En el siglo iii antes de nuestra era, la península estaba habitada por diferentes pueblos (íberos, celtíberos, galaicos, lusitanos, cántabros y astures) y con buena parte de su territorio bajo el dominio militar de los cartagineses. A fines de ese siglo, y en pocos años —entre el 218 y el 206 a. C.—, fue enteramente conquistada por Roma, aunque tardase casi dos siglos más en ser dominada por completo.
LA ORGANIZACIÓN ROMANA
En este territorio, que pasaría a llamarse Hispania, las culturas prerromanas quedaron prácticamente sustituidas por una nueva civilización con casi siete siglos de presencia directa en nuestro suelo. Sus habitantes vivían mayoritariamente en ciudades que se hallaban encuadradas desde la época de Augusto en tres provincias —Tarraconensis, Baetica y Lusitania—, unidas entre sí con una tupida red viaria. Con la reforma de Diocleciano, a fines del siglo iii, se impuso una nueva división provincial, con cinco provincias —Cartaginense y Gallaecia, además de las tres anteriores—todas ellas englobadas en una Diocesis Hispaniarum a la que se unió la Mauritania Tingitana en una diócesis única, dependiente de la prefectura de las Galias. A fines del siglo iv, una nueva provincia —Balearica—se desgajó de la Tarraconense. Todas estas unidades administrativas quedaron dentro de la órbita del Imperio de Occidente desde la división en dos mitades establecida también por Diocleciano, una vez constatada la enorme dificultad de controlar todo el territorio romano desde un único puesto de mando. Este se desdobló en dos capitales, Roma y Bizancio —Constantinopla pocos años después, desde la «refundación» de Constantino—,