El pequeño pueblo de La Vajol, a un suspiro de la frontera gala, no transmitía la paz típica de las montañas el 4 de febrero de 1939. Aquel día, el característico mugir de las vacas, columna vertebral de la economía local, quedó relegado por los motores de decenas de camiones cargados de arte. «Iban a Ginebra, donde serían depositados los cuadros de El Prado», escribió en sus memorias Cipriano de Rivas Cherif, cuñado de Manuel Azaña. La Segunda República no estaba de mudanza, más bien huía del ejército sublevado, afincado ya en Barcelona. El mismo presidente del Gobierno fue uno de los que atravesó la frontera con su comitiva en la tarde siguiente. «Pasamos de noche, advertido el puesto de carabineros de que no pusiera oposición. Uno de ellos reconoció al más destacado de los fugitivos y le rindió armas», desveló el autor.
No fue solo Azaña. Hacia Francia partieron unos 500 000 españoles entre el 23 de diciembre de 1938—tras la Batalla del Ebro—y el 10 de febrero de 1939. La marabunta fue tal que el gobierno francés, encabezado por Édouard Daladier, cerró las fronteras por el miedo a una respuesta italiana el 26 de enero y no las volvió a abrir hasta varios días después. Fue un caos. «¿Quién puede olvidar esas horas; ese espectáculo de las montañas llenas de gente que acampaba bajo los árboles, temblando de frío y de terror?», explicaba Federica Montseny, ministra durante la República. El destino del grueso de aquellos refugiados fue el hambre y la reclusión en el país de la . Y eso, en el mejor de los casos. Otros tantos, algo menos de 10 000, terminaron sus días en campos de concentración