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Imágenes del terror: Tramas del pensamiento y de la imaginación
Imágenes del terror: Tramas del pensamiento y de la imaginación
Imágenes del terror: Tramas del pensamiento y de la imaginación
Libro electrónico315 páginas3 horas

Imágenes del terror: Tramas del pensamiento y de la imaginación

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Información de este libro electrónico

"A partir de una crítica al «sentido común» de las imágenes como representación
de la realidad, Imágenes del terror propone un estatuto contraintituivo que les
devuelve su propiedad procesual, generativa y transformadora; una
problematización que aprovecha el rendimiento de la ambigüedad entre terror y
error, es decir el impacto por la fricción de lo errático. Así, este libro muestra
cómo las complejas conexiones de las imágenes, el contacto entre lo humano y
lo más que humano, sus potencias inventivas al alero de las posibilidades de
conexión entre elementos textuales y materiales nos hablan de sus modos de
expresión y fuga tanto en espacios institucionales como en la ciudad. Las
imágenes se muestran como potencias afectivas que pueden disputar la
hegemonía de los regímenes de visualidad contemporáneos, para de este
modo, mediante el reconocimiento de sus modos de coexistencia, potenciar
ejercicios de imaginación de otros mundos posibles."
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones metales pesados
Fecha de lanzamiento1 jul 2024
ISBN9789566203704
Imágenes del terror: Tramas del pensamiento y de la imaginación

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    Imágenes del terror - Pedro E. Moscoso-Flores

    imagen-cubierta

    Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2024-A-5174

    ISBN: 978-956-6203-69-8

    ISBN digital: 978-956-6203-70-4

    Imagen de portada: Javier Rodríguez Pino, de la serie Polvo de estrellas, 2019.

    Dibujo, grafito sobre papel 100 x 75 cm. Meet Factory, Praga, República Checa. Cortesía del artista.

    Diseño de portada: Paula Lobiano

    Corrección y diagramación: Antonio Leiva

    © ediciones / metales pesados

    © Pedro E. Moscoso-Flores y coautores

    Todos los derechos reservados

    E mail: ediciones@metalespesados.cl

    www.metalespesados.cl

    Madrid 1998 - Santiago Centro

    Teléfono: (56-2) 26328926

    Santiago de Chile, junio de 2024

    Impreso por Andros Impresores

    Diagramación digital: Paula Lobiano Barría

    Índice

    Introducción. Componiendo montajes: tramas entre cuerpos, escrituras e imágenes

    Pedro E. Moscoso-Flores

    En torno a la materialidad de las imágenes y sus saturaciones afectivas

    Pedro E. Moscoso-Flores

    Imágenes por-venir. La Unidad Popular y la invención de otros posibles

    Componiendo tramas con Antonia Viu

    ¿Y si los muros contaran historias?. Expresiones materiales y afectivas en liceos emblemáticos de Santiago

    Componiendo tramas con Antonia Viu

    Creación e in(ter)vención política. Adherencias de la calle en Caiozzama

    Componiendo tramas con Borja Castro-Serrano

    F(r)icciones especulativas e ima(r)ginales entre La Casa Lobo y Colonia Dignidad

    Componiendo tramas con Sebastián Wiedemann

    Más allá del fin del mundo. Proliferaciones ecológicas de la imaginación en el Antropo/Capitaloceno

    Componiendo tramas con Patricio Landaeta

    Agradecimientos

    Sobre quienes escriben

    Dedicado a Celeste y a Elisa, para que compongan e imaginen otros mundos posibles…

    Introducción

    Componiendo montajes: tramas entre cuerpos, escrituras e imágenes

    Pedro E. Moscoso-Flores

    Abrimos esta escritura con una proposición polémica, una impostura: ¡este no es un libro sobre imágenes! Esto podría ser desconcertante, considerando el título del volumen y, además, el hecho de que cada uno de los capítulos que se señalan en el índice hacen referencia, más o menos explícita, a la cuestión de las imágenes. ¿Cuál es, entonces, el espíritu de este equívoco? ¿Defraudar al lector o lectora? No, nada de eso. Tal vez una manera de leer este gesto inicial, que introduce una primera inquietud frente al acecho de lo falso, podría comprenderse como una provocación orientada a generar un efecto de sospecha, de duda, de atención frente a aquello que habitualmente se nos presenta como evidente y, por ende, tranquilizador. Es, al mismo tiempo, un modo particular de desanclar a quien lee de su lugar de sujeto pasivo para introducirlo, en el sentido más performativo del término, dentro de la experiencia de experimentación sensible inherente al ejercicio escritural que atraviesa estos escritos, orientado por el ímpetu de problematizar críticamente el «sentido común» de las imágenes, a saber, aquel que nos dice que su función principal es la de representar y mostrar la realidad.

    Es precisamente este movimiento de dislocación de las imágenes el que hemos querido enfatizar mediante el juego de palabras del título que acontece entre los términos «terror» y «error», mostrando cómo el simple cambio en el estilo discursivo de la letra (cursiva, itálica o «bastardilla») introduce una ambigüedad en el sujeto de la enunciación, visibilizando en esta inclinación la presencia de una dimensión intersticial desde la que nos ha interesado enfrentar el desafío conceptual y metodológico que nos proponen las imágenes. Este «gesto menor» puede leerse a la luz de una especie de disyunción en la relación entre textos e imágenes, si entendemos que la introducción de este estilo funciona como una intromisión gráfica que, en su presencia material vacía de significado, logra alterar el orden de la organización y sentido propio del régimen lingüístico a través de un espaciamiento.

    El espacio que se abre entre el «terror» y el «terror» ha de comprenderse como algo diferente a un punto intermedio entre dos elementos independientes. Habría que considerarlo, si se quiere, como la activación de un tercer elemento de la ecuación: el del entre-medio, con sus propias especificidades, como nos diría el antropólogo británico Tim Ingold (2018). Siguiendo este argumento, pensemos, a modo de ejemplo, en el rol que cumplen los espacios en blanco que separan cada una de las letras, palabras, frases y oraciones que componen este o, en su defecto, cualquier texto. Sin duda que estos espacios irreductibles contienen la potencia de articular y agrupar elementos que no poseen una relación natural, necesaria o predeterminada. Cada uno de estos, con magnitudes y extensiones variadas, dan cuenta de la posibilidad de establecer trazados múltiples de conexiones y encuentros que, si bien están siempre expuestos a ser capturados y definidos a partir de un conjunto de reglas exógenas –como las gramaticales, en el caso del lenguaje–, no se reducen de ninguna manera a ellas. Esta inquietud resuena con la observación que realiza Jean-Luc Nancy, al referirse a las relaciones entre figura-fondo atribuibles a la relación entre texto e imagen. Si bien el filósofo francés reconoce que existe una cierta oposición entre ambas, al mismo tiempo indica que esta no ha de entenderse desde la lógica de la exclusión o independencia, sino como la confirmación de una relación de tensión irresoluble dispuesta alrededor de un «tono deseante» –una vibración– de la imagen:

    La imagen da forma a algún fondo, a alguna presencia retenida en el fondo donde nada es presente, a menos que todo sea en él presencia igual a sí, sin diferencia. La imagen separa, difiere, desea una presencia de esta precedencia del fondo según la cual, en el fondo, toda forma solo puede ser retenida o huida, originaria y escatológicamente informe tanto como informulable (Nancy 2006: 67).

    Siguiendo esta estela, un escrito como el que nos convoca propone el desafío de suspender la creencia según la que entre textos e imágenes existe algo así como una relación de complementariedad, o una posibilidad de traducción asegurada por la hegemonía impuesta por la referencialidad del lenguaje con la que, a partir de ciertos «mínimos comunes», podríamos eventualmente ganar acceso a una comprensión transparente, unitaria e integrada de aquello que vemos y, por ende, de la realidad alojada en ellas. Por el contrario, habría que considerar que los vínculos entre textos e imágenes dan cuenta de una dimensión mucho más compleja, de entrelazamiento y afectación mutua, que en muchos casos se torna refractaria al régimen de nuestra mirada humana. De este modo, sostenemos que aquello que entendemos comúnmente por lenguaje en torno a la hegemonía del binomio significante-significado, se encuentra inexorablemente atravesado por imágenes de distinto tipo, haciendo que los encuentros resultantes expresen potencias vinculadas a movimientos de creación y transformación que van despuntando un «habla» –ni tan verbal ni tan visual–, compuesta por elementos que entremezclan y posibilitan no solo distintos modos de ver, sino también de leer, percibir, sentir y –por qué no decirlo– de pensar.

    Continuando con la disposición aclaratoria inicial, manifestamos que el término «terror» de ninguna manera busca contribuir al ya nutrido archivo documental respecto de imágenes literarias y/o visuales evocadoras de miedo, repulsión u horror que habitualmente encuentran su condición de existencia alrededor de un juego entre lo real y lo ilusorio. Las «imágenes del terror» a las que alude nuestro título, por el contrario, patentizan una disposición según la cual los límites que definen aquello que forma parte de la realidad en oposición a aquello atribuible a la imaginación humana pueden muchas veces tornarse difusos, llegando incluso a establecerse entre ellos instantes y «chispazos» de indistinción que posibilitan nuevas aperturas y conexiones de sentido. En otras palabras, refiere a modos de experiencia cuya singularidad reside en la producción de un impacto muchas veces indeterminado y poco dimensionable sobre la diversidad de los cuerpos que habitan y construyen espacios, gatillando así respuestas inespecíficas que afectan sus trayectorias y que desbordan la posibilidad de comprender de manera puramente lógico-racional lo que acontece en una situación particular. En esta línea, como proponía Roland Barthes (1977), entendemos el terror en las inmediaciones de lo que emerge frente a la polisemia del sentido, es decir, de significados que no logran conectar con los significantes flotantes inciertos que componen los signos.

    Con esta breve reflexión preparamos la problematización que inaugura esta escritura. Un camino riesgoso, provisional y con pocas certidumbres, pero ciertamente provocador al intentar ensayar herramientas que permitan eventualmente desplazar el estudio de las imágenes desde su condición de «objeto de estudio» orientado por la inquietud ontológica –aparentemente irresoluble– que intenta resolver la pregunta qué es una imagen, redirigiendo los esfuerzos hacia la producción de ejercicios pragmáticos y especulativos que hagan posible aproximarse a ellas a partir del reconocimiento, parafraseando a Frédéric Lordon (2018), de sus afectos-efectos, o dicho de otro modo, de sus potencias de afectación. Esta cuestión presupone que las imágenes son portadoras de una especial propiedad rizomática, a saber, de una disposición a afirmarse en el contacto de conexiones múltiples, complejas y heterogéneas, dando cuenta de un potencial expansivo infinito que, en definitiva, remite a una vitalidad. En otras palabras, su sola presencia patentiza impulsos y resonancias provocados por un constante «entrar y salir», y propicia con ello una estela de trazos y huellas que consignan recorridos cuyos puntos de encuentro provisionales hacen emerger cosas. A diferencia de aquello que entendemos por objetos, cuyas características remiten a una condición estable, fija y determinada, las cosas que existen deviniendo en torno a estas conexiones-imágenes refieren a movimientos de distintas intensidades, velocidades y temporalidades que se despliegan procesualmente al compás de diversas capas, escalas y sedimentaciones, siendo su característica fundamental su permanente actualización y transformación a la manera de expansiones, contracciones y bifurcaciones, que expresa su disposición permanente a la territorialización, desterritorialización y reterritorialización.

    Esta dimensión procesual o relacional consustancial a las imágenes, entendidas como materiales fundamentales de una realidad compuesta por cosas caracterizadas por una condición de metaestabilidad, las sitúan como enclaves portadores privilegiados de pistas que nos invitan a indagar, más que en sus sentidos ocultos o inconscientes (imagos), en sus singulares modos de aparición, encuentro y expresión. En resumen, considerar –contraintuitivamente– a las imágenes como movimientos que se manifiestan en formato de intervalos compuestos por presencias y ausencias dispuestas en procesos permanentes de composición y descomposición, supone que ellas no remiten de manera definitiva a la fijeza con la que parecen presentarse frente a nuestra percepción visual, sino que emergen en la medida en que están siempre por venir.

    Tendemos a suponer, con bastante certeza, que uno de los elementos fundamentales que caracteriza y define nuestra contemporaneidad dice relación con estar habitando un mundo «lleno» o «plagado» de imágenes. Esto es particularmente cierto, en especial si atendemos a la presencia cada vez mayor de tecnologías de producción visual: desde la creación de las primeras técnicas fotográficas a partir del siglo XIX, pasando por el advenimiento del cine y la televisión, hasta la intensificación cuantitativa y cualitativa de la producción a partir de la hiperexaltación del mundo digital gracias a la creación y al auge de la internet y de los aparatos electrónicos de captura, edición y reproducción de imágenes que las han acompañado. Si bien esto nos puede resultar bastante natural en la actualidad, no hay que olvidar que las imágenes siempre han estado entre nosotros. Nos referimos con ello a la presencia de las imágenes como testimonio de la apertura a un cierto tipo de experiencia sensible en y con el mundo que se despliega en un vínculo inextricable entre la vida y sus potencias expresivas. En esta medida, los cambios asociados al desarrollo de la técnica tendrían que ver menos con estar «más expuestos» a las imágenes, que con el hecho de que existen transformaciones en las condiciones mediante las que la vida ha ido encontrando modos singulares de expresión a lo largo de las historias que componen y entrelazan mundos humanos y no –o más que– humanos.

    Como se puede colegir a partir de lo planteado hasta ahora, el ejercicio de experimentación que da vida a estos escritos se funda en el cuestionamiento urgente a la tradición de pensamiento occidental, en atención al hecho de que la razón humana ha operado históricamente como ideal mediador del sentido, lo que hace que la comprensión de las imágenes se encuentre supeditada al entendimiento y al despliegue de una voluntad racional. Frente a esto, nosotros nos situamos desde una perspectiva epistemológica poscrítica¹, al buscar desanclar las imágenes de su relación de sujeción a la racionalidad humana. En síntesis, esta aproximación nos invita a comprender que las imágenes emergen como composiciones que participan en y de los procesos de construcción y transformación de los lazos que acontecen permanentemente entre y a través de lo humano y lo más que humano, y así suspender la posición de hegemonía antropológica que ha caracterizado al mundo occidental.

    A su vez, nos permite introducir una distinción conceptual relevante entre lo visual, como aquello que aparece frente al ojo humano, por ejemplo, desde la perspectiva de la fenomenología de la percepción, y las imágenes desde el enclave ontológico relacional y procesual que hemos esbozado.

    Ahora bien, ¿cómo podemos dar cuenta de este acercamiento a las imágenes sin caer, inadvertidamente, en las mallas de una racionalidad más sofisticada que termine por recapturarlas a través de la introducción y uso de otras nuevas conceptualizaciones abstractas? Si bien no podemos dar una respuesta absoluta ni definitiva a esta compleja cuestión, afirmamos nuestro ejercicio escritural en la esperanza de promover una experiencia de reflexión eminentemente práctica y situada, introduciendo de este modo una operación que, más que eliminar la presencia de cualquier huella metafísica, permita contaminar las ideas claras para forzar un pensamiento entendido en adelante como un modo de implicación con la realidad. En suma, requerimos de una aproximación que permita disponer del pensamiento como aquello que se va componiendo y transformando en y a través de las imágenes, entendidas como espacios de apertura a la multiplicidad de conexiones que componen la realidad, y no como algo que preexiste a la realidad.

    A diferencia del «Método», con sus enclaves perspectivistas cartesianos, como forma de saber instituida a partir del agrupamiento, organización y jerarquización del conocimiento en el proceso de describir y explicar «hechos objetivos» potencialmente universalizables mediante operaciones de recorte y reducción orientados a definir la realidad (humana, occidental, masculina, europea, blanca, etc.) como «única», la metodología en imágenes a la que nos interesa contribuir en este libro supone un intento por restituir a la realidad su carácter de multiplicidad mediante el seguimiento de las líneas y las trayectorias que emergen producto de los movimientos que la componen: un ejercicio eminentemente pragmático y lúdico de exploración de la(s) realidad(es).

    * * *

    ¿Qué artefacto metodológico permitiría aproximarnos al ámbito de estos movimientos y relaciones que van entretejiendo imágenes en torno a los múltiples niveles y escalas, y que se despliegan entre lenguajes y materialidades? Al proponer esta pregunta, dirigimos nuestra atención sobre la idea de creación y los aportes que la actividad artística podría donarnos a este respecto, aun cuando afirmamos, siguiendo el pensamiento de Gilles Deleuze y Félix Guattari, que la creación ha de entenderse como un ámbito que excede los límites discursivos del arte:

    No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, las filosofías son igualmente creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en sentido estricto (Deleuze y Guattari 2019: 11).

    Con esto en mente, creemos posible introducirnos provisionalmente dentro del terreno estético-artístico para operar una inflexión metodológica que, desde ahí, nos permita desplazarnos fuera de él para interrogar lo que las imágenes pueden desde otras perspectivas. En esta línea, proponemos la noción de montaje como un concepto metodológico afín, es decir, como una herramienta pragmática que permite conjugar elementos semiótico-materiales y que, eventualmente, posibilitaría encarnar los procesos composicionales atribuibles a un pensamiento situado en torno a las imágenes. Algunas breves líneas a este respecto.

    En general, el montaje [montage] se ha comprendido como un proceso de ensamblaje entre elementos heterogéneos que, a partir de sus yuxtaposiciones, logra componer una totalidad o unidad (Barndt, Sperling y Kriebel 2016). Esta técnica, cuyos orígenes remiten curiosamente al ámbito del trabajo con materiales de construcción tales como la gasfitería, fue introducida dentro del circuito del arte gracias al desarrollo de técnicas cinematográficas utilizadas por cineastas de fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, como lo son el estadounidense Edwin Porter, así como también en el cine soviético de renombrados directores, como lo son Sergei Eisenstein, Vsévolod Pudovkin y Dziga Vertov.

    A pesar de que el montaje ha dado cabida a diversas interpretaciones y usos, lo cierto es que sus condiciones de emergencia se encuentran vinculadas a desafíos históricos y tecnológicos específicos asociados a metodologías específicas de producción de imágenes. Si el desarrollo de la fotografía, a partir del siglo XIX, posibilitó todo un nuevo paisaje respecto de las imágenes y sus implicancias alrededor de determinadas disposiciones técnico-reproductivas, fue el despliegue del cine el que inauguró la problematización respecto de la relación entre la producción de imágenes y sus movimientos. Como consigna Deleuze a propósito de sus tres tesis sobre las imágenes del filósofo y escritor francés Henri Bergson, la creación cinematográfica consistió precisamente en haber inventado la imagen-movimiento: «Lo que las condiciones artificiales del cine vuelven posible es la percepción pura del movimiento, de la cual la percepción pura era absolutamente incapaz» (2009: 28)².

    Dentro de este nuevo escenario, la técnica del montaje pasó a ocupar un rol central, puesto que permitió alterar la comprensión de sentido de los elementos que configuraban las imágenes, lo que provocó que la dimensión sustancial propia de las narrativas pasara a un segundo plano, al punto de quedar supeditada a la gestión cinematográfica del tiempo y del espacio. En definitiva, el montaje abrió la posibilidad de expandir y contraer los tiempos, los movimientos de las posiciones y de los lugares mediante una labor de producción centrada en los desplazamientos de la cámara, así como también por medio de un trabajo de posproducción concentrado en la edición de secuencias de grabación de las tomas. Esta cuestión –que en la actualidad nos parece absolutamente natural y evidente– supuso en su momento un desafío mayor, puesto que requirió resolver una potencial paradoja atribuible al ejercicio fílmico: mantener la cohesión y la sensación de continuidad propia del «tiempo natural de la realidad» en el espectador a partir de la adición de un «tiempo artificial» propio del proceso de grabación y edición. Esta técnica, conocida como matched cut, se erigió como una tecnología de gestión de la continuidad/ruptura de las imágenes (Aumont 2020).

    A partir de la conjunción entre estos «tiempos disyuntos», el montaje buscó establecer un nuevo orden que para mantener el hilo argumental dentro de la secuencia cinematográfica mediante interrupciones que, a su vez, demandaban una adecuación perceptiva por parte de los espectadores. Ello forzaba a estos últimos a «hacerse parte» de la experiencia cinematográfica, frente a la necesidad de introducir sus propios recursos imaginativos como un nuevo medio para asegurar la adecuación interpretativa del film. En esta línea, la práctica del montaje se transformó en una técnica centrada en «hacer presente» mediante la introducción de una serie de ausencias materializadas a través de cortes o interrupciones. No obstante, y a diferencia del recorte de la realidad propio del método científico, si bien el corte material del montaje sugiere una operación de sustracción de la realidad, al mismo tiempo posee una disposición de adherencia espaciotemporal entre distintos elementos, esbozando así la posibilidad de que las imágenes sean reagrupadas de maneras diversas sin una secuencia predefinida, lo que deja ver la complejidad de la realidad que interviene.

    Los usos del montaje han abierto todo un debate conceptual y técnico respecto de las condiciones a partir de las que el cine podría llegar a dar cuenta de la realidad. Conocidas son las concepciones vinculadas al formalismo ruso de los años veinte, según las cuales la realidad social se hacía presente a partir de la composición de cortes, choques e interrupciones entre materiales antitéticos, haciendo del cine un espacio de experimentación que lo alejaba de su rol de medio reflectante de una realidad preexistente. Este fue el

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