Amediados de 1942, Japón se sentía invulnerable. Desde el ataque a Pearl Harbor, el teatro del Pacífico había representado un previsible monólogo de victorias que había puesto contra las cuerdas al Imperio británico–caída de Hong Kong el 25 de diciembre de 1941, invasión de Malasia en enero de 1942, pérdida de Singapur el 15 de febrero (“el peor desastre en la historia militar británica”, según Churchill), conquista de Rangún en marzo y retirada de Birmania en mayo–, así como a los Países Bajos–ocupación de las Indias Orientales Neerlandesas–y Estados Unidos–desastres de Bataán y la isla de Corregidor en Filipinas–. A su son bailaban 450 millones de habitantes, poseía el 95% de la producción mundial de caucho, indispensable para la industria bélica, el 90% de la de quinina, el 70% del arroz y el estaño e inmensas reservas de petróleo.
La rápida conquista del sur, rico en materias primas, y su aptitud para consolidar ese perímetro y repeler los contraataques enemigos abonaron la ilimitada confianza en sus posibilidades, si bien Yamamoto, comandante en jefe de la Flota Combinada, era consciente de los riesgos de seguir avanzando por ese océano cada vez más remoto y distante de la metrópoli. Su colaborador Minoru Genda era de su misma opinión: si Japón quería ganar la guerra, debía afianzar sus conquistas manteniendo más tropas sobre el terreno.
Japón se sentía invulnerable: había puesto contra las cuerdas al Imperio británico y a Estados Unidos
El 19 de febrero,