la convivencia, según nuestro primer encuentro con ella. Al pronunciar esta palabra –con-vivencia–, sin embargo, no cesa de resonar en ella, y a pesar de todas las prevenciones que han sido tomadas hasta ahora, un eco de quietud, reposo o calma. El con-otro no alcanza todavía a captar el dinamismo de la aventura en vida cultural, su devenir autotransformador. Y tampoco la exterioridad que el devenir lleva consigo, es decir, el salir de sí comunicativo desde su estancia hacia un lugar-otro. Hace destellar, en efecto, ante todo la entrada en un ámbito compartido, en cuyo refugio se habita, al abrigo del porvenir, de eso venidero que por su carácter incierto e impredecible, porta en su fondo lo desasosegante del inhóspito afuera. Venidero: inquietante venir de un tiempo que no está todavía con nosotros y que, sabemos, ad-vendrá sin pedirnos permiso del todo. Afuera: espacio, también inquietante, que tendremos que franquear en des-plazamiento. En el devenir del entre unos y otros en compañía se juega la exterioridad espacio-temporal de la cultura convivencial con todas sus promesas y todos sus peligros.

    Este desgarramiento de un aquí-juntos que se experimenta familiar, doméstico, y al unísono en la intemperie de su esquivo allende vaticina ya, desde sí, una estructura aporética. El hombre vive abismado o enfrascado en lo que hace. Pero, en el mismo acto, se desvive en el horizonte nebuloso, incógnito, de su tarea. Parece, pues, que para comprender el flujo cultural del mundo de la vida hay que arriesgarse a examinar una discordancia, una tensión, un juego paradójico.

    Antes de analizar semejante tesitura bifronte, quisiéramos recordar cómo nos parece que tal tesitura ocurre si hablamos del ser-humano en general,⁴ para hacer, a continuación, el ensayo de su aplicación a la cultura convivencial. De ese modo quisiéramos introducir matices que parecen haberse hecho, con el tiempo, necesarios. Lo humano se cifra –proponíamos– en la tensión entre centricidad y ex-centricidad, categorías que tomábamos del antropólogo H. Plessner y que reinterpretábamos a través del prisma ontológico-existencial. Dejemos a un lado, por ahora, la problemática diferencia entre existencia y vida, que será inevitable abordar más adelante. La primera de estas categorías –centricidad– se funda en la circunstancia de que, si el ser-humano es capaz de tener un mundo, hay que presuponer este céntrico posicionamiento que es el habitar. Habitar no es –como insiste Heidegger en Ser y tiempo, estar en el mundo como el agua en el vaso. Implica ser experimentando sentido en el seno de un contexto de existencia, lo cual solo puede acontecer si se pertenece inmanente y participativamente a un mundo de sentido en particular, concreto, mediante una inmersión que permite el despertar de una especie de pasividad activa. Solo dejándonos ser en una conversación podemos comprender, desde dentro, por así decirlo, los invisibles hilos de sentido que se cruzan en su entraña y la articulan. Solo dejándonos ser en un problema filosófico cabe la posibilidad de que la cosa misma que en él yace nos reclame desde sí, como si convirtiese el pensar en un rehén dentro de su propia problematicidad, tal y como, para escuchar una sinfonía musical, es preciso un abandono de sí mediante el cual la música pareciese que conduce al escuchar por vericuetos acústicos. La materia significativa del mundo, en definitiva, se le entrega al hombre solo a condición de que sea él el primero en entregarse a su ritmo comprensible, en desposesión de sí y en actitud de escucha. Solo fundiéndose en lo que habita puede el hombre alejar el peligro de confundir aquello que precisamente se juega en el habitar. La segunda categoría constituye el envés necesario de esta primera. Si solo habitásemos el mundo (en sus contextos concretos) por la pertenencia y la entrega, por la inmersión –como el agua en el agua–, no podríamos decir, por paradójico que parezca, que habitamos. Tan disueltos en nuestro medio estaríamos, que no habría para nosotros noticia de ello. Dormiríamos sin tan siquiera soñar, pues careceríamos de auto-experiencia. El hombre habita solo si, en el mismo movimiento por el que se sumerge en el mar de la existencia, puede volver su mirada sobre ella, sabiéndose en ese ahí. Pero ello supone la distancia del extrañamiento. Y en este punto, crucial a nuestro entender, es necesario detenerse lo suficiente como para aprehender la justa medida de lo que se está nombrando.

    El extrañamiento es, ante todo, un posicionamiento pre-reflexivo, pre-consciente, pre-lógico. No es el acto de la conciencia explícita, sino su condición tácita. ¿Cómo podría tener lugar el ser consciente de algo si previamente no aconteciese en el suelo del existir un permanecer extrañado ante la sola presencia de aquello de lo que, en la superficie consciente, se toma acta, se deja atestiguar, certificar? Pues bien, esta experiencia pre-reflexiva o pre-consciente es la que permite que aquello en lo que se habita aparezca iluminado. Tal iluminación no ocurre desde el exterior del habitar, sino en su propio seno, de tal forma que la centricidad, esa inmersión, se percata de sí, se toca a sí misma al autoextrañarse desde una excentricidad inmanente. Si viajo a una ciudad que no conozco, no llegaré jamás a conocerla a menos que me sitúe céntricamente en ella, habitándola, lo que implica hundirme y licuarme en su mundo propio. He de dejarme seducir por la singular disposición y el ambiente de sus calles y plazas, del peculiar modo de ser de sus gentes, de su intrínseco y exclusivo movimiento en el día y en la noche, en el trabajo y en el ocio, etcétera. Aparece entonces en la forma de un mundo naciente, que va emergiendo a cada paso. Pero, por otro lado, la perderé en el desconocimiento si me acostumbro a ella hasta el punto de fundirme en su intimidad. Ya nada me sería significativo en su especificidad y la sumergiría en la noche de la indiferencia. He de mantener, frente a esa muerte acechante de la ciudad, el extrañamiento en su interna entraña. Solo de ese modo la devuelvo a la vida y todo amanece, como si resplandeciese ante mí por primera vez. Por el mismo motivo, si me aferro a mi mundo interior –en el que habitan pasiones, proyectos, esperanzas, etcétera–, llegará un momento en que ya no lo palpe lúcidamente. Quedaré ensimismado en mi centricidad y las pasiones permanecerán dormitantes, desprendidas de su pregnancia, los proyectos de su potencia, las esperanzas de su mañana. Es preciso, para que mi mundo interior sea él, que me mantenga lejos de él, que me resulte chocante: la propia singularidad solo adquiere vida a condición de incorporar esa impropiedad que únicamente puede concederle la experiencia de sentirme un extraño ante mí mismo. En el caso del mundo de la ciudad, podría decirse que no sería tal e, incluso, que no sería en absoluto, en ausencia de una excentricidad erguida en los corredores de su morada céntrica. En el del mundo interior, de manera análoga, habría que reconocer que no existiría si su céntrica intimidad no estuviese atravesada, constantemente, por el desconcertante pathos de la distancia, que le injerta una excentricidad desapropiadora.

    El extrañamiento excéntrico es, pues, el testigo de la experiencia céntrica. La centricidad experiencial sería ciega sin la excentricidad extrañante y esta última, vacía sin la primera. Reconocemos en esta recíproca relación esa estructura del conocimiento que Kant llamó síntesis de la apercepción trascendental. Un flujo de sensaciones que conforman objetos y hechos no constituiría experiencia sin el acto de aprehensión o captación por parte de ese testigo en la razón que es el cogito. Sería solo un flujo ciego e impalpable. La experiencia es materia sensible captada. Semejante síntesis entre lo que es dado y su captación, que la genialidad kantiana tematizó, la redescubrimos a propósito de una multitud de campos experienciales. En el de la memoria, por ejemplo, lo asumió brillantemente Proust a lo largo de En busca del tiempo perdido. Las experiencias que han pasado no lo son realmente sin el acto de recordar. Cuando yacen en el fondo oscuro de la emoción y huérfanas de recuerdo, como el sabor pasajero de una magdalena que alguna vez se experimentó en la infancia y en el que no se ha reparado, permanecen mudas, sombríamente perdidas en la noche de la memoria. Ahora, al ser recordadas, son recobradas a la luz de la atención. Abandonan su in-significancia –es decir, su significación ensimismada y opacada en la trastienda de la experiencia– tan pronto se ven envueltas en la mágica mirada del que las reaviva en el acto de hacer memoria, prodigándoles aprehensión in actu, que es la captación de un flujo de impresiones. Recobran entonces un sentido tan imborrable que muestran su ser propio, carnal, emotivo. Esta «vida al fin descubierta y dilucidada» es solo posible por la síntesis entre lo pasado y su testigo en el recuerdo, sin la cual sería un «secreto eterno».⁵ En el campo experiencial de la vida política (por poner otro ejemplo), H. Arendt utiliza tácitamente la kantiana síntesis trascendental de la apercepción cuando escruta, de modo extremadamente lúcido, la naturaleza del mal, de esa «banalidad del mal» que encontró uno de sus prototipos en el caso Eichmann, el de un hombre que, durante el régimen nazi cometió acciones monstruosas, siendo una persona superficial y carente de convicciones. Tal aberración solo puede ser explicada comprendiendo el mal como falta de pensamiento.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1