Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los primeros pobladores de Europa
Los primeros pobladores de Europa
Los primeros pobladores de Europa
Libro electrónico381 páginas5 horas

Los primeros pobladores de Europa

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En la ciudad caucasiana de Dmanisi un grupo de paleontólogos, entre los que se encontraban los autores, halló los restos fósiles de homínidos de casi 1,8 millones de antigüedad. Estos ejemplares se clasificaron como Homo georgicus, y posiblemente son la especie «puente» entre el Homo habilis y el Homo erectus.
Este hallazgo es de una importancia decisiva porque abre nuevas vías de investigación sobre el debate en torno a la primera colonización humana de Europa y contribuye al desarrollo del estudio de la evolución de nuestros antepasados: en el año 2004, la última mandíbula encontrada en el yacimiento pertenecía a un «anciano» que había perdido los dientes y al cual debieron de alimentar los miembros de su familia o de su comunidad.
IdiomaEspañol
EditorialRBA Libros
Fecha de lanzamiento18 jul 2014
ISBN9788490563175
Los primeros pobladores de Europa

Relacionado con Los primeros pobladores de Europa

Libros electrónicos relacionados

Historia para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los primeros pobladores de Europa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los primeros pobladores de Europa - Jordi Agustí

    A la memoria de Leo Gabunia, maestro y amigo

    PRESENTACIÓN

    Hay libros que están llamados a ser un hito, una referencia obligada para quienes pasarán por el mismo camino. Y éste es uno de ellos. Lo sabía incluso antes de leerlo. Por la temática de que trata y por sus autores, no podía ser de otra manera.

    Dos reputados investigadores haciendo literatura científica en español, pensando en el gran público, es algo que hoy no resulta extraño, pero no siempre ha sido así. Hace unos años, muy pocos, estaba incluso mal visto entre los científicos españoles escribir para el común de los mortales. No debía desvelarse el metalenguaje que les convertía en los chamanes de la tribu.

    En el campo del período geológico Pleistoceno, el largo proceso de la hominización o las culturas del Paleolítico, esta actitud se aplicaba de forma tan rígida que la llamada divulgación quedaba reservada a periodistas y aficionados.

    Figura tan señera como Emiliano Aguirre, empeñado de siempre en hacerse comprender popularmente, era la excepción que confirmaba una regla no escrita, pero inflexiblemente aplicada.

    Me vienen a la cabeza algunos libros esenciales, verdaderos hitos de la alta divulgación: La evolución, de Crusafont, Meléndez y Aguirre (1966); Hacia el desvelamiento del origen del hombre, de Leakey y Goodall (1969 en inglés y 1973 en español); Vida y muerte en Cueva Morín, de González Echegaray y Freeman (1978); y El primer antepasado del Hombre. Lucy, de Johanson y Edey (1982).

    Los años noventa son, sin embargo, extraordinariamente fértiles en este terreno. Creo inmodestamente que Revista de Arqueología había contribuido ya en los años ochenta a cambiar la actitud de los investigadores españoles, aún tributarios del trabajo externo. Y, en efecto, en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos recorrido de éste el panorama cambia ostensiblemente.

    Para entenderlo hay que fijarse en la excepcional escuela que Aguirre había creado en torno a Atapuerca y en el que sus seguidores —Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell— comprendieron la importancia de contar sus descubrimientos e investigaciones en las revistas de mayor impacto científico a escala mundial, pero sin descuidar la difusión entre el gran público.

    Fruto de ese trabajo de siembra, en el que también uno de nuestros autores, Jordi Agustí, ha echado su cuarto a espadas, es el buen caldo de cultivo en el que ve la luz este libro que presentamos y que, a buen seguro, será un auténtico best-seller en español y en las lenguas a las que será traducido.

    National Geographic no podía haber buscado dos paleontólogos más autorizados para escribirlo.

    Por una parte, Jordi Agustí (Barcelona, 1954) es ya un investigador conocido por el gran público al que ha ofrecido numerosos libros y conferencias sobre cuestiones evolutivas. Discípulo del paleontólogo Miguel Crusafont, se especializó en microfauna, roedores sobre todo, aunque doy fe de su sabiduría y sus vastísimos conocimientos sobre cualquier asunto paleontológico o no paleontológico. Persona afable y asequible como pocos, amigo de sus amigos, posee una de las conversaciones más inteligentes y amenas de cuantas he disfrutado, siempre trufadas con un deseo de ampliar saberes, experiencias y fronteras.

    Desde 1985 hasta 2005 dirigió el Instituto de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona, con sede en Sabadell, al que estuvo vinculado desde los primeros años setenta.

    Científicamente son de incalculable valor sus trabajos en la cuenca de Guadix-Baza (Granada) y en Dmanisi (Georgia).

    Por otra parte, David Lordkipanidze (Tbilisi, 1963), Dato para los amigos, es según Tim White el investigador más influyente en la paleoantropología mundial, por ser el director de las excavaciones en Dmanisi.

    Lordkipanidze, discípulo de Leo Gabunia, se ha formado en Tbilisi, Moscú, Berlín, París y Madrid y llama la atención por sus grandes dotes organizativas y de liderazgo. Personalmente, destacaría su capacidad de observación, negociación y persuasión. Provisto de un gran olfato para el trabajo de campo, heredado de su padre el gran arqueólogo Othar Lordkipanidze, es sabedor de su responsabilidad ante la historia y ante una jovencísima nación, que quiere aprovechar la espectacularidad de Dmanisi para «hacer país» formando a sus jóvenes profesionales al máximo nivel científico y generando recursos culturales. Algunos de ellos han colaborado en nuestras excavaciones en Pinilla del Valle poniendo de manifiesto su valía profesional y humana.

    También desde la dirección de los museos estatales de Georgia está haciendo una gran labor en procura de un país emergente, pero con un capital humano repleto de ilusiones, ideas y talento a raudales.

    Comprendo muy bien por qué Jordi admira tanto a Dato, admiración y amistad que compartimos.

    Y ahora hablemos del libro.

    El texto consiste en un recorrido por la evolución de los homínidos con algunas peculiaridades que lo hacen especialmente novedoso.

    Desde luego, cabe destacar la atención que se presta a la evolución de los mamíferos y de los primates, donde encaja Homo como un género más del reino animal al presentarse en paralelo con la evolución del resto de géneros. Por cierto, que esta evolución del resto de los mamíferos durante el Pleistoceno europeo y, sobre todo, en lo que a los roedores se refiere, constituye una verdadera síntesis actualizada de lectura necesaria para quien quiera adentrarse en la comprensión del entorno biológico en que fuimos mutando los homínidos.

    Destaca también la actualización del texto que presenta hallazgos tan recientes como Pierolapithecus, descubierto por el equipo del Instituto Miguel Crusafont, u Homo floresiensis que nuestros autores aceptan como una evolución insular de Homo erectus, según la tesis de sus descubridores.

    El tema central del libro es el poblamiento europeo por parte de los homínidos y, lógicamente, las referencias fundamentales son el yacimiento de Dmanisi (Georgia) y los de Orce (Granada, España).

    El yacimiento georgiano bajo la ciudadela medieval que Lordkipanidze y su equipo, entre otros Agustí, vienen excavando desde sólo hace algo más de una década, es clave para entender la salida humana de África y el poblamiento euroasiático. Pero es, además, en mi opinión, el yacimiento más fascinante que actualmente se estudia en relación con la evolución humana. Los cuatro cráneos completos de Homo georgicus, con muchos otros restos humanos (entre otros la mandíbula D-2.600 que claramente pertenece a una cosa distinta aún indeterminada), en un contexto geológico claro, con un acompañamiento faunístico coherente y una cronología contrastada, hacen de Dmanisi un verdadero unicum en la investigación paleoantropológica.

    Desde el punto de vista cultural, puede decirse que la industria lítica, y hemos tenido la oportunidad de apreciarlo personalmente, es la que esperaríamos encontrar en un yacimiento como éste. Hasta la presencia de un ejemplar humano desdentado y con los alvéolos reabsorbidos, da pie a pensar en el primer caso, testificado fósilmente, de cooperación solidaria. En fin, el sueño de todo investigador dedicado a estos temas.

    Junto a Orce, en la cuenca de Guadix-Baza, el Olduvai europeo, bajo la dirección de Jordi Agustí, Isidro Toro y Bienvenido Martínez Navarro, se han excavado tres importantes yacimientos, Venta Micena, Fuente Nueva y Barranco León, los dos últimos con industria lítica en lo que supone la muestra de presencia humana más antigua al oeste del Cáucaso, es decir, en el otro extremo de Europa.

    Nuestros autores se plantean la posibilidad, que no descartan, de que en momentos de máximo frío, entre 1,5 y 1,3 millones de años, se hubiera producido un paso desde África hasta la península Ibérica a través no del estrecho de Gibraltar, sino 20 kilómetros al oeste, entre Punta Camarinal y Tánger.

    La idea del paso por el estrecho se ha aceptado o desechado según qué autores, aunque el no paso imperante está siendo desestabilizado por la distribución geográfica de yacimientos arqueológicos en toda Europa, a partir del medio millón de años, y sólo en su zona occidental, donde las industrias del Achelense tienen características netamente africanas, según los análisis de Manuel Santonja y otros.

    Nuestros autores prestan un especial interés a los yacimientos del Pleistoceno inferior, incluida la presencia de Homo antecessor, descubierto por primera vez en el estrato Aurora del nivel VI de la Gran Dolina, en la Sierra de Atapuerca (Burgos), y especie a la que Giorgio Manzi también atribuye el cráneo de Ceprano (Italia). Agustí y Lordkipanidze interpretan a Homo antecessor como un posible descendiente con modificación de sus abuelos orientales frente a la tesis africanista. Las últimas investigaciones del equipo de Atapuerca (PNAS, 19 de abril de 2005) basadas en una mandíbula descubierta en 2003, apuntan en esa misma dirección.

    Recuerdo ahora la anécdota que me contó Emiliano Aguirre cuando vio la primera mandíbula humana de Dmanisi. Se la mostró otro venerable paleoantropólogo, Leo Gabunia, al que está dedicado el presente libro. El investigador georgiano se había trasladado al congreso de Francfort, en 1991, acompañado de Abesalom Vekua y David Lordkipanidze para presentar su hallazgo que pasó bastante desapercibido para los científicos, enfrascados como estaban en el debate sobre la frontera del género Homo. Gabunia llevó a Aguirre a la habitación de su hotel para mostrarle, abriendo una pequeña caja de madera, la primera mandíbula dmanisiense, que con el tiempo ha revolucionado todas las ideas sobre el poblamiento euroasiático.

    Los arqueólogos, mucho más positivistas y pacatos que los paleontólogos, no dejamos de sorprendernos con la capacidad hipotético-deductiva de nuestros colegas. Una simple mandíbula humana, aún a sabiendas de la gran variabilidad intraespecífica, el dimorfismo sexual, las etapas de crecimiento, la presencia de patologías, etcétera, puede cambiar tantas cosas. Y llevaban razón, los hallazgos posteriores ratificaron que se encontraban ante un descubrimiento excepcional.

    Por todo ello, esa capacidad que poseen los paleontólogos sabios que les lleva a inferir conocimientos tan atrevidos, convenientemente contrastados con el vuelo rasante de los arqueólogos, nos permite reconstruir un mundo —ahí están las excelentes ilustraciones de Mauricio Antón— tan lejano como apasionante. Sólo el rigor científico de Agustí y Lordkipanidze, aderezado con toda amenidad, nos transporta como «diablos cojuelos» a lugares y tiempos remotos para saber de dónde venimos y entender quiénes somos.

    ENRIQUE BAQUEDANO

    Director del Museo Arqueológico Regional

    de la Comunidad de Madrid

    PRÓLOGO

    Este libro, cuyo subtítulo evoca el largo periplo del joven Marco de los Apeninos a los Andes, trata de una epopeya todavía mayor. De la cuenca del lago Turkana en Kenya a los imponentes relieves del Cáucaso median más de 4.000 km. Ciertamente, se trata de una distancia bastante menor que la que tuvo que cubrir el pequeño italiano hasta los confines de Suramérica en pos de su madre. Y, sin embargo, superar el largo trecho que separa las sabanas de Kenya de los escarpados relieves de Georgia constituyó un episodio clave en la evolución de nuestros ancestros, hace cerca de dos millones de años. Los primeros homínidos bípedos se originaron en África hace unos seis millones de años, a partir de un grupo de primates que otrora habían proliferado por toda Eurasia. Una crisis ambiental profunda acabó con la mayor parte de ellos, quedando desde entonces confinados al continente africano, cuna de todas las humanidades. Y en este último continente transcurrió la mayor parte de la evolución de nuestro grupo, hasta que hace poco menos de dos millones de años una pequeña fracción de estos homínidos acertó a adentrarse en las vastas tierras al norte del Sahara. Fue este un paso decisivo que marcó la evolución posterior de nuestra especie y también del planeta.

    Este libro trata precisamente de ese acontecimiento único, de cómo una especie de características excepcionales, hasta aquel momento confinada en África, emprendió aquel largo viaje que la llevaría de una punta a otra de Eurasia, desde los lejanos bosques tropicales de Extremo Oriente hasta las resecas estepas del sur de España. Entre Marco y aquellos remotos homínidos media algo más que los casi dos millones de años que han transcurrido desde entonces. Media la enorme distancia que nos separa de un homínido dotado de escaso cerebro (menos de la mitad del volumen del nuestro) y de una tecnología basada en unos pocos guijarros toscamente golpeados. Y, sin embargo, armados con tan exiguo bagaje, estos homínidos protagonizaron la primera gran emigración de la humanidad.

    Pero, como hemos apuntado, ese viaje viene marcado por una escala especialmente significativa: el sur del Cáucaso. Hasta no hace mucho, poco era lo que sabíamos de aquellos remotos parientes que se asomaron por vez primera fuera de África. Esta situación cambió a principios de la década de los noventa del pasado siglo cuando, inesperadamente, un yacimiento extraordinario comenzó a proporcionar los primeros restos directos de estos primeros europeos. Los hallazgos realizados desde entonces en el yacimiento de Dmanisi, en la República de Georgia, han proporcionado una apabullante cantidad de información sobre cómo eran y en qué entorno vivieron estos primeros emigrantes fuera de África. Estos descubrimentos están revolucionando las ideas que hasta hace un tiempo se tenían sobre estos primeros pobladores de Eurasia.

    El yacimiento de Dmanisi comenzó a liberar sus tesoros paleontológicos a principios de la década de los noventa y, tanto por el número de restos que hasta ahora ha proporcionado como por el excelente estado de conservación de los mismos, se ha convertido en un enclave excepcional a la hora de analizar las primeras fases de la evolución de nuestro propio género a dos millones de años vista. La presencia de cráneos y mandíbulas completos, de abundantes partes esqueléticas, todo ello acompañado de una abundante fauna, de herramientas y de un contexto geológico bien calibrado, sitúan a Dmanisi y el resto de yacimientos georgianos al nivel de otros yacimientos africanos de edad parecida, como los del lago Turkana, en Kenya. En este sentido, Dmanisi encuentra su contrapartida perfecta en el otro extremo del Mediterráneo, con los yacimientos de Atapuerca y Orce. Aunque más recientes que los de Dmanisi, estos yacimientos plantean la misma problemática sobre la primera ocupación humana del Mediterráneo. Dmanisi, Atapuerca y Orce configuran algo así como una especie de «triángulo de las Bermudas» en el esquema de las primeras dispersiones humanas fuera de África, a la manera de las tres ciudades mágicas de Arkham, Dunwich e Insmouth del universo lovecraftiano.

    Aunque centrada en Dmanisi y en el tema de las primeras migraciones humanas fuera de África, no hemos renunciado en esta obra a reflejar nuestra visión del antes y del después de este importante evento del género humano. El libro, por tanto, intenta dar cuenta del conjunto de la evolución humana desde los albores de los primates hasta la expansión global de nuestra propia especie, Homo sapiens. En este sentido, como cualquier manual de paleontología humana, aspira a contentar a todos aquellos que deseen obtener una visión actualizada del proceso. Además, los hallazgos de Dmanisi serían difícilmente comprensibles para el lector sin un repaso previo de sus antecedentes y de las consecuencias posteriores de la primera salida del continente africano.

    Pero los grandes eventos de la historia de la vida no se producen en el vacío, no suceden así como así. Por el contrario, todos ellos tienen lugar en el seno de unas circunstacias ambientales concretas, dentro de un entorno ecológico que a veces se erige en motor principal de tales eventos y condiciona su evolución futura. La primera dispersión humana fuera de África no constituye una excepción a esta regla y es por ello que en este libro se ha querido prestar una atención preferente al contexto biológico en el que se ha desarrollado esta parte de nuestra evolución. Como el lector apreciará en los diversos capítulos, los protagonistas no son sólo los homínidos que se aventuraron más allá del continente africano, sino también las decenas de especies animales que los acompañaron a lo largo de su evolución. Este enfoque tiene una contrapartida poco amable para el lector y es que, con frecuencia, el texto se ve inundado por una profusión de nombres en latín, que son los que los paleontólogos utilizamos para nombrar a los diferentes géneros y especies que tapizan la evolución de los homínidos (ellos mismos, con sus correspondientes nombres y apellidos en latín). Hace cerca de 300 años, el naturalista sueco Carl von Linné estableció el sistema de taxonomía biológica que todavía hoy empleamos. En este sistema jerárquico, las especies son agrupadas en géneros, siendo ambos, género y especie, escritos en la lengua culta de la época, el latín. La profusión de nombres en latín se deja notar especialmente en el primer capítulo de este libro. No podía ser de otra manera, si se quieren sintetizar más de 50 millones de años de evolución de los primates en unas pocas páginas. El lector puede obviar esta primera parte, si así lo desea, sin que la comprensión del resto de la obra se resienta. De todos modos, le animamos a no ahorrarse esta compleja parte de la historia de la Tierra. Al fin y al cabo, tras cada nombre en latín palpita la vida de una especie cuyo registro biológico hemos perdido para siempre pero que, en su día, constituyó una pieza clave de su entorno. En cualquier caso, cuando ha sido posible, hemos tratado de castellanizar el nombre a fin de aproximarlo al lenguaje común. En algunos casos, ello ha entrañado ciertas dificultades. Por ejemplo, los componentes de nuestra especie hermana Homo neanderthalensis pueden ser referidos simplemente como «neandertales» o como «hombres de Neanderthal» (en este último caso se conserva la hache del topónimo original en Alemania). En fin, la profusión de términos en latín en algunas partes del texto no constituye más que una expresión modestísima de la extraordinaria diversidad biológica de un pasado al que este libro pretende rendir homenaje.

    Naturalmente, una obra de este tipo es deudora de la interacción con un gran número de colegas cuyo contacto diario o intermitente ha influido decisivamente en las ideas que en ella se expresan. Hemos de mencionar, en primer lugar, al conjunto de colegas del equipo internacional de Dmanisi, al que nos unen largas horas de trabajo en común: Abesalom Vekua, Jumber Kopaliani, Reid Ferring, Philip Rigthmire, Gocha Kiladze, Alex Mouskhelishvili, Medea Nioradze, Marcia Ponce de León, Marta Tappen, Cristopher Zollikofer, Mark Meyer y tantos otros con los que, campaña tras campaña, hemos compartido emociones y fatigas. Uno de nosotros, Jordi Agustí, está también en deuda con sus compañeros del equipo del proyecto «Ocupaciones humanas en el Pleistoceno inferior de Guadix-Baza», que excava los yacimientos de Orce, entre los que destacan Isidro Toro, Bienvenido Martínez Navarro y Oriol Oms, quienes han compartido con nosotros una parte de la información contenida en el capítulo 5. Jordi Agustí está así mismo en deuda con los compañeros del Instituto de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona que le han acompañado en diversas ocasiones en su periplo georgiano, como Toni Adell, Manel Llenas y Marc Furió. A esta última corporación queremos agradecerle el soporte tanto en medios económicos como materiales que ha venido prestando en los últimos años. Las láminas en color correspondientes a las reconstrucciones de paisajes del Eoceno, del Mioceno medio y de los felinos del Neógeno forman parte de los fondos del mencionado Instituto de Paleontología M. Crusafont. La figura 5.4 ha sido elaborada a partir de otra publicada por Paul Louis Blanc y procede de los estudios en la zona de Gibraltar desarrollados por SECEG S.A. National Geographic y la Fundación Leakey han soportado así mismo las excavaciones en Dmanisi. La presencia hispánica al otro lado del Mar Negro se ha benefiado también de las ayudas obtenidas del Departamento de Universidades e Investigación de la Generalitat de Catalunya y de la Fundación Duques de Soria. Por supuesto, este libro se ha enriquecido a partir del contacto con numerosos compañeros y amigos en los quehaceres paleontológicos y arqueológicos, como Juan Luís Arsuaga, Enrique Baquedano, Ofer Bar-Yoseph, José María Bermúdez de Castro, Eudald Carbonell, Francis Clark Howell, Lorenzo Rook o Robert Sala. En esta obra nos hemos permitido incluso disentir con los puntos de vista de algunos de ellos, sabedores de que una pequeña discrepancia científica no puede nublar una amistad de muchos años. También puede constituir un nuevo acicate para reencontranos una vez más y continuar un diálogo que en algunos casos se ha prolongado durante años. Nuestro recuerdo para Leo Gabunia, fallecido cuando el proyecto de Dmanisi levantaba el vuelo, y alma del mismo hasta que nos dejó. A pesar de los éxitos posteriores, su pérdida sigue siendo irreparable y, su vacío, imposible de llenar.

    Por razones de estilo, uno de los autores de este libro, Jordi Agustí, se ha visto en la necesidad de utilizar la primera persona para referirse a determinadas vivencias y sensaciones que han tenido lugar durante su periplo georgiano. Aunque referidas al punto de vista de uno de los autores, hay que señalar que los dos nos sentimos solidarios de estas vivencias.

    Finalmente, un comentario. Esta obra no tiene final o, si lo tiene, es un final abierto, tal como se muestra en el epílogo. Del yacimiento de Dmanisi sólo ha aflorado una pequeñísima parte de la información que yace en sus capas. Y otros yacimientos más antiguos de Georgia, como Diliska o Kvabebi, aguardan su turno. Además, las derivaciones futuras de hallazgos como los de Dmanisi están todavía por ver. No hace mucho salían a la luz los sorprendentes homínidos de la isla de Flores. Con menos de 30.000 años de antigüedad, estos pequeños moradores isleños demuestran que la estirpe de Dmanisi pudo persistir durante más de un millón de años en las remotas selvas de una pequeña isla de Extremo Oriente. La realidad, testaruda, demuestra que la evolución ha ido siempre más allá de nuestras propias ideas sobre ella. En el futuro no cabe duda de que nuevos hallazgos en Dmanisi y en otras regiones del mundo obligarán a replantearnos, de nuevo, nuestra visión de la evolución humana.

    JORDI AGUSTÍ

    DAVID LORDKIPANIDZE

    Barcelona-Tbilisi, marzo de 2005

    022.jpeg

    División de la Era Cenozoica en períodos y épocas. Las cifras a la derecha indican millones de años hasta la actualidad.

    1

    OSCUROS ORÍGENES

    Nuestro relato comienza muchos millones de años atrás. El planeta acababa de atravesar una de las peores crisis de su historia. Hace 65 millones de años, un bólido de unos 10 km de diámetro impactó en aguas cercanas a lo que hoy es la península de Yucatán, en México, creando un cráter de más de 150 km de diámetro e inyectando en la atmósfera una nube letal de polvo y cenizas. Como consecuencia, cerca del 70 % de las especies vivientes se extinguieron sin remisión. En los océanos, numerosos microorganismos planctónicos (foraminíferos, algas microscópicas...), moluscos (diversos bivalvos y cefalópodos extintos como los ammonites y los belemnites), así como una variada fauna de reptiles marinos (plesiosaurios, ictiosaurios y grandes lagartos marinos de la familia de los mosasaurios) llegaron súbitamente a su fin. En tierra firme, los ecosistemas terrestres se vieron sacudidos por la extinción de los últimos dinosaurios, en su mayoría enormes vegetarianos comedores de hojas como el ceratopsio Triceratops, los hadrosaurios Anatosaurus y Edmontosaurus o los titanosaurios Saltasaurus e Hypselosaurus, pero también sus depredadores asociados, los «pequeños» Dromaeosaurus y Velociraptor o el enorme Tyrannosaurus. Ningún animal terrestre de más de 25 kg sobrevivió a la crisis que asoló la Tierra hace algo más de 65 millones de años. Por el contrario, otros vertebrados que habían iniciado su andadura millones de años antes atravesaron esta terrible prueba sin grandes pérdidas. Éste fue el caso, por ejemplo, de ranas, salamandras, tortugas y cocodrilos. Junto a estos supervivientes se encontraban también diversos grupos de mamíferos placentarios, es decir, mamíferos que, como nosotros, estaban dotados de una placenta que permitía la gestación de las crías inmaduras en el seguro resguardo de la madre, a diferencia de otros vertebrados terrestres, como los reptiles, las aves o los mamíferos monotremas, en los cuales las crías se desarrollan a la intemperie en el interior de un huevo.

    LOS PLESIADAPIFORMES

    Una imagen muy extendida de la crisis de finales de la Era Mesozoica tiende a presentar a los mamíferos como un grupo que sólo empezó a diversificarse y a tener algún éxito «apreciable» a partir de la extinción de los dinosaurios. Pero esta imagen forzada por la dinomanía no se ajusta exactamente a la realidad. Antes de la extinción de los dinosaurios, diversos grupos de mamíferos habían iniciado ya su diversificación, sobrepasando el humilde estadio de «musaraña» que en general se atribuye a los representantes de este grupo en el Mesozoico. Entre ellos se encontraban los primeros ungulados (es decir, los primeros antepasados de todos los grandes herbívoros actuales) y, curiosamente, las primeras formas próximas a nuestro propio orden, los primates. Todos ellos lograron superar la gran crisis de hace 65 millones de años sin pérdidas apreciables, aunque no procede cantar victoria tan rápido. Así, algunos grupos de mamíferos, y más concretamente nuestros parientes marsupiales, estuvieron a punto de extinguirse sin remisión: un único género sobrevivió a la catástrofe, siendo el padre común de formas como los actuales koalas, canguros, zarigüeyas y semejantes. Pero no fue éste el caso de Purgatorious y su cohorte, los plesiadapiformes, primeros eslabones de la cadena que, muchos millones de años después, lleva hasta nuestros orígenes.

    Los plesiadapiformes toman su nombre de Plesiadapis, el más común y mejor conocido miembro de este grupo, del que se conservan varios cráneos y esqueletos parcialmente completos en diversos yacimientos del Paleoceno (el primer período de la Era Cenozoica, más conocida como «edad de los mamíferos»). Sin embargo, cualquiera que hubiese contemplado a este grupo en su entorno, difícilmente habría reconocido en ellos a la semilla de los actuales antropoides. El cráneo de Plesiadapis se parecía más por su diseño al de un roedor que al de un auténtico primate, con un largo morro armado en su extremo anterior de un par de potentes incisivos en forma de cincel y separados del resto de piezas dentarias por un espacio vacío llamado «diastema». Además de su largo morro, los plesiadapiformes mantenían una serie de rasgos arcaicos, como es la posesión de manos y pies con garras en lugar de uñas planas y un primer dedo del pie (o «hálux») no oponible —a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte de primates... ¡excepto en nosotros!—. En lugar de primates, a nuestro imaginario observador este grupo de mamíferos arborícolas se le habrían antojado más bien ardillas, corriendo y saltando de rama en rama en las copas de los árboles más altos, ayudados de sus miembros flexibles y de sus largas colas. ¿Qué movió, entonces, a los paleontólogos del siglo XX a identificar a estos arcaicos placentarios como los primeros eslabones de la cadena que lleva al ser humano? Pues la presencia en ellos de una serie de caracteres dentarios que los diferencian de los otros grupos de mamíferos primitivos y que parecen anunciar las tendencias que luego desarrollarán los primates propiamente dichos: grandes incisivos centrales, segundos premolares con aspecto de molar, cúspides de premolares y molares bajas, últimos molares alargados y otros más.

    025.jpeg

    FIG. 1.1. Reconstrucción del esqueleto de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1