Vuestro enemigo está bien entrenado, bien equipado y curtido en mil batallas. Luchará de forma despiadada. […]. Confío plenamente en vuestro valor, devoción al deber y destreza en la batalla. No aceptaremos nada menos que la victoria total. ¡Suerte!”. Estas palabras son fragmentos de la carta que el general Eisenhower, comandante en jefe de los aliados en Europa, dirigió a las tropas pocas horas antes de comenzar los decisivos desembarcos en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944. Con esa acción anfibia, hace ahora ochenta años, Estados Unidos y Gran Bretaña –junto a contingentes de otras naciones– abrieron el esperado segundo frente contra el Tercer Reich en Europa occidental. Alemania había podido contener el avance de sus enemigos en Italia iniciado casi un año antes. Si los aliados tenían éxito en Normandía, el régimen de Hitler quedaría atrapado en la temida guerra en varios frentes.
Entre los generales aliados imperaba un sentimiento de que se iban a jugar el todo por el todo ese 6 de junio. No distaban mucho los ánimos de sus oponentes alemanes. El mariscal Erwin Rommel, uno de los responsables de rechazar la Operación Overlord, lo expresó con claridad a uno de sus ayudantes: “Las primeras veinticuatro horas de la invasión serán decisivas… […]. Tanto para los aliados como para nosotros será el día más largo”. La prioridad era desembarcar lo más rápido posible el número suficiente de soldados y material para asegurar un perímetro defensivo que interconectara las cinco playas. El transporte de esas tropas, el asalto anfibio y la conquista de esa cabeza de playa