Diecisiete chicas caminan a pasos cortos por el sendero pedregoso, con un pequeño Corán bajo los brazos, y, luego, se bifurcan por el campo de patatas donde sopla un viento endiablado. Al verlas, los pocos campesinos detienen sus golpes de pala, después, miran hacia otro lado… Todo el mundo se conoce en este pueblo de unas cientos de almas, en algún lugar del centro del país*, por lo que la procesión diaria y silenciosa no es un secreto para nadie. Su destino: la inmensa mezquita situada tras la ladera de abajo, entre una cortina de moreras amarillas y un acantilado de roca roja.
Es aquí donde, con el acuerdo tácito del mulá, Salima*, de 18 años, dirige una clase clandestina. Los talibanes volvieron al poder el 15 de agosto de 2021, tras veinte años de insurrección armada. En marzo, promulgaron un decreto que prohibía a las jóvenes afganas continuar su educación después del equivalente al sexto curso de Primaria, privando de facto a casi un millón de ellas de la enseñanza secundaria. Esta decisión es tanto más cruel cuanto que sanciona uno de los pocos éxitos occidentales en el desarrollo de Afganistán. Según el Banco Mundial,