Kayum Mapache
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Deep within the dense Lacandon jungle, under the shelter of a chicozapote tree, an intrepid Lacandon boy named Kayum rescues three baby raccoons from the jaws of a fierce puma. Little did he know that, from that moment on, his life would become more complex and more beautiful. In the company of his new ring-tailed friends, Kayum will embark on a series of exciting adventures that will teach him the value of animals, nature, and community.
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Kayum Mapache - Luis Antonio Rincón García
Un lugar secreto
Kayum tomó vuelo para brincar sobre unos helechos y después caer por un barranco de cinco metros. Aterrizó de cuclillas sobre un montón de hojas y continuó corriendo por la vereda que él mismo marcó durante los últimos meses en sus incursiones solitarias por la selva. Quien por curiosidad hubiera intentado rastrear sus pasos, se habría desorientado, porque de repente ya no encontraría más huellas que seguir y porque parecería imposible que un niño de once años fuera capaz de realizar ese salto extraordinario.
Caminó largo rato en medio de la corriente de un arroyo, acompañado por los gritos de guacamayas y el llamado lejano de un águila. Finalmente abandonó el río y se metió de nuevo entre la espesura de los matorrales, hasta encontrarse de frente con un árbol de chicozapote, el cual, a pesar de haber sido derribado por alguna tormenta añeja, creció de manera caprichosa apoyando su peso encima de las ramas de un cedro. Kayum arremangó su túnica blanca y apoyó los pies descalzos sobre el tronco del árbol caído, abrió los brazos y como equilibrista caminó sobre él para llegar a la copa del segundo árbol. Un movimiento brusco a ras del suelo le hizo perder el equilibrio, asustado se dejó caer sobre el tronco y se abrazó con fuerza a él. Entonces, desde la altura, se encontró con los ojos furiosos de un puma que lo miraba fijamente.
Muy despacio, Kayum subió sus pies que colgaban en el aire, tomó el arco que llevaba en la espalda y se preparó para lanzar una de las cuatro flechas de punta de madera que traía con él. Aunque con ellas no podría matar al felino, esperaba poder espantarlo, o al menos evitar que trepara por el tronco y lo atacara.
El puma caminaba en círculos debajo del niño, gruñendo y sin quitarle de encima la fría mirada. Aun cuando saltara muy alto, la posición de Kayum le resultaba inalcanzable. El único peligro para el niño era que el puma encontrara la base del árbol.
Kayum acomodó su cabello largo, con el rostro moreno tan tenso como la cuerda del arco, apuntó hacia el cuerpo del animal, aguantó la respiración por unos segundos y junto con su grito de guerra lanzó el primer flechazo.
Una rama desvió la trayectoria de la flecha y sólo le dio un leve rozón al puma. Éste se movió más enojado todavía, ampliando el área por donde se movía. Entonces, halló el troncó que lo llevaría al niño.
La segunda flecha le dio de lleno en el lomo y se le quedó clavada. El puma gruñó furioso, adolorido se revolcó en el suelo hasta sacársela y parecía que volvería al ataque, sin embargo, intuyendo que llevaba las de perder, optó por huir. Lo hizo apenas a tiempo para esquivar la tercera flecha, que se clavó en la tierra muy cerca de él.
Kayum siguió con la mirada el camino que el puma tomó al internarse en la espesura de la selva, y con miedo esperó a que regresara en cualquier momento. Unos chillidos en el suelo lo hicieron volver su atención hacia donde había visto al animal en un principio, ahí había tres cachorros de mapache caminando cada uno por su lado hacia un mismo lugar: el cuerpo sin vida de un mapache hembra.
Kayum comprendió la furiosa actitud del puma; el felino supuso que el niño había llegado a disputarle su presa y quitársela. De golpe varias ideas se le vinieron a la cabeza: con seguridad el puma regresaría si no es que ya estaba al acecho; por lo tanto, él debía irse tan rápido como le fuera posible, pero si dejaba a los tres mapachitos, lo más probable era que el puma los matara. La única forma de salvarlos era llevárselos con él.
Venció su miedo de ver al felino aparecer entre los matorrales, bajó rápidamente del tronco con la última flecha preparada para defenderse, recogió las otras tres flechas que habían quedado en tierra y con movimientos ágiles atrapó a las crías de mapache para meterlas en su morral antes de emprender la veloz huida hacia Nahá,¹ su aldea, situada en la Selva Lacandona.
Nunca se había sentido tan torpe para correr, no sabía si lo paralizaban los nervios o el peso de los mapaches, pero entre más rápido intentaba avanzar, más lentos sentía sus pasos. Fue una carrera de casi tres kilómetros tan sólo para llegar a la pared del barranco. Tardó al menos dos
