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Los países de Einstein
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Los países de Einstein

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Albert Einstein aunaba la audacia intelectual con una frescura desconcertante, una imaginación ardiente sostenida por una obstinación imperturbable. Pero, ¿cómo acercarse a una forma de pensar y de creer que no tiene parangón? Étienne Klein recorre sus pasos y viaja a los pueblos y ciudades donde Einstein forjó su revolucionaria forma de pensar.
Aarau, donde, a los dieciséis años, se preguntó qué experimentaría al cabalgar sobre un rayo de luz; Zúrich, donde se graduó en 1901 y se apasionó por la física experimental; Berna, donde, entre marzo y septiembre de 1905, publicó cinco artículos, entre ellos uno sobre la relatividad especial, que iban a revolucionar la relación entre el tiempo y el espacio; Praga, donde en 1912 tuvo la idea de que la luz es desviada por la gravedad, delineando así el futuro de la teoría de la relatividad general. A continuación, Bruselas, Amberes y, finalmente, Le Coq-sur-Mer, donde, en 1933, Einstein se refugió unos meses antes de abandonar definitivamente Europa por los Estados Unidos.
La de Albert Einstein (1879-1955) es una vida de exilios sucesivos, vinculada a la física. Es un continuo replanteamiento, fiel al espíritu de la infancia. Es un misterio que Étienne Klein afronta con tanto cariño como admiración.
IdiomaEspañol
EditorialLibrooks
Fecha de lanzamiento9 ene 2023
ISBN9788412653601
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    Los países de Einstein - Étienne Klein

    1

    SALA DE APELACIONES

    El eje normal de la ensoñación cósmica

    es aquel a lo largo del cual el universo

    sensible es transformado en

    un universo de belleza.

    GASTON BACHELARD

    Incluso acabada, toda vida se prolonga fuera de ella misma, en el cielo en que se convierte para otras vidas.

    Ya de adolescente, lo necesitaba en el paisaje. En las paredes de mi habitación, había colgado dos retratos suyos. En uno de ellos aparecía joven, elegante, con mirada chispeante y boca golosa ornada por un bigotillo; el otro lo mostraba viejo, atormentado, vestido de forma desaliñada, con el pelo largo y los ojos infinitamente tristes. Yo no comprendía cómo el primero podía haberse convertido en el segundo. A su lado, Giacomo Agostini y Barry Sheen inclinaban sus motocicletas de carreras en un ángulo imposible.

    Desde nuestro primer encuentro, aquel hombre empezó a expandir mi universo: yo tenía entonces diez años y me inicié en la física sin conciencia de ello. Por más que muriera en 1955, tres años antes de mi nacimiento, nunca ha dejado de estar a una distancia bastante grande —pero jamás infinita— de mi propia existencia. Con ciertos seres, el tiempo póstumo se convierte en tiempo vivo, sutil, nutricio.

    En aquella época, yo solo sabía, y de una manera vaga, que él había trastocado varias veces la organización del pensamiento de los físicos, que había provocado una formidable sacudida en los conceptos de la disciplina y, sobre todo, que era el descubridor de una fórmula de simplicidad inesperada (E = mc2) con la cual se habían abierto infinidad de puertas al conocimiento de la luz, al agitado mundo de las partículas y al gran universo mismo.

    Recuerdo que hubo una anécdota que me marcó. Cuando Eduard, su segundo hijo, le había preguntado por qué se había hecho tan famoso, él había respondido: «Cuando un escarabajo ciego camina por la superficie de una rama de forma curva, no percibe que el recorrido que hace también es curvo. Yo tuve la suerte de darme cuenta de lo que el escarabajo no puede ver». Aunque no acabé de entender del todo la frase, me dejó intrigado, sobre todo porque proseguía con extrañas consideraciones acerca de la curvatura del «espacio-tiempo» y la desviación de los rayos luminosos que pasan cerca de una estrella. Entonces, ¿el espacio-tiempo es curvo? ¿La luz no va en línea recta? ¿Y el tiempo también gira? ¡Menudo lío!, pensé, sin poder ir más allá debido a mis pobres conocimientos y limitado raciocinio. Sin embargo, mi imaginación se desbocó como un purasangre.

    Con frecuencia, según dicen, este hombre no se ponía calcetines, o solamente uno, porque su gran dedo gordo del pie, muy cortante al crecerle la uña, siempre acababa agujereándolos. Y, aunque hubiera un cielo amenazador, se resistía mucho a llevar sombrero, pues aducía que el pelo se le secaba más rápido que cualquier cubrecabezas. Este argumento, según el cual uno puede prescindir tranquilamente de ciertas cosas que se estropean con demasiada rapidez o que no son indispensables, a mí me parecía tan extravagante como preciado, o incluso liberador.

    Cuando llegué a la edad adulta, en los períodos de mayores excesos, traté de hacer mía una de sus poderosas frases, aunque sin nunca lograrlo verdaderamente: «Yo no duermo mucho, pero duermo rápido».

    Su línea de universo, ya demasiado alejada de la de los vivos, hace imposible que nadie pueda caminar a su lado. Solo podemos seguir su rastro. Quizá el tiempo no sea más que la cuarta dimensión del espacio-tiempo, pero hay algo que lo hace diferente de las tres primeras: no podemos desplazarnos por él a nuestro antojo, como sí hacemos por el espacio. El pasado es el pasado, para siempre inaccesible desde el instante en que deja de ser presente.

    Así pues, ¿cómo tratar con un ausente que te acompaña desde hace tanto tiempo?, ¿con una sombra tutelar cuyos pasos puedes oír resonando sobre el adoquinado del mundo? Cuando me asaltaba la idea de escribir, me dejaba convencer por todo tipo de objeciones, a cuál más inapelable, para no intentarlo: Albert Einstein es una figura monumental, un monolito imponente, en sí mismo una mitología inmutable; una especie de intelectual total, además de un héroe popular, al que se le han dedicado (en vida y tras su muerte) más de dos mil libros, millones de artículos y cientos de documentales; una persona tan fotografiada que su cara nos resulta igual de familiar que la faz de la luna; alguien a quien han esculpido, decorticado2 y profusamente catalogado; y un personaje que en el año 2000, entre una lista impresionante de grandes figuras, fue elegido por los lectores de la revista Time para simbolizar al «hombre del siglo xx».

    Suficiente para dejarme paralizado. Si resulta que la albertología es ya una ciencia antigua y prolífica, ¿qué decir que no se haya dicho ya?

    A falta de una respuesta convincente, se imponía ponerse en marcha, de una manera o de otra. Para empezar, decidí hacer un viaje en bicicleta.

    En bicicleta, sí. La idea surgió cuando volví a ver, a raíz de un artículo, una famosa fotografía tomada en febrero de 1933 delante de la casa de su amigo Ben Meyer, en Santa Bárbara, California: Einstein tiene cincuenta y cuatro años, monta en bicicleta y sonríe. Hay en esa imagen una mezcla de grácil movilidad y de potencia intelectual, de vigorosa madurez y de frescura infantil. Al verla, tuve la impresión de que Einstein me saludaba. Como pie de foto, podía leerse este aforismo que se le suele atribuir de forma sin duda abusiva: «Con los hombres sucede lo mismo que con las bicicletas: solo cuando están en movimiento pueden mantener el equilibrio fácilmente». Entendí este comentario de sentido común físico-existencial como una invitación al viaje, algo que con cierto poema de Einstein, escrito al regresar de un paseo en bicicleta y que yo descubrí un día de marzo de 2015, se me hizo ya irresistible:

    Jamás vi nada más bello.

    En lo alto el sol, en nosotros la paz.

    Todos los corazones, extasiados.

    Y yo, sin recelo ninguno,

    ¡pedaleando como un bendito! 3

    _______________

    2.   Inmediatamente después de su muerte, pese a la oposición expresa que él mismo formuló en vida, su encéfalo fue extirpado y seccionado en doscientas cuarenta láminas que se distribuyeron entre diversas instituciones, donde se las estudió minuciosamente con la esperanza de detectar alguna particularidad morfológica susceptible de explicar su genialidad, como si se tratara de un mecanismo insólito que por fin podía ser desmontado.

    3.   Einstein escribió esta poesía el 18 de febrero de 1933, en California. Citado en SUGIMOTO, KENJI. Einstein, biographie illustrée. Trad. [al francés] Jean-Pierre Bardos. París: Belin, 1990, p. 128.

    2

    PEDALEANDO BAJO LA LLUVIA

    Las personas a las que no les gusta la bici

    nos molestan, incluso cuando no hablan de ella.

    MICHEL AUDIARD

    Primavera de 2015. Lleno de impaciencia, con un cuaderno de notas en el bolsillo y un casco ya casi encajado en la cabeza, compré un billete de tren para Basilea, la puerta de entrada a la Confederación Helvética. Me proponía comenzar por la adolescencia de Einstein, por Suiza. Aarau, Mettmenstetten, Zúrich y Berna, las ciudades en las que vivió de los dieciséis a los treinta años, donde sus ideas fueron lentamente madurando, a veces en la adversidad, hasta producir unos auténticos fuegos artificiales en 1905, una explosión conceptual única en la historia de la física. Después iría a Praga, Bruselas, Amberes y De Haan. Porque fue en Europa donde Einstein se mostró más creativo, hasta que se vio obligado a abandonarla, en 1933.

    ¿Se trataba de una especie de peregrinaje? Yo no tengo alma de peregrino. Más bien era una tentativa ambulatoria, una suerte de inmersión dinámica en la historia por mediación de la geografía. Sobre todo, tenía la esperanza de que los lugares que Einstein había pisado conservaran, por un efecto de histéresis, un halo diferido pero perceptible de su presencia; como una especie de palimpsestos en los que se superpusieran diferentes capas de realidad, confundidas en el espacio pero separadas en el tiempo.

    Después de tres horas de viaje en un tren de alta velocidad, llegué a buen puerto, o a buena estación, para ser más exactos. O quizá fuera la ciudad de Basilea la que se detuvo ante el tren, pues, en virtud del mismo principio de relatividad, ambas formulaciones son perfectamente equivalentes. Tras pasar la noche en un hotelito a orillas del Rin, apenas amaneció alquilé una sólida bicicleta roja y dos grandes alforjas negras que acoplé en el portaequipajes. Devolver el vigor existencial al pasado de Einstein recorriendo a velocidad humana el presente del espacio terrestre: esa era la idea. Dirección: Zúrich, pasando por Aarau. Zúrich, claro, porque allí está el Instituto Politécnico en el que Einstein cursó sus estudios de ingeniero; y Aarau, porque fue donde pasó —felizmente, según él mismo cuenta— su decimoséptimo año, pero especialmente porque allí se formuló la pregunta que más adelante le llevaría a la revolución relativista. Una pregunta extraña, a contracorriente del modo de pensar habitual en los físicos: en ella, el propio cuerpo entra en escena, proyectado por la imaginación en situaciones extrañas en las que continúa sintiendo y percibiendo. Una pregunta que nos hace, a nuestra vez, preguntarnos por qué caminos y en virtud de qué clase de locura pudo surgir en una cabeza tan joven. ¿Cómo percibiría yo la luz si estuviera montado en un rayo luminoso?, se preguntó. En esa situación, las ondas electromagnéticas que componen la luz me parecerían estacionarias, se dijo entonces. Sería un fenómeno imposible, pues la luz solo existe si se desplaza; nadie ha visto jamás un rayo luminoso inmóvil. Esta paradoja orientaría durante mucho tiempo la reflexión de Einstein. Nueve años más tarde, en 1905, en Berna, Einstein la sustanciará en una nueva teoría física: la teoría de la relatividad especial.

    Parecía obvio, pues, que mi recorrido debía comenzar en la capital del cantón de Argovia, al pie de la cara sur del macizo del Jura: partiría de Aarau, la pequeña ciudad inaugural de uno de los más grandes vuelcos conceptuales del siglo xx.

    En Suiza, las pistas para ciclistas entre dos ciudades o dos pueblos rara vez bordean las carreteras. Sus curvas toman una dirección tangente a través de campos y bosques, lejos de los coches y los camiones. Muy bien asfaltadas y mantenidas con esmero, forman un mundo aparte y apartado. Por supuesto, aunque por ellas el trayecto fuera más largo, decidí tomar las que unen Basilea y Aarau, pues tenía en mente una frase de Gérard de Nerval que me parecía un eco anticipado de la insólita urdimbre del espacio y el tiempo formalizada en la teoría de la relatividad especial:

    Eso me dio la idea de volver a París por

    Ermenonville, que es el camino más corto

    en distancia y más largo en tiempo, aunque

    el ferrocarril hace un codo enorme para

    alcanzar Compiègne.4

    Los desvíos suelen tener un encanto que no poseen los caminos más transitados. Excepto, quizá, cuando llueve a mares. Porque el hecho de que «el tiempo que pasa» sea relativo no impide que «el tiempo que hace» pueda ser execrable de la más absoluta de las maneras. Incluso un primero de mayo, en plena primavera.

    Bajo una lluvia incesante, el día de la Fiesta del Trabajo, recorrí sesenta kilómetros de colinas, tan ondulados que al mismo Euclides le habrían hecho dudar de la pertinencia de sus axiomas. Las condiciones eran dignas de Gimme Shelter; lo que a alguien como yo, que soy un enamorado de las agitadas cumbres, tampoco le venía nada mal, pues me gusta el aire frío, cuando se alborota y arremolina. Es más, mis alforjas plastificadas eran completamente estancas, mis gemelos se mantenían elásticos y yo me sentía en plena forma. Estaba descubriendo la campiña helvética, plena de equilibrio a pesar del mal tiempo, con sus bosques, sus sólidas casas, sus laderas y el tañido lejano de las campanas. El camino espejeaba. Pedaleaba dentro de una postal mojada.

    La consideración que otorgamos a la lluvia es relativa. Depende de las circunstancias y de nuestro equipo, desde luego, pero también del tiempo que dure. Cuando Chagall llegó a París en 1911, pintó una obra magistral, La lluvia, de la que siempre me acuerdo en cuanto algunas gotas de tamaño aún dudoso amenazan con aumentar la humedad del ambiente. La dinámica de este cuadro es ambivalente, incluso paradójica: el gris y el negro del cielo anuncian tormenta; en el centro de la tela, un árbol frutal de tronco arqueado. ¿A causa de una ráfaga de viento? Podría ser. Sin embargo, las hojas no se mueven. A la derecha, un hombre sale de una casa de madera y abre tranquilamente un paraguas, como si la lluvia fuera para él una broma sin malicia.

    El mismo fenómeno puede observarse sobre una bicicleta. Al menos, al principio: la felicidad del pedaleo supera con creces la contrariedad del diluvio. Pero cuando la lluvia se prolonga acaba convirtiéndose en un pequeño tormento. Combinada con la velocidad, el agua se vuelve gélida y empieza a aguijonear, cegar y empapar; transforma la calzada en pista de patinaje, anula los frenos y hace castañetear los dientes. Entonces, la siguiente cafetería helvético-alemana cuyo letrero asome en lontananza se convierte en la adecuada; o incluso, por decirlo claramente, en una sucursal del paraíso. Por más que tengas los pies helados y la ropa chorree, se te acoge de forma bastante amable. Antes incluso de haber pedido nada, aparece un tazón de sopa, lo que constituye una violación del principio de causalidad (que exigiría el orden inverso). El tazón llega acompañado de dos o tres bromas de la patrona referentes al hecho de preferir hacer un esfuerzo de muerte, cuando uno bien podría «preferir no hacerlo», como diría aquel. Sales de allí exultante, después de «haber recuperado bien», como en tal ocasión podría decir un ciclista profesional. Tan convencido estás que aceleras y dejas atrás a ese pelotón ficticio y supervitaminado del que, supuestamente, te estás escapando. Pero la cosa no dura mucho. Bien pronto, el cuerpo se hace de nuevo el interesante. Tiembla, tirita bajo la lluvia que acribilla el suelo con pequeños proyectiles blancos. No obstante, sensible al desprecio y a la indiferencia que puede manifestarle su propietario, en cuanto comprende que nada puede hacer para ablandarlo o menoscabar su motivación, consiente en cumplir dócilmente con su cometido, sin lloriqueos, hasta el siguiente bar… Y, de ese modo, a base de tabernas periódicamente avistadas y de inmediato tomadas por asalto, a primera hora de la tarde iba a alcanzar mi primer destino: Aarau. ¡Hurra!

    Con ojos extraviados, la cabeza hundida entre los hombros y a la velocidad en que lo haría un afilador, sigo el Albert-Einstein-Weg, un caminito asfaltado que discurre entre céspedes plantados de abedules, siempre junto al río Aar hasta la entrada de la ciudad, una vía cuyo mero nombre ya me revelaba que no me había perdido.

    De inmediato, la singularidad del lugar se ofrece a la vista: amplios aleros con frescos llenos de color, los famosos Dachhimmel de motivos bíblicos, florales o artesanales que animan literalmente la ciudad desde el siglo xvi. La redoblada intensidad de la lluvia no me impedía ser sensible a la delicadeza de Aarau, a su carácter pintoresco.

    Pie a tierra, como corresponde en las zonas peatonales, no tardé en llegar al centro histórico, donde deambulé por el corazón de la antigua fortificación medieval, restaurada y armoniosa, a través de callejuelas vueltas a pavimentar con losas y piedras naturales. Casas burguesas y más casas burguesas, en continua sucesión, imponentes y suntuosas. De pronto, al doblar una calle surgió, rasgando el cielo, un alto campanario: el de la iglesia de la Reforma.

    Aarau es una de esas ciudades, grandes o pequeñas, que se apoderan de la mirada e inundan la conciencia, que desprenden una atmósfera propicia para las experiencias interiores. En ella, uno se siente como en casa, incluso aunque no la conozca en absoluto.

    Gracias a un cúmulo casi milagroso de circunstancias, este pequeño refugio espiritual le ofreció a Einstein el antídoto contra la excesiva rigidez de la educación alemana que había recibido en Múnich, una educación que, por más que también él fuera alemán, se le había hecho insoportable.

    _______________

    4.   DE NERVAL, GÉRARD. «Las hijas del fuego. Angélique, Cuarta carta». En: Gérard de Nerval. Poesía y prosa literaria. Trad. Tomás Segovia. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004. (N. de los T.)

    3

    ¡VIVA LA LIBERTAD!

    En la luz del atardecer,

    me pareció que los años se confundían

    y que el tiempo se hacía transparente.

    PATRICK MODIANO

    Siendo la ciencia augural una ciencia mal cimentada, puede ocurrir que el devenir de la historia acabe desmintiendo radicalmente sus predicciones.

    «Nunca llegarás a ser nadie», tronó cierta mañana de 1895 el profesor de griego del Luitpold-Gymnasium contra el alumno Einstein, quien protestó afirmando que él no había cometido ninguna ofensa. «Tu mera presencia hace que la clase no me respete»,5 replicó aquel pésimo visionario.

    En Múnich, Einstein tenía la impresión de que los profesores de su instituto, aquellos sargentos, le eran hostiles. Una impresión, sin duda, fundada: «Mi mala retentiva para las palabras me causaba grandes dificultades —recordará—, pero me parecía absurdo luchar por evitarlo. Preferí soportar todos los castigos antes que aprender maquinalmente y de memoria».6

    Por su parte, sus compañeros de clase consideraban a aquel joven de quince años como un fenómeno extraño, un chico de buena constitución pero que nunca golpeaba un balón, se mostraba reacio a correr y no se integraba demasiado. Les sorprendía también que leyera obras de divulgación científica que no se ajustaban a su edad, como los libros de ciencias naturales de Bernstein; Fuerza y materia, de Büchner; Cosmos, de Alexander von Humboldt; o el tratado de geometría plana de Spieker, todos regalos de Max Talmey, un estudiante de medicina sin un céntimo, quien durante varios años fue a comer cada semana a casa de los Einstein. Sus condiscípulos tampoco comprendían su falta de entusiasmo ante la inminente perspectiva de cumplir con el servicio militar. Einstein manifestaba una aversión instintiva a la violencia y la brutalidad. No le gustaban los desfiles militares, cada vez más frecuentes, por las avenidas de las principales ciudades alemanas. Detestaba el golpeteo de los talones claveteados y los herrajes de las cabalgaduras sobre el adoquín. Le resultaba odioso que los miembros del gobierno llevaran uniformes militares o que los conductores de taxi vistieran ropa marcial. Ese entorno le exasperaba e incluso acabó trastornándole los nervios, más aún cuando al cabo de unos meses hubo de arreglárselas él solo. Su familia había tenido que emigrar a Italia a causa de sus dificultades económicas, después de que el padre hubiera

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