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La religión de los nahuas o aztecas despertó gran interés en los españoles desde el primer momento. Mientras los conquistadores se espantaban por la apariencia de los templos prehispánicos o alardeaban de destruirlos, los frailes intentaban comprender los principios de la religión nativa con el fin de cristianizar a sus ‘anfitriones’ de manera más efectiva. Muchos de los evangelizadores quedaron fascinados y francamente interesados en aquella religión, que reflejaron en sus obras dedicando extensas descripciones a sus dioses y festividades. Aunque, por convicciones propias o por normas impuestas por la censura inquisitorial, llegaron a llamar a las deidades prehispánicas “ídolos”, “falsos dioses” o “demonios”, en su intento por comprenderlas las compararon con los dioses del mundo grecolatino, que les eran más familiares. Así, como se refleja en la obra de fray Bernardino de Sahagún, al dios tutelar de los mexicas, el guerrero Huitzilopochtli, lo llamaron “otro Marte”, al del pulque (alcohol de maguey), “otro Baco”, al del fuego, Xiuhtecuhtli, “otro Vulcán”, a Tezcatlipoca, de la providencia, lo invisible y la oscuridad, lo denominaron “otro Júpiter”, a la diosa del agua, Chalchiuhtlicue, “otro Neptuno”, y a la del maíz, Chicomecóatl, “otra Ceres”. A veces las comparaciones no eran del todo unívocas: a dos diosas madres, Cihuacóatl y Tlazoltéotl, las equiparaban con la Venus romana, pero a la primera también la llamaron “nuestra madre Eva”. La visión europea,