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El último viaje de la humanidad: Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie
El último viaje de la humanidad: Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie
El último viaje de la humanidad: Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie
Libro electrónico287 páginas4 horas

El último viaje de la humanidad: Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie

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Información de este libro electrónico

La astronomía, la biología y la historia se anudan con el propósito de analizar la identidad de una especie tecnológica que debe mirar más allá de las fronteras de su propio mundo para sobrevivir y volver a descubrirse a sí misma.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 feb 2023
ISBN9789878461816
El último viaje de la humanidad: Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie

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    El último viaje de la humanidad - Javier Gullo

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    El último viaje

    de la humanidad

    Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie

    Javier Gullo

    El último viaje de la humanidad. Una historia del devenir de la vida y del ocaso de la especie

    Javier Gullo

    Tapa: Mariana Cravenna

    Diagramación: Paihuen

    Corrección: Silvina Crosetti

    © Editorial Maipue, 2023

    Tel/Fax: 54 (011) 4624-9370 / 4458-0259

    Zufriategui 1153 (1714) – Ituzaingó

    Pcia. de Buenos Aires – República Argentina

    Contacto: promocion@maipue.com.ar / ventas@maipue.com.ar

    www.maipue.com.ar

    Libro de edición argentina.

    No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

    Índice

    Introducción

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1. Génesis T

    Silencio Bruno

    Resistencias

    Genealogías

    Génesis múltiples

    Capítulo 2. Solos en el universo

    Vida tecnológica más allá de la Tierra

    El vecindario vacío

    Más allá de la evidencia

    Mensajería interestelar

    Capítulo 3. Conquistadores

    Una especie expansiva

    Una cuestión química

    El excedente

    Extraños en tierras extrañas

    Al encuentro de un desconocido

    Carácter

    Silencio en la playa

    SEGUNDA PARTE

    Capítulo 4. El ascenso de la sociedad tecnológica

    Suspiro

    El dios futuro

    Un mundo de burgueses

    El impacto de la revolución capitalista

    Capitalismo B

    Un tren fuera de control

    Capítulo 5. El próximo salto evolutivo

    Atravesando fronteras

    Tiempo

    Espacio

    Reproducción

    Terraformar

    Plan I

    Un viaje biopsicodélico

    Singularidad

    Proyección

    Capítulo 6. La parábola de la tecnología

    El omega

    Bibliografía

    A Paula, mi esposa, con quien aprendí tantas cosas y compartimos el amor por los libros.

    A Bruno y Manuel, mis hijos, que con su vida llenaron de sentido la mía.

    Introducción

    I

    Próxima b es un exoplaneta que orbita a la estrella Próxima Centauri, a poco más de cuatro años luz de distancia de la Tierra. De acuerdo a las estimaciones de los astrónomos, Próxima b se encuentra en la zona de habitabilidad de su sistema, es decir que cuenta con condiciones que podrían permitir la existencia permanente de agua en estado líquido. Aunque la distancia entre Próxima b y su estrella es mucho menor que la que separa a la Tierra del Sol, Próxima Centauri es un tipo de estrella más pequeña y fría que la nuestra, por ello algunos astrónomos estiman que el planeta podría tener condiciones para albergar la vida tal como la conocemos. Si por algún motivo tuviéramos que evacuar nuestro planeta y buscar un nuevo hogar, Próxima b podría ser un buen candidato para recibirnos. Aunque hay algunos detalles que debemos tener en cuenta.

    Próxima b siempre le muestra la misma cara a su estrella, en un fenómeno semejante al que ocurre entre la Tierra y la Luna. Eso se traduce en que mientras un hemisferio se mantiene en una oscuridad perpetua, el otro ofrece días ininterrumpidos. Los humanos que allí llegaran deberían hallar un punto estratégico entre la luz y la oscuridad que les permitiera desarrollar actividades para el sustento de la vida. Otro dato que debemos tener en cuenta es que, aunque en términos astronómicos la distancia que separa a nuestro hogar de Próxima b es relativamente corta, en términos humanos es literalmente una eternidad. Con la tecnología actual, una nave enviada desde la Tierra tardaría 75.000 años en llegar hasta Próxima b: prácticamente el tiempo en el que se desarrolló la totalidad de la historia de nuestra sociedad.

    Hace 75.000 años la humanidad se encontraba en el Paleolítico Medio, una etapa del pasado en la que en nuestro planeta todavía coexistían diferentes grupos humanos, entre los que se destacaban los neandertales, los denisovanos, y, por supuesto, los Homo sapiens. Estos últimos conformaban grupos reducidos que se movían en manada persiguiendo presas y recogiendo frutos y plantas por las latitudes de África y Asia. Su tecnología era rudimentaria y apenas un poco más avanzada que la que utiliza hoy un pájaro para construir su nido. Si alguna forma de vida alienígena que nos hubiera conocido entonces retornara hoy a nuestro planeta, se llevaría una sorpresa al ver que aquellos animales débiles y sin muchas ventajas físicas pudieron, sin embargo, convertirse en la especie dominante en este mundo. Cómo ocurrió eso y por qué los otros grupos humanos se extinguieron sigue siendo materia de discusión. Aunque estas respuestas deben rastrearse decenas de miles de años atrás en el tiempo, sus implicancias repercuten directamente en el devenir de la última especie humana. ¿Por qué nosotros sobrevivimos y ellos no? Y, sobre todo, cuando decimos nosotros, ¿a qué nos referimos concretamente? ¿Acaso los Homo sapiens hemos clausurado la evolución y seremos esto que somos hasta el final?

    Por supuesto, aunque nos pese habrá un final. Científicos y activistas nos lo recuerdan todos los días. Lo leemos en los diarios, lo vemos en la televisión. Nos acongojamos durante varios minutos frente al vértigo que nos produce la conciencia de saber que habrá un final. Suficientes angustias enfrentamos por el hecho de saber que como individuos la muerte nos alcanzará algún día. Pero cuando esa idea abarca al colectivo, la presión se vuelve insoportable, tanto que, casi como un acto reflejo, decidimos meter el polvo bajo la alfombra para regresar a la rutina cotidiana y dejar ese problema inabarcable escondido para que otros lo resuelvan. En definitiva, no importa cuánto daño se esté provocando en los ecosistemas de la Tierra, los mismos científicos que nos avisan del fin del mundo están encontrando exoplanetas en los que podremos vivir. Pero, cuando por fin hallemos el mundo gemelo de la Tierra, otros dilemas se pondrán en evidencia: ¿quiénes viajarían allí?, ¿cómo, de qué manera este empaque débil (nuestro cuerpo) podría resistir un viaje interestelar?, ¿cuáles son las respuestas que podemos considerar hoy para resolver esa limitación?, ¿seremos los humanos quienes por fin logremos expandirnos por la galaxia o será una versión evolucionada de nosotros?

    Un rato antes de la medianoche, la humanidad se mira al espejo. Examina las marcas que el tiempo provocó en su rostro y descubre que ya no es quien solía ser. Apaga las luces. Sale al balcón para mirar las estrellas. Piensa en el fin y en el principio. Y en ese acto anómalo, reiterado durante miles y miles de años, ensaya las mismas preguntas que ya se hizo tantas veces. ¿Qué hay allí? ¿Llegaremos algún día o nos extinguiremos antes? ¿Dónde están todos?

    II

    A la distancia el pasado se presenta dotado de una apacible quietud. Cuanto más retrocedemos en el tiempo más lento parece volverse todo. Sin embargo, esa percepción distorsionada es el producto de un problema estrictamente físico de velocidades relativas:

    Un hombre conduce una Ferrari por la ruta a 280 kilómetros por hora. En su aceleración, supera a decenas de vehículos que se desplazan a la modesta velocidad de 100 kilómetros por hora. El hombre de la Ferrari mira su retrovisor y piensa qué lentos se mueven esos vehículos, pero los conductores de aquellos automóviles también están experimentando la adrenalina de la velocidad, y el conductor de la Ferrari ignora si hay alguien por allí circulando mucho más rápido que él. Cuando asomamos la cabeza hacia el pasado por la ventana del siglo XXI, el efecto producido es semejante.

    La nuestra es una sociedad de máquinas. Parece un dato superficial, pero uno de los elementos que distingue a la humanidad del resto de los animales es su capacidad de crear objetos y mecanismos dinámicos diseñados para desarrollar tareas. Los seres humanos construyen herramientas desde sus orígenes. Otras especies humanas, precursoras del Homo sapiens, también inventaron objetos para volver más efectivas sus tareas diarias, pero la fortuna de nuestra especie le permitió ser la única sobreviviente para demostrar que además de sencillos instrumentos de piedra, o hueso y madera, los humanos podían desarrollar máquinas voladoras, telégrafos o cafeteras de cápsulas. El desarrollo de inventos y dispositivos se aceleró, sin embargo, en un momento único de nuestra historia que comenzó hace aproximadamente 300 años. Para quienes están demasiado involucrados en su presente absoluto y no pueden levantar la mirada de la pantalla de su teléfono móvil, no es tan evidente el hecho de que la sociedad ultratecnológica en la que viven representa solo un suspiro en la historia total de la humanidad y mucho menos en el devenir del cosmos. La evolución viene realizando su tarea desde hace millones de años y las estructuras, todas las estructuras, fueron transformándose hasta llegar a sus características actuales. Pero, aunque las teorías de biólogos, sociólogos o economistas explican estos procesos, la mayoría de las personas no aprecian la dinámica de la historia, no se preguntan cómo llegamos hasta aquí ni hacia dónde nos dirigimos.

    El conjunto de la especie parece sufrir algún tipo de histeria colectiva. A todos nos preocupa nuestro futuro individual; en consecuencia, tomamos decisiones para alcanzar un devenir de bienestar: estudiamos, trabajamos, cuando se puede ahorramos dinero en bancos o realizamos inversiones en negocios prometedores. Pero al mismo tiempo concebimos el futuro colectivo como un vendaval irrefrenable, un lugar atemporal, como si nada o nadie tuviera la responsabilidad de tomar el volante y darle una dirección. El porvenir se presenta entonces como un espejo negro donde las respuestas a todo se reflejan emulando un acto de magia o de fe: en 20 años se perderán muchos empleos a causa de la inteligencia artificial, el hambre seguirá incrementándose en África, en 50 años viviremos en Marte. Sin embargo, esa especie desinteresada y vanidosa continúa ensimismada en otra clase de preguntas y el espejo negro responde, como a la bruja, que no: Ya no eres la más bonita del reino. Incluso Blancanieves aprendió que el futuro no era sinónimo de destino y que podría cambiarse, para bien o para mal.

    La humanidad está en viaje. Viaja por el cosmos y vaga por el desierto hace 40 años. Confía que al final del recorrido espera la tierra prometida. Mientras camina redescubre fragmentos de su historia hurgando silenciosamente en su pasado más remoto. Se enfrenta a un encuentro inminente, acaso el más relevante de su vida, y para ello consulta con profesionales de distintas disciplinas. Sospecha que deberá tomar decisiones trascendentales. Importan las respuestas que se puedan obtener de las distintas ciencias, pero lo más relevante, hoy, son las preguntas que debemos realizar. ¿Quiénes somos? ¿Hacia dónde vamos?

    En El último viaje de la humanidad, la astronomía, la biología, y fundamentalmente la historia, entre otras disciplinas, se anudan con el propósito de analizar la identidad de una especie tecnológica que precisa mirar más allá de las fronteras de su propio mundo para volver a descubrirse a sí misma.

    Bienvenidos a bordo.

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    Génesis T

    Silencio Bruno

    El principio de causalidad establece que todo acontecimiento tiene una causa. Esto es evidente cuando la profesora de Historia expone a su clase los procesos que se conjugaron para dar origen a la Primera Guerra Mundial o cuando explica la disolución del Imperio romano. Pero lo cierto es que no solo los hechos magnánimos de la historia humana, sino todos los hechos y acontecimientos, por más minúsculos que sean, tienen un origen y una o varias causas. Usted que está leyendo, el libro que se encuentra entre sus manos, el asiento sobre el que está sentado, la luz que le permite visualizar el código en el papel y todo, todo lo que existe en el mundo, fue precedido por uno o varios sucesos. Pero a medida que retrocedemos por el árbol de la historia, las ramas se vuelven más gruesas, las causas y las circunstancias se van anudando para construir momentos de coyuntura, situaciones de cambio, revoluciones y eventos fundantes.

    La lógica del principio de causalidad nos puede llevar cada vez más atrás en el tiempo, hasta llegar a situaciones troncales: la construcción de sociedades estatales, el desarrollo de la agricultura, el nacimiento de las primeras especies humanas, la aparición de los vertebrados, las primeras formas de vida. Todos estos procesos fueron también engendrados por sus propias causas. Si somos coherentes y seguimos retrocediendo en la cadena de causalidad, en algún momento vamos a llegar a las partículas elementales: el origen del universo, del espacio y el tiempo, o aquello que los científicos denominan Big Bang. Es curioso pensar que esa concentración de gases y energía latente, antes del tiempo y antes del espacio, dispararía los engranajes del origen de cada hecho trascendente que conocemos, y que todos estaban contenidos en esa conjunción singular. Allí, en ese acto fundacional, estaban presentes estrellas, galaxias y planetas. Allí también latían el corazón de Carlomagno y las campañas libertadoras de Simón Bolívar, el desembarco en Normandía y la sonrisa del niño que juega ahora en la plaza de su barrio en algún rincón del mundo.

    Nadie, ni siquiera el más astuto de los científicos, puede explicar a ciencia cierta el origen de esa acumulación de elementos que en algún momento estalló para dar inicio a todo. Por eso, el principio de causalidad puede ser utilizado por las personas de fe para dar un sustento racional a la existencia del Dios creador, el Alfa (y el Omega). ¿De dónde salió el Big Bang? Por supuesto, Dios lo puso ahí. San Agustín, muy preocupado en sus Confesiones, se preguntaba qué hacía Dios antes de crear el tiempo y el universo. Muchas personas, antes y después que él, se hicieron la misma pregunta y no encontraron respuestas.

    Pero el principio de causalidad, en realidad, solo nos puede llevar hasta el Big Bang; ubicar a Dios antes, como causa, parece más un reflejo humano que utiliza y ha utilizado lo sobrenatural para explicar las cosas que desconoce o ignora. De hecho, el principio de causalidad presenta algunos inconvenientes cuando nos remitimos al Big Bang. Los fenómenos de causa y efecto son válidos en un universo conformado por materia y en donde rigen las dimensiones del tiempo y el espacio. Por definición, una causa antecede temporalmente a su efecto y, hasta donde sabemos, antes del Big Bang, el tiempo y el espacio no existían como los conocemos, y las leyes de la Física, o la Historia, no pueden aplicarse al horizonte de sucesos del gran estallido cósmico. Tal vez el universo no es más que la consecuencia de otro universo que lo precedió y engendró. O tal vez el Big Bang fue en realidad una explosión que se dio como producto del experimento de un par de frikis en un acelerador de partículas, ¿cómo podemos saberlo? En todo caso, la pregunta más terrible, agobiante e incomprensible que podríamos hacernos sería: ¿Y de dónde salieron los frikis, sus padres y sus abuelos? Si al final la respuesta vuelve a ser Dios, entonces, ¿quién creó a Dios?¹

    Existen preguntas que (todavía) no tienen respuesta, pero ello no significa que no debamos hacerlas. En el siglo XXI, a miles de millones de años del Big Bang, sostener nuestra curiosidad, profesar el cuestionamiento del mundo y sus porqués, no solo se presenta como un mandato social, sino, como veremos en este libro, constituye un acto vital y de supervivencia de la especie.

    El universo que conocemos se originó hace 13.800 millones de años. Es una cifra literalmente astronómica. Y es también una de las llaves para poder abordar una nueva perspectiva de la historia, y de su devenir.

    Desde su estallido inicial, el espacio no ha dejado de expandirse; y se estima que ese aumento del tamaño del espacio está atravesando un período de aceleración. La concentración de cúmulos de helio e hidrógeno dio origen a las estrellas. Tan solo 1000 millones de años después del Big Bang ya se habían conformado galaxias. Nuestro sistema solar se originó hace 4500 millones de años en la Vía Láctea, nuestra galaxia. Es un sistema joven si lo comparamos con el tiempo de vida total del universo. En ese entonces, no era la habitación ordenada que conocemos hoy. Los científicos no descartan que en la juventud del sistema hubiera más planetas orbitando alrededor de nuestro Sol que los que cualquier chico de cuarto grado reconoce en la actualidad, y que entre ellos se provocaran colisiones cuando sus trayectorias se cruzaron. En efecto, una de las teorías más aceptadas sobre el origen de nuestra Luna es la que sostiene que se creó a partir del choque de dos planetas: el planeta Theia y la Tierra primigenia.

    Nuestra imaginación es incapaz de trascender la seguridad de los miles de millones de años que nos separan de aquel evento, pero para quien quiera hacer el esfuerzo, solo permítase pensarse parado en medio de su vecindario viendo acercarse un objeto del tamaño del planeta Marte a toda velocidad. No existen palabras en nuestro vocabulario que puedan permitirnos describir lo horroroso, y a la vez alucinante, de aquel espectáculo. Esa limitación en nuestro vocabulario puede también darnos algunas pistas para comprender por qué nos es muy difícil abarcar con nuestros pensamientos las implicancias de los tiempos y las distancias astronómicas: el lenguaje humano es la respuesta a ciertas necesidades inmediatas que se desarrolló en simultáneo, junto a la evolución de la especie. Ante la amenaza de un depredador, los humanos primitivos adjudicaron un determinado sonido producido por el aire atravesando sus cuerdas vocales para alertar al resto de la manada. Hicieron lo mismo para transmitir sensaciones como las del hambre y la sed. Mucho más tarde, y en procesos que todavía están en discusión, aparecerían sonidos articulados más complejos para expresar la felicidad, la tristeza o el amor. Conforme transcurrió el tiempo, la capacidad de entender los espacios habitados, y las circunstancias que rodeaban a esos animales sin ventajas físicas aparentes, no solo habrán estimulado su imaginación, sino también la invención de palabras que describieran fenómenos distantes y abstractos. En parte, el hecho de que nuestro lenguaje hoy esté conformado por letras, símbolos, palabras, expresiones matemáticas y también emojis, entre otros, se debe a la necesidad de describir realidades y sensaciones que no son perceptibles a través de nuestros sentidos. Sin embargo, cuando en la actualidad se afirma que el sistema solar tiene 4500 millones de años, que un planeta que nadie jamás vio, chocó contra la Tierra y que producto de ese evento se originó la Luna, algunos humanos modernos han de experimentar sensaciones semejantes a las que podrían ataviar a sus ancestros más remotos frente a un eclipse, o el movimiento de marea. Pero lo más peculiar es que unos pocos cientos de millones de años después del impacto de Theia, cuando la Tierra se enfrió y se dieron ciertas condiciones, apareció la primera forma de vida en el planeta. Y en ello es necesario detenernos.

    En la actualidad, cuando pensamos en un nacimiento o en el origen de una nueva vida nos remitimos al principio de causalidad. El anuncio del embarazo de una prima, el nacimiento de una jirafa en cautiverio, o el crecimiento de una nueva planta en el jardín de la casa, invoca, consciente o inconscientemente, el entendimiento de su causa. El bebé humano, la nueva jirafa o la planta de tomates proceden de otros seres vivos que los han antecedido y engendrado. Podemos pensarlo y podemos racionalizarlo. Pero si queremos explicar el primero de los nacimientos en nuestro mundo y si somos fieles al principio de causalidad, la búsqueda tiene que remitirse mucho más allá. Antes que la jirafa y los humanos, antes que la planta de tomate y que todas las plantas, alguien o algo tuvo que ser el primero, ¿cómo pudo nacer si no había nada vivo antes que él? Cuando retrocedemos en la cadena de causalidades buscando al primer reproductor, a la primera forma de vida, a la primera célula que alguna vez debió surgir en algún sitio y por algún motivo, el camino se vuelve pedregoso, porque al recorrerlo se caen las cáscaras de la certeza y nos sentimos desnudos ante un dilema que trasciende todas las existencias. Y cuando la biología responde diciendo que probablemente todos nosotros seamos hijos de algo parecido a una bacteria, la cosa se pone todavía peor. En buena medida le debemos a Charles Darwin haber sentado las bases de este dolor de cabeza.

    La Tierra primitiva de hace 3800 millones de años

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