El domador de pulgas
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Deja el narrador ver por medio de esa generalización su indudable voluntad de hacer de su relato uno de significado universal.
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El domador de pulgas - Max Jiménez Huete
J.
El domador de pulgas
Por la frente de aquel hombre corrió una gota de sudor. Y se parecía enormemente al padre de Jesús. Como un cuadro que él había visto en casa de su padre, que también había sido domador de pulgas. Había llegado a tener los ojos lánguidos de visiones muertas, y la barba como raíces descarnadas por la lluvia de los pesares.
El Padre tenía en aquel cuadro el corazón en la mano. El domador alimentaba sus pulgas de la sangre de su brazo. Aquel corazón, como el brazo lleno de piquetes, seco, de piel como hoja de otoño, era la verdadera encarnación del amor.
Otros domadores alquilaban brazos; él quería tanto a sus pulgas que le parecía una traición darles otra sangre que no fuera la suya.
El domador pensó que sus pulgas no tenían porque ser el hazmerreír de las ferias. El cinematógrafo las había tomado en una forma burlesca: se escapaban las pulgas, la gente desde luego se rascaba y se hacía chiste de unos animales que honradamente lo único que buscaban era su alimentación.
El domador decidió no exhibir más sus pulguitas y vivir con ellas, repartirse con ellas; darles la libertad dentro de su cuarto miserable y seguir entregando su sangre para aquellos pobres seres brincones.
Había que redimir aquellos animalitos, víctimas de los dedos pulgares de las abuelas; había que libertar aquella raza, que había dado origen a tantas personalidades malagradecidas, desde que se había inventado el sistema individual de matar pulgas. Cada uno tiene su sistema de matar pulgas
, eran las palabras que incesantemente se repetían y que tanto le maltrataban la existencia.
Muchas de sus pulgas, en verdad, eran de casa humilde, pero otras habían chupado sangre azul. Las pulgas eran muy aficionadas a las grietas de los castillos señoriales.
Por momentos le preocupaba la necesidad de suplir a las pulgas con polvo y cobijas rojas. Es verdad que bien podrían saltar en los edredones de seda y plumas del pecho de las aves; pero nada como las cobijas esas de pelos duros, selvas vírgenes para las pulgas. Las cobijas pegadas a los cuerpos de los miserables que por los huecos dejan salir, en las noches de invierno, los miembros de poca carne, sucios y llenos de piquetes de pulgas.
Nada importaba que sus pulgas pusieran sus huevos en las rendijas asquerosas; el hombre venía del polvo, iba sobre el polvo y terminaba en el polvo.
Prácticamente todo hombre era un redentor; ¿a quién no le habían picado las pulgas? ¿Quién no había sentido en el andar de las pulgas algo así como el andar de la conciencia? El domador daría sangre, más sangre con un gesto sagrado de sacrificio; así corno las gotas que caían del corazón, en el cuadro que con las pulgas le había heredado su padre.
Otros eran libertadores de razas; otros formaban repúblicas; otros bolibaracos eran como el canto de los gallos a destiempo, que toman la claridad de la luna por la salida del sol. Otros fundaban partidos políticos a imitación de los países avanzados. Entonces, por qué él, que daba su sangre y no palabras, no había de libertar y crear el honor, la moral y la eficiencia en esa legión de pulgas tan maltratada del mundo de los hombres.
Dos gotas de sudor
En la frente del domador se cristalizaron dos gotas de sudor; él se las enjugó con la manga, manchada de los puntos, residuo de las pulgas. Aquellos puntos, probablemente, serían suspensivos de una futura generación. La frente del domador ya era rugosa como las montañas; las ideas fijas, son movimientos sísmicos que arrugan las frentes y surcan de anillos los ojos, como las piedras que caen en los lagos. En círculos concéntricos nos vamos devolviendo a lo que es nada.
El domador de pulgas se dio cuenta de que lo que hace falta en la vida es solamente un impulso inicial. Ya sus pulgas no iban siendo los animalitos saltones, de patas traseras casi aladas; sus pulgas se estaban dividiendo: sus grandes masas, pequeños círculos, y hasta pulgas solas, pasándose la mano por la frente.
El domador había dado el impulso y, ¡oh terror!, allí se estaba formando una generación, como las nebulosas, tan parecidas a los vientres que amasan dentro de su seno las futuras desgracias y los futuros finales. El domador pensó en la trascendencia de las cosas redondas, la pérdida de los salientes en la vida; tal vez todo se iba sacrificando por hacerse redondo.
Dentro de aquel cuarto se estaba formando un mundo. Aquellas pulgas que perdían el andar de pulgas y los gestos de pulgas estaban anidando dentro de su cuerpo la ilusión, la ilusión que se había dado el