¿Seguimos evolucionando?
Decía el famoso divulgador científico Carl Sagan: “Somos el producto de 4,500 millones de años de evolución biológica fortuita y lenta. No hay razón para pensar que el proceso evolutivo se ha detenido. El hombre es un animal de transición”. ¿Somos cavernícolas con iPhone? ¿Se quedaron nuestros cuerpos y cerebros estancados en la Edad de Piedra? ¿Neutralizó la medicina a la selección natural? ¿Logró el Homo sapiens detener su propia evolución? Biólogos, paleontólogos, antropólogos, filósofos y comunicadores, con notables excepciones, sostenían hasta hace poco que los humanos ya no estamos evolucionando. Culturalmente sí, pero biológicamente no. Ya no nos afectan, decían, los procesos naturales que adaptan las poblaciones, las transforman y las diferencian. La cultura y tecnología son, para muchos pensadores, culpables del supuesto estancamiento evolutivo.
La idea es sencilla: el principal motor de la evolución es la selección natural, pero los humanos ya no estamos sometidos a sus caprichos. Como el motor no enciende, el vehículo se detiene.
La presión del entorno
Los seres vivos están sujetos a presiones selectivas. La selección natural acumula rasgos adecuados a las condiciones ambientales, en especial cuando el entorno varía. Un ejemplo clásico: antiguos osos pardos cambiaron el bosque por la tundra y las costas heladas. Allí, los de pelaje algo más claro se camuflaban y cazaban mejor; los de pies anchos y peludos no se hundían tanto en la nieve y resbalaban menos en el hielo; los de mayor corpulencia o mayor tendencia a acumular grasa conservaban mejor el calor… Al transcurrir las generaciones, los rasgos que hacían que unos osos sobrevivieran y se reprodujeran más que otros se fueron propagando y combinando, hasta dar lugar a lo que conocemos como
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