Los territorios del libro: Paradojas, aporías y desvelos
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Y en estos territorios se producen incertidumbres y perplejidades, razonamientos de los que surgen contradicciones, certezas que se hacen añicos, verdades presuntamente insoportables que nos dicen que llevan a un punto muerto, dichos y hechos que parecen contrarios a la lógica, y algún que otro duermevela que no debería ser más que la necesidad de poner atención en lo que se hace y lo que se dice.
Manuel Dávila, consciente de estas paradojas, aporías y desvelos en el mundo del libro, nos propone parar un momento, levantar la vista, trazar un horizonte, esquivar no pocos golpes, y ponerle mucho sentido común y más humor a estas nuestras cosas del libro.
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Los territorios del libro - Manuel Dávila Galindo Olivares
Los territorios del libro
Paradojas, aporías y desvelos
Manuel Dávila Galindo Olivares
Trama editorial
2015
Sr. McFly,
bienvenido a su librería
Creo que, desde el 2008, encuentro al menos una conferencia sobre «El futuro de las librerías» en cada feria del libro a la que asisto. De hecho, este tema parece tan preocupante que alguna vez crucé el océano para hablar durante 45 minutos sobre mi visión particular en este asunto. Es gracioso, una vez que me invitaron pasé un par de semanas pensando en mi propia relación con las librerías. Durante mucho tiempo pensé que era un lector y que ser un lector estaba intrínsecamente vinculado con asistir continuamente a distintas librerías. Supongo que todo lector comienza así, al menos en Latinoamérica, donde la red de bibliotecas públicas es tan útil como un par de mocasines en un partido de hockey sobre hielo.
En México el tema de las librerías es botox en la frente de quien lo conoce. Es decir, el arqueo de cejas es el rasgo más común en las caras de todos los que se me acercan para preguntarme cuál es el estado de las librerías en México. Es sano, tan sano como puede ser un negocio con menos del 10% de la población como sus posibles consumidores. Como en casi toda Norteamérica, en realidad el negocio de las librerías se compone de unas cuantas cadenas que han maniatado el mercado (entendamos por maniatar el proceso natural que ocurre cuando alguien compra mucho producto y sus competidores no compran tanto) y que después miran para atrás preguntándose, muy serias, cómo es que la cosa está tan crítica. Cómo es que hay tan poquitos lectores.
La realidad es que hace mucho tiempo que los lectores y las librerías andan caminos distintos (inserte aquí el botox de su preferencia). En México, por ejemplo, la cercanía con Estados Unidos y la obsesión casi antinatural del Gobierno por tener migrantes preparados (el inglés es una materia obligatoria en todas las escuelas de educación básica del país) han permitido paulatinamente un acercamiento directo a los libros en inglés. Por poner un ejemplo, una de las cadenas más importantes de librerías se sumó al efecto Harry Potter de la mano de Ediciones Salamandra en un inicio, pero cuando el fenómeno explotó había una cantidad considerable de gente comprando los ejemplares recién lanzados en inglés. Era común observar chicos con The Order of the Phoenix (quinto libro de la saga, por si usted no lo sabe) y un diccionario inglés-español bajo el brazo. Supongo que no hay mejor ejemplo para determinar la relación que se hace entre cadenas de librerías y alguna cadena de supermercados gigantes.
¿Dónde conocieron los lectores a Harry Potter? ¿Cuál fue el lugar donde se engancharon con la idea de abandonar el Nintendo y acudir a la tinta en papel? Claramente no fueron las librerías. Las librerías sólo se encargaron de satisfacer la demanda de estos chicos que, si no fuera por las filas el día de lanzamiento, saldrían de las librerías con la misma velocidad con la que entraron. El caso Harry Potter es una cosa extrañísima, una disrupción sociotemporal que debería ser estudiada en libros y libros por venir, aunque seguramente serían tan despreciados como fue el fenómeno en sí por la industria del libro. Intentaré hablar en otro momento de mi particular opinión sobre esto. Después de Harry Potter continuó el fenómeno, la librería preparaba y arrebataba los libros que la editorial tenía disponibles de Crepúsculo, Los juegos del hambre, Divergente, Cazadores de sombras, etcétera.
Si la gente compra leche deslactosada, la cadena de supermercados tendrá los anaqueles llenos de leche deslactosada, después comprará una distribuidora de leche, la pondrá a hacer deslactosada y finalmente, cuando los clientes regresen a la leche normal porque la lista bla del científico bla nos indica que los beneficios bla de la leche entera han sido despreciados, la cadena empezará de nuevo. La cadena de supermercados siempre tendrá lo que el cliente busque, porque el cliente siempre obtendrá su producto al final. Sea como sea. En este sentido las cadenas de librerías no pueden ser distintas, no quieren ser distintas. Vampiros, hombres lobo, adolescentes listos, adolescentes tontos, adolescentes sexuados, adolescentes asexuados, hoy en día parece que el éxito de un libro depende mucho más de la posibilidad de que hagan una película que de la recomendación de un especialista en libros. Un librero es un especialista en libros, o al menos debería contemplar la posibilidad de serlo.
En alguna ocasión, charlando con un librero, éste me dijo que despreciaba a los lectores tontos. Que los lectores tontos en realidad no eran importantes para su librería y que, si por él fuera, los echaría a patadas en cuanto preguntaran por algún título estúpido. En aquel momento saqué la jeringa y me puse el botox en la frente; me parecía inconcebible que un librero despreciara a cierto tipo de lectores para favorecer a otros. Supongo que toda esta charla sobre las librerías del futuro me está afectando seriamente: hoy creo que de todos los libreros con los que he tenido oportunidad de hablar aquel era el más sensato. Al menos entendía su librería, entendía su labor como librero y, por encima de todo, entendía que volverse un despachador de libros a la larga lo condenaría, pues siempre habría alguien capaz de tener más libros y despacharlos más rápido. Era un librero «de los de antes». En otra charla con alguien de una cadena de librerías me sorprendió el desprecio que tenía por los lectores cultos o hardcore. Su segmento de mercadotecnia no tenía interés alguno en recuperar ese colectivo (el mismo que le había sido arrebatado por otra cadena), y consideraba que en realidad el porcentaje que estos representaban no era significativo en el concepto de whole business. Otra vez arqueé las cejas; creo que, honestamente, lo que me preocupaba de estos dos hombres de librerías era su propia negativa para considerarse lo que la gente los consideraba. Uno representaba las librerías de culto y el otro representaba el supermercado de los libros. Les puedo garantizar que ninguno de los dos vivía contento con dichas etiquetas.
A finales del siglo xx los viajes en el tiempo eran una obsesión en los cines. Cientos de directores se vieron influenciados sobre la posibilidad moral, ética y científica que presentaba la idea que tan bien había plasmado H. G. Wells en su momento. Paradojas, líneas temporales, futuro, pasado, se volvían una obsesión continua que trajo consigo una enorme camada de películas, algunas mejores, otras peores, pero casi todas interesantes. Mi favorita, por mucho, es Volver al futuro (Back to the Future) de Zemeckis. En este pequeño pedazo de cultura pop, la creación de una máquina del tiempo (empotrada en un hermoso DeLorean) obligaba a un adolescente, Michael J. Fox, a viajar continuamente al pasado y al futuro tratando de no fastidiar nada. Marty pasaba de los años cincuenta a los dosmil y finalmente al viejo Oeste, tratando de recomponer