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La épica sacra en el Siglo de Oro
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Libro electrónico486 páginas6 horas

La épica sacra en el Siglo de Oro

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Este volumen recoge siete estudios en torno a la épica sacra del Siglo de Oro, siguiendo un hilo cronológico que va desde el Monserrate (1588) de Cristóbal de Virués hasta el San Ignacio. Poema heroico (1666) de Hernando Domínguez Camargo. Un grupo de especialistas de ámbito internacional (M. Blanco, I. Choi, T. Stein) y español (I. Arellano, G. Cano, A. Fadón, J. Ponce Cárdenas) reflexionan en él sobre algunas obras destacadas, adscritas a un género esencial para entender la literatura de asunto religioso a comienzos de la Edad Moderna.

Varios estudios se centran en grandes relatos de la tradición bíblica (el rey David, la vida del glorioso patriarca San José) y otros analizan en detalle algunas historias del inmenso caudal hagiográfico (San Isidro, San Ignacio, San Frutos).

El tomo ofrece la primera aportación monográfica dedicada en exclusiva al epos sacro, una materia apasionante que aguarda todavía un rescate editorial y crítico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 mar 2024
ISBN9783968694795
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    La épica sacra en el Siglo de Oro - Jesús Ponce Cárdenas

    ÉCFRASIS SACRA EN EL MONSERRATE DE VIRUÉS

    Mercedes Blanco

    Sorbonne Université

    Abordamos en este ensayo un poema de cierto renombre y muy poco estudiado, el Monserrate de Cristóbal de Virués. Este poema narrativo en octavas reales que quiere imitar a Homero y a Virgilio pertenece a la épica sacra por su argumento, de índole cultual y eclesiástica: la fundación milagrosa del santuario y cenobio de Montserrat. Además, en cuanto relato de caída y redención mediante la penitencia, toca un misterio central de la fe cristiana. Nuestro objetivo principal es considerar rápidamente, dado que un análisis detallado requeriría el espacio de un libro, dos lugares del poema ocupados por la écfrasis, entendiendo la palabra en el sentido más común en la crítica actual de descripción literaria de pinturas u otras obras de arte¹. Aunque limitada a dos cantos de los veinte que contiene el poema, la écfrasis desempeña en el Monserrate un papel preeminente. El dispositivo fue aprendido en los modelos clásicos de la épica, fundamentalmente en la Eneida, y también en la épica sacra neolatina, que —en cuanto a sus principios estéticos y estructuras— no es otra cosa que la transposición a lo divino de la épica helenística y romana². No nos proponemos solo un estudio (parcial) de las descripciones de pinturas que hallamos en el Monserrate, sino una consideración de su función en el poema. Trataremos de caracterizar, a través de este ejemplo particular, la écfrasis épica teniendo en cuenta que la escritura épica de tradición grecolatina, ya sea «profana» o sacra, pone a veces en juego la articulación entre el mito y la historia; siempre o casi siempre, la conexión y conciliación de varios tipos de historia: una historia que pertenece al pasado y otra viva y actual, una historia de héroes muertos o de hazañas oscuras y remotas y otra en la que están implicados el autor y los lectores. La écfrasis, mediante la cual un plano de la historia incluye a otro, situado en otro tiempo y/o en otro espacio, es uno de los medios más corrientes y eficaces para producir este efecto de actualización y universalización, y el Monserrate lo confirma de una manera que creemos singularmente interesante.

    Dado nuestro abordaje del tema, era necesario caracterizar la fábula del Monserrate, o sea, la construcción y disposición del relato, y precisar las fuentes históricas o creídas tales sobre la cual se apoya (tarea no realizada en las escasas publicaciones dedicadas hasta ahora al poema) antes de examinar el papel de la écfrasis en relación con la estructura. Como el poeta ha sido poco estudiado y el poema rara vez analizado y desde ángulos muy parciales, nos ha parecido útil dedicar un primer apartado a sintetizar lo poco que sabemos de la personalidad de Virués y sus andanzas (1). En un segundo apartado, nos detenemos brevemente en los principios poéticos básicos de la obra, tomados de la teoría y la práctica de Torquato Tasso, y en la fuente «histórica» que eligió en consonancia con estos principios. Examinaremos la leyenda de fundación tal como llegó a las manos de nuestro poeta en el último tercio del siglo XVI, un momento que podría muy bien ser el punto culminante del auge de Montserrat como centro de culto y peregrinación (2). Mostraremos que el paso entre la versión más primitiva de la historia milagrosa (en la medida en que podemos reconstruirla) y el culto poema épico no se hizo de un solo golpe y que existieron etapas intermedias: una breve epopeya neolatina y un texto historiográfico claro, elocuente y equilibrado, ambos de la primera mitad del siglo XVI (3). Por último, dedicaremos nuestra atención a los dos episodios ecfrásticos de la obra (4). El primero (canto cuarto) tiene carácter tradicionalmente épico, al referirse a la guerra entre potencias militares de signo religioso y político opuesto (4.1). El segundo (canto sexto) que podría llamarse «galería sacra», corresponde a la vertiente cristiana del poema, en cuanto narra una aventura espiritual y contemplativa que pone en juego la salvación eterna (4.2). Nos detendremos únicamente en una de las imágenes de esta galería, la de la Magdalena penitente, a la vez porque su relación con el conjunto del poema es especialmente significativa y porque el examen de las seis pinturas descritas llevaría demasiado tiempo (4.3), antes de concluir sobre la agrupación de imágenes y su función en el Monserrate (4.4). La confrontación de las dos vertientes de la écfrasis manejadas por Virués sugiere que la épica sacra hacia 1600 combina política y espiritualidad, hazañas militares e íntimas angustias, aunque en dosis variables. Da a pensar, por otra parte —lo que es menos obvio o esperado— que el género establece vínculos con la pintura de historia y la pintura devocional de esos mismos años.

    1. U N ILUSTRE DESCONOCIDO

    Es muy poco lo que sabemos de Cristóbal de Virués, a quien Agustín Bonacasa llama «célebre capitán y egregio poeta valenciano» en el proemio de la edición del Monserrate de que cuidó en los albores del siglo XIX para el célebre impresor Sancha. Virués debía entonces y debe hoy buena parte de su notoriedad a las menciones honoríficas que de él hacen dos monstruos sagrados de la literatura áurea. Lope de Vega en el Arte nuevo atribuye al «capitán Virués, insigne ingenio» la invención de la comedia en tres actos, dándole con extraña parcialidad el papel de único precursor de su propio teatro³, el de un «monstruo de la naturaleza» que se ha alzado con la «monarquía cómica», en palabras de Cervantes. Este, por su parte, en el famoso escrutinio de la librería de don Quijote, salva el Monserrate junto con la Araucana y la Austríada de la hoguera a la que fueron condenados tantos volúmenes, por ser estos tres poemas «los mejores que en verso heroico están escritos en lengua castellana», y porque pueden «competir con los más famosos de Italia»⁴.

    No se han llevado a cabo sobre Virués, que sepamos, investigaciones de archivo, o estas no han dado fruto, y lo que sabemos de su vida procede de sus obras impresas y de alguna noticia medianamente fiable que aporta el citado Bonacasa. Pese a que perteneció a una familia culta de Valencia, con un padre y dos hermanos, y hasta una hermana que dejaron cierta memoria de sí, se ignora la fecha de su nacimiento, aunque se suele indicar, sin pruebas, el año 1550⁵. Tampoco sabemos cuándo murió y solo puede afirmarse con seguridad que vivía todavía en 1609. En esta fecha, Virués publicó dos libros, ambos en Madrid y en la imprenta de Alonso Martín, que abarcan la casi totalidad de su obra conocida: uno de ellos lleva el rótulo Obras trágicas y líricas, y reúne cinco tragedias de fecha incierta y un pequeño conjunto de poesías líricas; el otro contiene el poema épico en octavas titulado Monserrate. A diferencia de los dramas y de las poesías líricas, nunca impresos hasta entonces, el poema en octavas y en veinte cantos (número que es indicio de su estirpe tassiana⁶) había sido previamente publicado en dos ocasiones, en Madrid en 1588, y luego en Milán en 1602, esta vez bajo el título El Monserrate segundo. En 1609, se anuncia como «tercera impresión añadida y notablemente mejorada». Hace unos años, Andrea Baldissera hizo hincapié en un dato no muy difícil de establecer pero que había sido ignorado en los balances bio-bibliográficos acerca de Virués: por ejemplo, en el Diccionario biográfico de la RAH⁷, o en la única edición moderna con pretensiones científicas, la de Mary Fitts⁸. En el paso del Monserrate madrileño de 1588 a la edición milanesa de 1602, Virués actualizó las referencias al dedicatario (el príncipe Felipe en 1588, convertido entre tanto en el rey Felipe III), y al presente político de la monarquía. Además llevó a cabo numerosos retoques estilísticos, y añadió y suprimió octavas o bloques de octavas, con cambios que afectan entre la cuarta y la quinta parte de la extensión del texto. Las adiciones y supresiones tienen especial incidencia en el canto 6, enteramente ocupado por las descripciones de pinturas de tema sacro de las que nos ocuparemos. Pero esta edición milanesa no fue su última palabra, puesto que intervino también en la impresión madrileña de 1609. En esta tercera versión, cambió de nuevo el título (volviendo al Monserrate de la primera versión y omitiendo el adjetivo «segundo») y retomó el texto de 1602, pero con frecuentes reajustes estilísticos que afectan a un verso o un sintagma. Baldissera ofrece un preciso, aunque sucinto, análisis de estos cambios en el mencionado artículo de 2014, donde declara que está preparando una edición⁹. Según su amable respuesta a un correo, sigue preparándola hoy y lo cierto es que la esperamos con impaciencia.

    Tal vez quedará paliado gracias a esta nueva edición en ciernes el descuido con el que ha sido tratado Virués, pese a las varias ediciones que se han hecho de sus cinco tragedias, juntas o por separado¹⁰, y a la relativa importancia que le han concedido dos de los poquísimos libros de conjunto sobre la épica del Siglo de Oro, el de Frank Pierce de 1948 (traducido al español y aumentado en 1968) y el de Elizabeth B. Davis de 2000. Pierce dictamina que «El Monserrate, pese a su estrambótica estructura, tiene pasajes dignos de memoria» y «es uno de los seis más destacados poemas menores de la época»¹¹. Davis le dedica uno de los seis ensayos monográficos que componen su libro Myth and Identity in the Epic of Imperial Spain. Adoptando una perspectiva feminista y catalanista, señala y deplora el aplauso que parece dar Virués à la dominación patriarcal y castellana. Esto significa llevar (a sabiendas) el poema a un terreno que le es ajeno puesto que los efectos de sentido que de él se desprenden no son pronunciamientos ni a favor ni en contra del patriarcado, tal como lo entendemos hoy; sí es cierto, en cambio, que la misma elección de la palabra Monserrate como nombre del lugar sacro y del poema (en vez de Montserrat) significa optar deliberadamente (Virués daba importancia a las cuestiones ortográficas) por una castellanización de esta y de otras palabras de origen catalán. Sea lo que sea lo que puede deducirse del dato, no nos parece crucial en absoluto para el significado del poema. La segunda mitad del ensayo de Davis construye un paralelo con la Odisea y con la Biblia, que sin ser irrelevante, oculta la Eneida de Virgilio, sin duda alguna el principal modelo del texto.

    En los ideales de este militar al servicio de la Iglesia romana y de la monarquía católica sobreviven, creemos, huellas del miles christianus de Erasmo. Sin embargo, la noticia incansablemente repetida de que su padre, Alonso de Virués, médico personal del patriarca Ribera, mantuvo correspondencia con Luis Vives, es un error debido a la homonimia con otro personaje¹².

    Su buen manejo del italiano lo dejan suponer los tres sonetos en esta lengua incluidos en las Obras trágicas y líricas. Este volumen ofrece, a la manera de un modesto apéndice a las cinco tragedias, una breve recopilación de obras líricas compuesta por seis decenas de sonetos, un puñado de canciones, de epístolas y composiciones meditativas en tercetos, cinco o seis romances y unas cuantas octavas exentas. Estas poesías, que no han sido objeto de ningún estudio ni edición, sugieren que era hombre muy piadoso y de gran rectitud moral, proclive a la melancolía y a la indignación, lo que hacen comprensibles el desaliento y desconsuelo que solían oprimirle. De su interés por la literatura edificante y por una teología al alcance de los laicos dan fe el soneto y la canción¹³ que escribió en los preliminares de la obra del franciscano Cristóbal Moreno Jornadas para el cielo, publicada en Zaragoza en 1580, y luego reeditada hasta bien avanzado el siglo XVII. Este libro trata por extenso de la contrición, la confesión, la penitencia y la eucaristía, y tiene estrecho parentesco temático con el Monserrate, otro punto que, obviamente, no ha sido investigado por nadie

    Para hallar un magro acopio de datos precisos y documentados sobre Virués (dejando aparte el citado artículo de Baldissera y un estudio de Vicente Cristóbal sobre los ecos de Virgilio¹⁴) hay que remontarse al ensayo de Martí Grajales de 1927 acerca de los poetas valencianos anteriores a 1700, y entre las publicaciones monográficas, al librito de Cecile Vennard Sargent, The Dramatic Works of Cristóbal de Virués (1930), o incluso mucho más atrás, a un artículo de Eligius Franz Joseph von Münch¹⁵, titulado «Virués’ Leben und Werken», publicado en el Jahrbuch für Romanische und Englische Literatur, nada menos que en 1860. Sargent analizaba con brevedad y perspicacia las cinco tragedias de Virués e investigaba sus fuentes, dando valiosos vislumbres sobre la cultura del poeta y su método de trabajo. El estudio serio de las fuentes llevado a cabo por esta estudiosa americana prueba que Virués era hombre de atentas lecturas en español, en italiano y seguramente en latín, y que pretendía medirse con la «gravedad» y la «dulzura» que encontraba en los clásicos; también vemos que le interesaba la historia y que no carecía de cierto sentido crítico al enfrentarse con ella.

    En cuanto al artículo de Münch, reconstruye ciertos hitos de la trayectoria de nuestro autor mediante una lectura atenta de las Obras líricas. Estas contienen un material autobiográfico relativamente abundante, y lo ponen en relación con expediciones, batallas y personajes ilustres cuyas fechas y circunstancias no son muy difíciles de averiguar, pese a la hispanización caprichosa de los nombres de personas y de lugares. Virués combatió en la batalla de Lepanto (a la que dedica un largo texto en tercetos, la Égloga de la batalla naval) y en los años siguientes participó en las campañas mediterráneas de Juan de Austria, en Navarino en 1572 y en la toma de Túnez en 1573. Después, pasó a las tropas terrestres y estuvo en Barletta, Tarento, Brindisi y Nápoles, aunque sus cuarteles más frecuentes se situaban, al parecer, en Milán. Sirvió a comienzos de la década de 1590 en las campañas lanzadas desde Nápoles contra el capitán de bandoleros Marco Sciarra, que saqueaba la Romaña y la Campania y era popular en los Abruzos, y en 1602 combatió en Calabria y Brindisi contra el renegado Scipio Cigala. En 1604 y 1605 condujo por dos veces desde Milán hasta Lorena destacamentos de infantería que iban a combatir en el sitio de Ostende, uno de dos mil y otro de tres mil hombres. A las dificultades y bellezas de la travesía de los Alpes se refiere en una carta en tercetos fechada el 17 de junio de 1605¹⁶, dirigida a su hermano Jerónimo, jurisperito y también poeta, miembro de la valenciana Academia de los Nocturnos. Poco después, se embarcó en una expedición de escaso éxito contra las costas albanesa y tunecina al mando de don Álvaro de Bazán, segundo marqués de Santa Cruz. Escribió en esa ocasión dos sonetos de acento desengañado e irónico, del que darán una idea estos dos cuartetos del primer soneto:

    Flaco y cansado del camino largo

    de Lombardía, de Alpes y Alemania,

    puéstome habiendo en la áspera montaña

    muerte más de una vez en trance amargo,

    no menos que a Levante el paso alargo,

    hasta la mar, que la gran Bisancio [sic] baña,

    en la armada honrosísima de España,

    que el buen Marqués Bazán lleva a su cargo.

    Y el último terceto del segundo:

    ¡Ay esperanzas de los hombres vanas!

    Este parto esperábamos gozosos

    y fue un ratón el parto de estos montes¹⁷.

    De todo lo cual se deduce que Cristóbal de Virués fue un militar de profesión cuya carrera se desarrolló esencialmente en Italia, donde pasó largos períodos desde la primera juventud a la madurez avanzada, aunque sus amigos y protectores parecen haber sido todos españoles¹⁸. Su grado de capitán debió de serle concedido entre 1588 y 1602, puesto que aparece en la segunda y en la tercera ediciones del Monserrate, pero no en la primera. Nuestra propia lectura de las obras líricas permite añadir que entre los personajes a quienes dedica canciones y epístolas figuran poderosos aristócratas como su exacto coetáneo Juan Fernández de Velasco, IV duque de Frías y condestable de Castilla¹⁹, que fue varias veces gobernador del Milanesado de 1592 a 1612; la biblioteca de este prócer albergaba poemas épicos de todo tipo, en italiano, en francés, portugués y castellano y entre ellos dos ejemplares del Monserrate, en las ediciones de 1588 y de 1602²⁰. En un soneto a su hermano, nuestro poeta habla con gran elogio de un heroico «Borja» que se dirigía entonces a Flandes al mando de un cuerpo de ejército, deplorando no haber podido unirse a sus tropas junto con los hombres que le habían seguido a él, Virués, desde Aragón a Milán²¹ y se lamenta de apenas haber tenido tiempo de despedirse de este gran señor. Podría tal vez tratarse de Francisco Gurrea y Aragón-Borja, primer conde de Luna, militar pero también humanista, que estuvo implicado en las alteraciones aragonesas a través de su hermano Fernando. También se cuenta entre los destinatarios de sus poesías un tal don Alfonso, a quien escribe una epístola felicitándolo por haber superado un período de injustas persecuciones²². Según colegimos de varios indicios, debe de tratarse de Alonso de Bazán, hijo del famoso Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz, y hermano del segundo marqués, también llamado Álvaro, bajo cuyo mando sirvió Virués en la mencionada expedición de 1605. Posiblemente el personaje ficticio de Alberto, general de la armada de Nápoles, que tan prominente papel desempeña en el Monserrate, aluda a uno o varios miembros de esta familia de grandes marinos y militares.

    Entre los íntimos amigos de Virués, a juzgar por el número y la calidad de sus menciones en las Obras líricas, se contaba el sevillano Baltasar de Escobar, una de las figuras más conocidas del grupo de literatos españoles afincados en Roma a finales del siglo XVI, todos admiradores de Torquato Tasso, a quien trataron en sus últimos años romanos (1587-1595)²³. Escobar, cuyo busto dibujó Francisco Pacheco en el Libro de los retratos, fue secretario del conde de Olivares, Enrique de Guzmán, durante los años de la embajada pontificia del padre del futuro valido; o sea, de 1582 a 1591. El vínculo privilegiado de Virués con este caballero y poeta sugiere que residió al menos episódicamente en Roma. La hipótesis se vuelve certidumbre gracias a un fragmento de la epístola de Cristóbal de Mesa a Tomás Hernández de Medrano. Mesa evoca con nostalgia los años de su juventud en Roma, hacia 1590, recuerda al grupo de amigos a quienes trató entonces, junto con el propio Medrano destinatario de la epístola, y evoca una añeja tarde romana en la que Virués tuvo presencia estelar:

    Qué de veces me acuerdo de aquel día

    cuando nos convidó, Pascua de Flores,

    Baltasar de Escobar, como solía.

    De sus versos nos dijo los mejores

    Cristóbal de Virués, el valenciano,

    ya de su Monserrate, ya de amores.

    Las cláusulas mostraba con la mano

    con mayor flema y con mayor espacio

    que nuestro buen amigo Octavïano.

    Admirado del sacro gran palacio,

    dijo de las romanas antiguallas

    lo que dice Virgilio y dice Horacio.

    Trató de las victorias y batallas

    y de la antigua Roma y la moderna,

    arcos, puertas, columnas y murallas,

    que, visto como agora se gobierna,

    muestra que toda excelsa monarquía,

    siendo humana, no puede ser eterna.

    Como entonces de Nápoles venía,

    en visitando los lugares píos,

    se volvió a gobernar su compañía²⁴.

    Además de indicar que la poesía de Virués era bastante apreciada en este círculo de españoles en Roma en que se movían Escobar y Mesa, además de dejar testimonio de una «poesía de amores», poco representada en las Obras líricas de nuestro muy piadoso autor, el fragmento atestigua que en las fechas evocadas (1589 o 1590, piensa Caravaggi) Virués era ya capitán y mandaba una compañía, a la sazón acantonada en Nápoles.

    Estamos, en resumidas cuentas, ante un hombre de acción, un poeta-soldado, como Cervantes hubiera podido serlo si su mutilación en Lepanto y su cautiverio en Argel no hubieran cortado en seco el despliegue de su vocación militar. Valga este muy somero trazado del perfil biográfico de Cristóbal de Virués para situar a grandes rasgos la empresa épica del Monserrate, que fue con seguridad la más importante de su actividad literaria, y tal vez de su vida intelectual y espiritual.

    2. L A MATERIA HISTÓRICA Y RELIGIOSA DEL M ONSERRATE Y EL MAGISTERIO DE T ORQUATO T ASSO

    No cabe duda de que en el diseño de su poema tuvieron influencia determinante las largas estancias en Italia: junto con Cristóbal de Mesa, Virués se cuenta entre los primeros imitadores españoles de la Gerusalemme liberata de Tasso (poema impreso por primera vez en 1581), aunque no lo sigue con tanta docilidad como Mesa. Leyendo —quizá sobre todo conversando—, entendió lo fundamental de los animados debates en torno al poema heroico, y tuvo algún conocimiento de la poética aristotélica, tan traída y llevada en las cortes y academias italianas.

    Todo ello lo llevó a concebir un poema épico de cuño virgiliano²⁵, y a manejar con cierta competencia los conceptos de verosimilitud, unidad, historia opuesta a fábula o ficción, maravilla y estilo heroico. Un soneto incluido en las obras líricas pone de manifiesto la seriedad con la que contemplaba su «carrera» de poeta épico. Careciendo de la destreza y regularidad de los poetas profesionales y sin la intuición fulgurante de los creadores geniales, tenía una ambición de pionero, casi experimental, tanto en el campo del drama de signo trágico como en el de la épica:

    De antigua y grave historia verdadera

    formé nuevo poema verdadero,

    siguiendo con Marón y con Homero

    el arte heroico en lo que más se esmera.

    Si no llegué donde llegar quisiera

    por aquel alto celestial sendero,

    me excuse que de España fui el primero

    que por él emprendió pasar carrera.

    Pero si del clemente cielo un día

    alcanzase mi alma aquel reposo

    que tanto huye y tanto ella desea,

    yo sé (con su favor) que pasaría

    más adelante el alto curso honroso,

    ya conseguido en más hermosa Idea²⁶.

    Es probable que Virués escribiera este soneto poco después de la primera impresión del Monserrate, la de 1588, en un momento en el que podía enorgullecerse de ser el primer autor español de un poema heroico diseñado a la manera de los italianos o, lo que en teoría venía a ser lo mismo, a la manera de Homero y de Virgilio. Se consolaba de los defectos de la obra pensando que podían ser superados en una segunda redacción, acometida con más reposo. Estaba, pues, sujeto a ese prurito de revisión casi infinita que afectó notoriamente al mismo Tasso y que le llevó a reelaborar a lo largo de varias décadas su poema heroico, publicado sin su permiso en 1581 bajo el título de Jerusalén liberada, para finalmente «reformarlo» e imprimir el resultado con el nombre de Jerusalén conquistada, dos años antes de su muerte (1593). Este poema reformado es en cierto modo una «Jerusalén segunda» como la segunda edición del poema de Virués es un «Monserrate segundo». El soneto sugiere que el poeta, con el Monserrate ya publicado, se proponía rehacer su obra, con esperanzas de terminar el «curso honroso» en «una más hermosa Idea», lo que condujo a las dos revisiones sucesivas del texto de que dan testimonio las ediciones de 1602 y 1609.

    Contemplando lo que Tasso denominaba, con referencia a las ideas platónicas, «l’Idea dell’eccellentissimo poema eroico», eligió un argumento conforme a las enseñanzas del famoso autor de la Jerusalén: una materia histórica o tenida por tal, suficientemente antigua para ser ignorada de los lectores, o conocida con cierto margen de incertidumbre o vaguedad. Lo cual permitía combinar la «verdad» con la «verosimilitud». Claro que existe diferencia y tensión entre estos términos porque la verosimilitud (τὸ εἴκοὖ), tal como la conciben Aristóteles y su discípulo Tasso, no es otra cosa que la libertad de inventar o modificar circunstancias y detalles para volverlos no solo creíbles (muchas verdades son increíbles) sino estéticamente interesantes, admirables y significativos, dejando un amplio margen para el artificio y la inspiración del poeta.

    Por otra parte, según arguye Tasso, para aunar lo verosímil con lo maravilloso, dos propiedades que constituyen un buen poema heroico, según la doxa aristotélica, es preferible elegir un argumento cristiano, puesto que la maquinaria sobrenatural de apariciones y portentos, condición de lo maravilloso, será entonces verosímil para los lectores modernos, cuya fe cristiana les lleva a admitir que no hay maravilla imposible para Dios. Sin embargo, no es recomendable escoger un argumento tomado de la Sagrada Escritura, donde cada detalle, además de ampliamente conocido, es artículo de fe, porque con ello quedaría anulado el margen de libertad en el diseño de la fábula, condición para que el poeta no sea mero historiador. Estas lecciones las aplica al poema de Virués su amigo Baltasar de Escobar en una carta que se dice escrita «cuando se imprimió por primera vez el libro el año de 1588», pero que hace las veces de prólogo en la segunda y también tercera impresión:

    Fue también acertada elección sacar el argumento de historia verdadera, porque, autorizado, como he dicho, con la religión, y ayudado de la verdad, durará más en la memoria de las gentes: así lo hicieron Homero, y Virgilio, príncipes de la poesía griega y latina, no juzgando por menos ingenioso artificio contar con novedad los casos sucedidos a Aquiles y Eneas, que inventar otros de nuevo: valiéndose, en la narración de aquellas, de la licencia y arte poética, que permiten y requieren los injertos de las invenciones, y para esto es muy a propósito la historia en que se funda el poema antiguo; porque estos injertos más parece que son reparar lo que los tiempos han arruinado en este edificio histórico, que hacer en él nuevas fábricas, mayormente no ofuscándose ni pervirtiéndose la verdad puntual de la historia, ni siendo estos injertos impíos, sino antes de sana y ejemplar doctrina, ni siendo artículo de fe la historia en que se injieren: con todo lo cual vienen a ser justa y doctamente aplicados, y más siendo verisímil. Y porque la verisimilitud es una de las dos partes naturales del heroico, siendo la otra la maravilla, que en sí mismas casi tienen repugnancia estas naturalezas, digo, antes de pasar adelante, que vuestra merced las ha acomodado y hecho tan compatibles, que lo verisímil siempre en este poema va templando lo maravilloso para que no pase al exceso, y lo maravilloso, cuando parece que va a exceder, atribuyéndose a Dios, o al demonio, se salva con lo verisímil.

    Lo que eligió Virués, concretamente, fue relatar la fundación del santuario de la Virgen de Montserrat, y uno de sus motivos debió de ser su especial devoción a esta advocación mariana. Se ve que tenía por costumbre encomendarse a ella en momentos de peligro, como la travesía de los cantones suizos hostiles que recuerda en este soneto con estrambote dirigido a su compañero de expedición, el capitán don Pedro Ferrer:

    Don Pedro, aquella imagen de la muerte

    que en Bremgarten mostrósenos tan viva,

    siempre que la memoria en mí la aviva

    a Monserrate el ánimo convierte.

    El santo día de su fiesta advierte

    que eternamente en mi memoria viva

    pues de su invocación santa deriva

    cuanta tengo en el alma y cuerpo fuerte.

    Del insolente bárbaro la furia

    clara me es a los ojos y notoria,

    como cuando por ambos fue esperada,

    y el punto del peligro de la injuria

    estoy mirando, todo vuelto en gloria

    de quien en su gran día fue invocada.

    Siempre seas loada²⁷,

    Virgen gloriosa, y tu aserrada Sierra,

    gozo del cielo y gloria de la tierra²⁸.

    Como sugiere Baltasar de Escobar, escogió este argumento también por ser él natural de Valencia y considerar que el monasterio pertenecía a su patria, ya entendiera como patria el área catalana, ya el reino de Aragón. Pero el motivo principal, según nuestra hipótesis, fue su interés por las posibilidades ejemplares, dramáticas y líricas, que ofrecía el héroe de la leyenda, el ermitaño Juan Garín, y la autoridad que le daba el relato de su vida por fray Pedro de Burgos, quien rigió la abadía de 1513 a 1535²⁹. Este clérigo burgalés de familia noble, sucesor del primer gran reformador del monasterio, García Jiménez de Cisneros, criatura de los Reyes Católicos³⁰, obró con tesón para convertir el cenobio catalán en uno de los principales centros religiosos de España, capaz de acoger a multitudes de peregrinos. Entre otras acciones para engrandecer el santuario y contribuir a su autoridad y fama, Pedro de Burgos publicó en la primera mitad del XVI un Libro de la historia y milagros hechos a invocación de Nuestra Señora de Montserrat, que comienza naturalmente por la leyenda de fundación³¹.

    La tal leyenda podría haberse formado gradualmente a partir del siglo XII o XIII, pero también más tarde. No es posible reconstruir de modo fiable sus primeros pasos, pero lo seguro es que sus grandes líneas ya estaban trazadas en un retablo de fecha incierta, desaparecido, que asociaba las imágenes con un texto en catalán³², y con seguridad en un texto también en catalán, este sí conservado en un códice de la catedral de Barcelona y que se fecha, por el estado de la lengua, a principios del siglo XV³³.

    En esta versión tardomedieval, el cuento puede resumirse así: un ermitaño llamado Juan Garín hacía una vida santamente solitaria y mortificada en la montaña de Montserrat. El Maligno inventó una estratagema para perderlo y entró en el cuerpo de una doncella, hija del conde de Barcelona. Este demonio dijo a quienes lo conjuraban que solo consentiría en liberar a su víctima mediante un exorcismo realizado por Garín. Exigió además que la doncella y el anacoreta quedaran solos. El conde, dejando a su hija en la cueva con el santo personaje, volvió a Barcelona y Garín, después de haber hecho salir al diablo del cuerpo de la joven, la poseyó carnalmente y, para encubrir el crimen, la degolló. Atormentado por el remordimiento, se dirigió a Roma para pedir el perdón del Santo Padre. Este lo absolvió al precio de una terrible penitencia: volvería a Montserrat a gatas, sin nunca mirar al cielo, y viviría de ese modo hasta que un niño de tres meses le dijera que Dios le había perdonado. Años después, en una partida de caza, los servidores del conde vieron una extraña bestia peluda pero mansa, la capturaron y la llevaron a su señor. Por el tiempo en que Garín, oculto bajo esta apariencia de bestia u hombre salvaje, vivía en una jaula en casa del conde, unos pastores de Montserrat oyeron músicas celestiales y vieron prodigiosas luces y ángeles que salían y entraban de una cueva. Avisaron a las autoridades eclesiásticas de Manresa, y estas tuvieron la divina sorpresa de descubrir en aquel antro una imagen de la Virgen, la misma cuyo culto se perpetúa en el monasterio. En los mismos días en que edificaban una capilla para albergarla, un niño de pecho, hijo del conde, vio a Garín y le habló con autoridad mandándole que se levantara y anunciándole el perdón de sus pecados. El conde reconoció entonces al ermitaño, oyó su confesión y a su vez lo perdonó, pidiéndole que le descubriera el lugar donde había enterrado a su hija. Al cavar allí, encontraron a la doncella resucitada, y con la misma belleza y lozanía que antes, solo con una hermosa línea púrpura en el cuello, a modo de collar, como recuerdo de la degollación. Ella, en lugar de volver a la corte de su padre, que se proponía casarla, decidió atribuir su resurrección a la misericordia de la Virgen y dedicar su vida a su culto. Fundó un monasterio junto a la capilla y así dio comienzo al complejo monástico de Montserrat. Algún tiempo después, la afluencia de peregrinos hizo necesario sustituir el claustro de monjas por una abadía de monjes benedictinos.

    En este relato primitivo, la exhumación de la doncella que, violada y asesinada, resurge con su espléndida belleza intacta, se hace eco de la exhumación de la imagen de la Virgen sin mancilla, y hace oficio de primer y grandioso milagro de una larga serie. La asociación del monasterio benedictino que atesora la imagen milagrosa con una zona de grutas y ermitas, característica del Montserrat histórico³⁴, queda explicada por la conexión de las dos vertientes de la leyenda, la vida del anacoreta pecador y penitente y el hallazgo de la imagen.

    3. N ACIMIENTO DE UNA LEYENDA Y ETAPAS DE UNA ELABORACIÓN ÉPICA PREVIAS AL M ONSERRATE

    Aproximadamente un siglo después de los primeros testimonios de la leyenda y cuando el monasterio de Montserrat empezaba a florecer y a instalarse sólidamente en la historia, Pedro de Burgos consagró el capítulo segundo de su obra a la vida de Garín y al hallazgo de la imagen, mientras el primero se dedicaba a una «descripción general de la montaña de Montserrat». La forma que cobra el cuento a manos de este fraile culto y avisado, junto con el uso del castellano y el paso al impreso, explican que se convirtiera en la versión canónica del relato de fundación de la «cámara angelical de nuestra señora de Montserrat», como él llama al santuario. Versión canónica porque todas las que siguieron hasta hoy la actualizaron estilísticamente y en detalles menores, pero sin transformar la lógica de la narración.

    El relato impreso del abad consigue volver fluida e inteligible una historia con ingredientes fantásticos y casi grotescos, difíciles no ya de creer, sino incluso de imaginar. Esta historia tradicional que refleja el manuscrito barcelonés del siglo XV no era tampoco una creación simple y uniforme, puesto que acoplaba tres componentes de distinta naturaleza.

    Tenemos, en primer lugar, el relato de la tentación, crimen y penitencia cuyo protagonista es el ermitaño Juan Garín. Obedece a un esquema mítico-folclórico que se remonta a los primeros siglos de nuestra era³⁵, conoce variantes cristianas e islámicas y tiene muy precisos paralelos en relatos hagiográficos franceses de los siglos XII y XIII³⁶. Esta secuencia tiene por núcleo la historia de un ermitaño cristiano (san Jacobo de Palestina) o santón musulmán (Barziza), que por soberbia se vuelve vulnerable a las peores tentaciones. Cuando el demonio consigue que se quede solo con una doncella posesa, hija de rey, comete tres graves pecados: estupro, asesinato y mentira³⁷. En la historia que circula en ambientes islámicos, el asceta pecador es condenado; en las variantes cristianas, es perdonado mediante la contrición y una dura penitencia autoinfligida que lo aparta del mundo de los vivos. Hacia 1200, aparece en Francia una nueva versión del cuento como parte integrante de las gestas hagiográficas de san Jehan Paulus o de san Juan Crisóstomo. La penitencia cobra en esta versión la forma que tendrá en la historia de Garín: es ordenada por el papa que ha oído la confesión del anacoreta, y consiste en una vida bestial (andar a

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