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Pensar la técnica: vida, cultura y educación
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Libro electrónico434 páginas6 horas

Pensar la técnica: vida, cultura y educación

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Los escritos que conforman este libro son parte de un conjunto más amplio de reflexiones sobre las relaciones entre vida, técnica, naturaleza y educación; temas que, junto a otros, fueron parte de las profundas sesiones del Seminario Filosofía de la Técnica. El 7 de abril de 2021 el Seminario se inaugura con la conferencia de Pablo Rodríguez: "Surgimiento y actualidad de la Filosofía de la Técnica". Se presentaron un total de 23 conferencistas de diversos profesionistas entre pedagogos, filósofos, sociólogos y otras disciplinas; participaron colegas de países tales como Colombia, México, Chile, Argentina, Perú y Brasil. Todos ellos de diversas instituciones, tales como las Facultades de Estudios Superiores Acatlán y de Filosofía y Letras ambas de la unam, Universidad Autónoma de Zacatecas, Universidad Autónoma de Nuevo León, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Universidad Pedagógica Nacional, Universidad Pedagógica Tecnológica de Colombia, UNIMINUTO de Colombia, Universidad Estatal Paulista y Universidad Federal de São Paulo de Brasil, Universidad Científica del Sur de Perú y de la Universidad Andrés Bello de Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jul 2023
ISBN9786073074773
Pensar la técnica: vida, cultura y educación

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    Pensar la técnica - Marco A. Jiménez

    NATURALEZA Y TÉCNICA

    La parte del ápeiron

    Sergio Espinosa Proa

    [*]

    I

    Si hubo una época en donde la naturaleza fue concebida como una máquina, la actual es la que —con todo lo que ello implica— hace de las máquinas una extensión de la naturaleza. Gilbert Simondon (1924-1989) es clave en este movimiento de reivindicación de los derechos del objeto técnico. Se le ha comparado, en este sentido, con Michel Serres (1991) y con Bruno Latour (2007). Pero es Gilles Deleuze quien, gracias a la popularidad de sus propios escritos, lo ha hecho famoso. Ni tecnofilia, ni tecnofobia: Simondon se propone una genealogía del objeto técnico. Desde Nietzsche, la pregunta genealógica inquiere no sobre el origen de algo, sino acerca de su procedencia. Más exactamente, tal pregunta no se conforma con una definición neutra, platónica o aristotélica, y tal vez menos aún dialéctica; es decir, según una metafísica evolutiva presidida por el espíritu, sino que le preocupa saber qué quiere eso que, por encima de todo, le interesa. En concreto: ¿es el objeto técnico una manifestación de la voluntad de poder o, por el contrario, síntoma de decadencia y disminución de ésta? A fin de responderla, es obligatorio desplazar, en principio, el centro de gravedad; nos agrade o nos disguste, el hombre no ocupa más esa posición de privilegio. Tal vez nos baste, por lo pronto, con leer a Foucault. Mientras abriguemos pruritos humanistas o escrúpulos críticos, es imposible entender a Simondon. Es imposible, hablando fuerte y claro, entender cualquier cosa.

    La tecnofobia es una variante de la xenofobia. Si existe, se debe a que la gente es, por lo común, ignorante y resentida. Pero la tecnofilia no es mejor; idolatrar a las máquinas sigue siendo señal de inmadurez. Así, vuelve imperioso moverse entre ambos extremos. El objeto técnico no es un objeto íntegramente servil, pero tampoco pertenece al ámbito de lo sagrado. Está animado, penetrado de significación y no puede no ser portador de valores. Es humano, no una amenaza a lo humano. A los humanistas tradicionales esta circunstancia se les escapa: creen que el objeto técnico viene de un limbo donde no caben los seres humanos o, más bien, las personas realmente humanas. Lo primero que quiere mostrar Simondon, contra estas reacciones, muy infantiles, es que el objeto técnico representa un producto cien por ciento humano, pero agregando que lo humano en cuanto tal se modifica de modo irremediable gracias a su presencia. En su máxima expresión, la máquina se imagina como el perfeccionamiento de la voluntad de poder, pero ésta puede contemplarse desde el ángulo, demasiado estrecho, de la dominación y el avasallamiento. Persiste, de esta forma, el resentimiento y el temor. Una máquina no sólo sirve para incrementar nuestras fuerzas agresivas, y ni siquiera para fortalecer las defensivas, sino que incrementa nuestra potencia independientemente del uso que le demos. Los objetos técnicos quieren algo pero, en principio, es difícil detectar qué. La pregunta está removida de lugar, según advertimos; no se trata de saber qué quiere el hombre a través de la técnica, sino algo mucho más interesante y exigente, qué quiere ella del mundo en general y de los hombres en particular. Es casi evidente que, desde tal perspectiva, ya tampoco guarda mucha vigencia —aunque ciertamente no sea sensato prescindir de ella— la interrogación de Heidegger.

    La tecnofilia es ingenua porque suele dar por descontado que la técnica proporciona al hombre un poder incondicional. Simondon no se priva de imprimirle cierto vuelo lírico al formular su crítica:

    El deseo de potencia consagra a la máquina como medio de supremacía, y hace de ella el filtro moderno. El hombre que quiere dominar a sus semejantes suscita la máquina androide. Abdica entonces frente a ella y le delega su humanidad. Busca construir la máquina de pensar, soñando con poder construir la máquina de querer, la máquina de vivir, para quedarse detrás de ella sin angustia, libre de todo peligro exento de todo sentimiento de debilidad, y triunfante de modo mediato por lo que ha inventado. Ahora bien, en este caso, la máquina convertida por la imaginación en ese doble del hombre que es el robot, desprovisto de interioridad, representa de modo demasiado evidente e inevitable un ser puramente mítico e imaginario (2018:32).

    Ese robot no existe, ni siquiera es una quimera. Es el efecto ilusorio de transplantar a la máquina una cualidad específicamente humana. Tan absurdo como imaginar que los personajes plasmados en una pintura están vivos y se saldrán un día del lienzo para atacar a la gente de verdad. Esa infatuación en modo alguno corresponde a la voluntad de poder que, leyendo a Nietzsche o Deleuze, comprendemos que sólo cuando decrece se convierte en sed de dominación y afán de supremacía. La voluntad de poder no es fascista, pero fácilmente, bien lo sabemos, podría considerarse como tal.

    Ni una ni otra: para comprender el objeto técnico hay que remontar dos muy arraigados prejuicios simétricos. Ni es un objeto muerto, inerte, un simple ensamblaje material, ni constituye una amenaza a la humanidad o a la dignidad del hombre. En realidad, ambos son facetas del mismo prejuicio y a las máquinas se les ha privado de significado en virtud de la amenaza que supuestamente alojan en sí. El resultado es, en todo caso, el mismo: la esclavitud. Se cree que solamente así no se rebelarán un día y nos sojuzgarán; pura ciencia ficción. Simondon se opone frontal y firmemente a esta conformación (y la evolución o desarrollo de la técnica, a medio siglo de distancia, le da en gran medida la razón). Pone el ejemplo del director de orquesta: el hombre está entre las máquinas, no encima de ellas. Ha contribuido, con un sutil esquema, a casi aniquilar su satanización. No lo ha logrado por completo, porque su posición, con la discreción que la caracteriza, impacta en todo el espesor de la cultura. Porque se trata de incorporar con todos los honores a la técnica, que el humanismo ramplón y muy empolvado condena sin mucha reflexión. Pero también es justo matizar la postura de Heidegger, que no ha visto en ella otra cosa que una provocación perpetua, una abominable violación de la naturaleza. Simondon no se ciega a ese vector, pero tampoco se aprecia totalmente dispuesto a absolutizarlo. En su tesis secundaria, Simondon se pronuncia por una auténtica reforma de la cultura, y para ello es imprescindible revalorar a la técnica, reconfigurar sus verdaderas relaciones con los hombres y con la naturaleza. La fase salvaje de sobreexplotación de los recursos forestales, animales y energéticos del planeta llegó a su fin, incluso antes de la época en que escribía nuestro filósofo. Ese optimismo pertenece al siglo XVIII. Pero el de Simondon no deja de ser, a su turno, un profundo optimismo: la máquina no tiene porque significar siempre la vampirización de la naturaleza o de los hombres, instaurar una especie de prótesis parasitaria sino, muy al contrario, erigirse como un medio de estabilización. La técnica puede ser, como la vida, neguentropía: combate el desorden. La máquina es aquello por medio del cual el hombre se opone a la muerte del universo, hace más lenta, como la vida, la degradación de la energía y se convierte en estabilizadora del mundo (Simondon, 2018:38). Seguramente Heidegger le cargó demasiado las tintas a la perversidad congénita de la técnica, pero con Simondon y su singular ontología del objeto técnico nos encontramos en el otro extremo del espectro. ¿Quién podrá tener la razón?

    II

    No se encontrará una sola mención a Gilbert Simondon en las 220 páginas de ¿Qué es la filosofía? (Deleuze y Guattari, 1997). Hay tres referencias a él, a pie de página, en Diferencia y repetición (Deleuze, 2002). Pero es en Lógica del sentido (Deleuze, 1989), donde resulta palmaria su relevancia de cara a lo que Gilles Deleuze quiere lograr: dicho brevemente, su proyecto consiste en establecer una filosofía de la inmanencia, y para alcanzarla la teoría simondoniana de las singularidades representa un gran aporte. Por propia confesión, sabemos que la Serie decimoquinta y la Serie decimosexta le deben todo al libro de Simondon L’individu et sa genèse physico-biologique, al que había dedicado una apretada recensión en su momento (publicada, de modo póstumo, en La isla desierta y otros textos [Deleuze, 2005]); sólo difiere de él, dice Deleuze a pie de página, en las conclusiones. La perspectiva que ofrece el tecnólogo es muy distinta, sumamente fresca. Quizá todo forma parte de la operación fundamental, sustentada en la puntual y rigurosa inversión del platonismo. Deleuze sospecha del desdoblamiento clásico entre esencia y apariencia; propone aquí, en cambio, otro deslizamiento: impasibilidad y génesis. Lo que busca es, ante todo, escapar de una esfera trascendental respecto de la cual lo inmanente vendría a ser la copia. El concepto de singularidad responde a esta exigencia. Al llegar a esta serie, Deleuze ya ha distinguido cinco características especiales. La tercera de ellas concierne a lo formulado concretamente por Simondon: que "lo vivo vive en el límite de sí mismo [...] (Simondon, en Deleuze, 1989:119. El énfasis es mío). No sólo le ha callado la boca a Platón; también lo ha hecho con Descartes. La idea general, muy fecunda, es que la profundidad está en la superficie. ¿De dónde brota la vida del individuo, de dónde brota su conciencia? Hay todo un reino preindividual, presubjetivo, sin el cual el alma nunca podría tener lugar. De hecho, el alma" sólo es una palabra endosada al término de un proceso en el que lo orgánico y lo inorgánico, lo inconsciente y lo consciente, se entrelazan según líneas tan abigarradas como casi caprichosas. En ese proceso, la membrana —el borde de lo interior y lo exterior— desempeña un papel decisivo. Lo trascendental no es una esfera, sino un campo, cruzado o constituido de facto por series heterogéneas. Simondon ha trabajado en él, y Deleuze reconoce con simpatía sus componentes: energía potencial, resonancia interna, superficie topológica de las membranas, organización del sentido y estatuto de lo problemático. Se podría uno preguntar por qué Deleuze no continúa por los caminos seguros —aunque un tanto trillados— de la tradición metafísica. ¿Con qué fin tanta complicación? A uno, fundamental: dejar de organizar todo en torno al yo, es decir, en torno a Dios. El paso del yo al nosotros viene de esa —ilusoria, aun sí eficaz— manera asegurado. Al contrario, se trata de comprender el devenir, no de cubrirlo con los velos del ser inmutable y sin mácula. Comprender el ser como devenir modifica todo de raíz. Desde Platón hasta Hegel, la metafísica da vueltas sobre sí misma; trabaja en la fundamentación de lo ya fundado. Parte de la conciencia, cuando es ella lo que debería mostrar como punto de llegada. Y esto es justamente lo que quiere indagar Simondon. La conciencia aparece como una realidad primaria y lo cierto es que es uno de entre mil posibles destinos. Lo que se propone Deleuze es explorar el territorio abierto entre el caos y el cosmos. Ambos son polos que se van constituyendo: nunca aparecen de golpe. El devenir-cósmico del caos y el devenir-caótico del cosmos nombran, respectivamente, procesos que sustituyen una forma de pensar fuertemente teológica, dominante durante siglos (en su formato medieval o en el moderno). "En otros términos, la metafísica y la filosofía trascendental están de acuerdo en no concebir singularidades determinables más que aprisionadas en un Yo [Moi] supremo o un Yo [Je] superior" (Simondon, en Deleuze, 1989:121. El énfasis es del autor). El ego cogito no es tan distinto del Dios de la tradición; el uno necesita del

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