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Instinto de supervivencia
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Libro electrónico303 páginas4 horas

Instinto de supervivencia

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Una familia lleva años golpeada por una tragedia. Y la persona que había sido protagonista de esa tragedia vuelve a aparecer.Está a punto de desatarse un juego de manipulaciones y engaños a varias bandas. El asunto es ¿qué está dispuesto a hacer cada cual para seguir su instinto de supervivencia? Algunos personajes ya se conocen, pero otros no, y quizás sean estos nuevos los que puedan cambiar el resultado final.Ramona Solé arma un thriller psicológico con una red de relaciones donde las cosas pueden ponerse muy tensas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento3 ago 2022
ISBN9788728399897
Instinto de supervivencia

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    Instinto de supervivencia - Ramona Solé Freixes

    Instinto de supervivencia

    Copyright © 2020, 2022 Ramona Solé and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728399897

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Alba y Tània,

    siempre

    «Todos los males han de ser juzgados pensando

    en el bien que llevan en ellos y en los males

    mayores que nos pueden esperar»

    Daniel Defoe

    «Traicionamos para ser leales»

    John Le Carré

    1

    Dicen que para suicidarse tienes que ser valiente, o quizás es más valiente quien se enfrenta a los motivos y los intenta vencer. Yo no sé si soy valiente, pero hoy, hoy me suicidaré.

    Tengo miedo, de hecho, siento pánico.

    Miedo, sobre todo, de equivocarme, por mis hijos, porque todo lo que he planeado, lo he hecho pensando en ellos.

    ¿Qué pensarían mis padres si supieran lo que estoy a punto de hacer? Ellos, tan tranquilos allá en la montaña. Se horrorizarían. He tenido la tentación de explicárselo, solo para que lo impidieran, para que me detuvieran. Jean, tú sabes mejor que nadie que lo he intentado todo. Me haces tanta falta, me siento tan sola.

    No he sido nunca muy creyente, aunque a veces pienso que me gustaría que existiera ese lugar prometido donde algún día pudiéramos reunirnos con los que hemos querido y nos han querido tanto. Seguro que son sentimientos que experimento porque hace tiempo que echo de menos tener cerca a alguien que me quiera, que me cuide, que se preocupe por mí y me ayude a solucionar los problemas del día a día. Mis padres están lejos, la tía está muerta y tu también, Jean.

    Hace demasiado tiempo que no estás y no he sabido salir adelante sin ti. Habría podido explicar a mis padres la situación en que me encuentro, pero no quiero volver a vivir con ellos. Nos pueden dar mucho amor, eso lo tengo claro, pero ellos también han ido tirando a duras penas y no los puedo cargar con lo que es mi responsabilidad.

    Me miro al espejo y no me reconozco. Desde pequeña papá me ha dicho que acertaron con mi nombre, Sofía, porque me parezco un poco a la actriz, Sofía Loren. Me parecía, porque ahora me veo demasiado delgada, tengo el cansancio esculpido en el rostro, mi pelo no luce y en mis ojos solo se adivina tristeza. Tengo treinta años, pero me miro y me parece que tengo muchos más, quizás porque he pasado por demasiadas cosas.

    Si he tomado una decisión equivocada, tampoco será tan grave. Una vez muerta se acaba el sufrimiento, ¿no?

    Me engaño a mí misma. Si me equivoco, las consecuencias serán graves. No lo hecho hasta ahora por nuestros hijos, que eran los que me empujaban a seguir, a luchar, y ahora lo haré justamente por ellos, porque todo ha de cambiar, porque tengo que descargarlos de este lastre de madre que no los deja avanzar, y que acabaría hundiéndoles en el mismo infierno en que me estoy consumiendo. Hoy tengo que ser una madre valiente, y si les vuelvo a fallar, si todo lo que está a punto de pasar es parte de mi locura, espero que sepan perdonarme.

    Jean, tú siempre decías que tenemos que esforzarnos en buscar el camino, que poseemos más fuerza de la que nos imaginamos y que si se intenta con ganas, se encuentra la manera de salir de las situaciones más difíciles.

    Siento que he tocado fondo y el suelo no está duro, no me puedo levantar, la arena me está tragando. Ya no puedo mantenerlos, no puedo protegerlos, las deudas aumentan día tras día. El invierno pasado Noemí estuvo ingresada dos veces por las bronquitis que cogió en buena parte porque no teníamos calefacción, no nos la podíamos permitir y de nuevo nuestros amigos tuvieron que ayudarnos. Como siempre, tendré de devolverles el favor, claro. Este juego de intercambio ya ha durado demasiado, estoy cansada de todo.

    Esta es la salida que he encontrado, Jean. La fuerza que he conseguido reunir, la fuerza que dices que todos tenemos. El instinto para seguir adelante, para salir de la miseria, a mí me ha llevado hacia este camino. Solo así Noemí y Dani podrán tener lo que necesiten. Será un paso arriesgado, pero necesitan ayuda y yo la conseguiré.

    -¡Mamááá, ya te dije que la leche sin cacao no me gusta!

    -Está enfurruñada, siempre tiene sueño por la mañana y se enfada con facilidad-. No me gusta, no me gusta y no me la beberé.

    Tiene los ojos llenos de lágrimas, pero se esfuerza por no dejarlas saltar. Lágrimas de rabia porque seguro que está muerta de hambre, pero a la vez le cuesta ceder y bebérsela sin dejar constancia de su protesta.

    -Perdona, bonita, no me acordé de comprarlo.

    Me cuesta contener el llanto a mí también. Le doy la espalda para que no se dé cuenta.

    Ayer fue un día especial, fuimos a comer al burger y después al cine. Hicimos muchas fotos, imprimí algunas y se las he puesto en la maleta pequeña. Copias para los dos dentro de dos sobres con una carta para cada uno. Son cartas de amor, de esperanza. No recuerdo haber escrito nunca nada tan bonito. Desearía que supieran que les quiero muchísimo, pero las cartas tienen otra función, quiero que quien las encuentre tenga claro qué necesitan.

    Ayer me gasté casi todo lo que nos quedaba. Dos menús, cine y cuatro fotos. ¿Mi herencia?

    Las fotos parecen alegres, aunque si se miran con detenimiento, se nos adivina un trasfondo en la mirada. La pequeña Noemí con los mofletes rosados, risueña. Ella sí que parece que lo esté pasando bien. Preciosa. Nuestra presumida. Dani que la mira de reojo, atento a lo que le pueda faltar, cuidándola y protegiéndola en todo momento. Demasiada madurez en su mirada.

    Yo comí un poco de pan que dejó la pequeña, hace días que casi no como, aunque la verdad es que tampoco tengo hambre. Me cuesta tragar, me cuesta dormir, me cuesta pensar, tengo un nudo en el estómago que cada día aprieta más fuerte. He esperado hasta el último momento por si algo cambiaba, por si llegaba un milagro que nos permitiera continuar al menos como hasta ahora, pero los milagros escasean en tiempo de crisis.

    Hoy tiene que ser el día, lo he planeado con tiempo, he intentado pensar en todo, no olvidar ningún detalle. Hacerlo bien. Los últimos días he estado repasando una y otra vez todo lo que dejaré preparado, todo lo que necesito, los pasos que tengo que seguir. Como en una coreografía, todo ha de estar sincronizado al milímetro.

    Espero que salga bien, porque es la última carta que me queda por jugar.

    -Mira, tengo un trocito de chocolate, si te bebes la leche, te lo doy.

    -¿Para mí también hay? -dice Dani con la voz de quien espera una respuesta negativa. Es todo un hombre y solo tiene diez años.

    -Sí, claro. -Le doy muchos besos y después a la pequeña Noemí-. Sabéis que os quiero mucho, ¿no?

    -Sí… Mamá… Nos lo dices todo el rato…

    -Y vosotros, ¿me queréis?

    -Sí… Mamá… -canturrean los dos a la vez, como acostumbran a hacer a menudo. Un juego ensayado. Mira que eres pesada, mamá, piensan.

    -Yo, ¡más que tú! -grita de una tirada la niña sonriendo porque ha ganado la partida, pero sé que Dani le ha dejado ganar, como siempre-. Ya está la leche. ¿Puedo comerme el chocolate?

    Es tan vivaracha y Dani tan serio. Son muy diferentes, Dani con el pelo oscuro y rizado, los ojos iguales que su padre, cuesta saber si son azules o verdes, a veces te parece una cosa y a veces otra. Cada vez que le miro puedo verlo a él, mi primer amor, mi primera decepción. La pequeña Noemí, en cambio, tan rubia, con el pelo fino y delicado, los ojos marrón claro como los míos, alegre y alocada, como Jean. No parecen hermanos, y de hecho solo lo son por parte de madre, pero no quiero que los separen, se quieren demasiado y tienen un vínculo tan fuerte y especial que seguro que sería terrible si les obligaran a vivir el uno sin el otro.

    Los acompaño hasta la escuela, como siempre, aunque parece que han notado que pasa algo. Dani no dice nada, pero no deja de mirarme con la cara que hace cuando quiere leerte el pensamiento. Me pone nerviosa, pero creo que lo conseguiré. Noemí dice que hoy no voy bien peinada, que quizás tendría que ir alguna vez a la peluquería, que la madre de María va con frecuencia y lleva el pelo brillante y bonito.

    Es muy presumida, Noemí, y querría que yo también lo fuera, pero el presupuesto no acompaña.

    Dani cree que ya es mayor, ya no quiere que le abrace en público, aunque consigo robarle un beso. A la pequeña sí, la puedo abrazar fuerte, muy fuerte, demasiado, me estás espachurrando.

    -¿Tienes que trabajar hoy? -pregunta Dani.

    -No.

    -¿Qué vas a hacer esta mañana? -parece que se resiste a dejarme, como si supiera qué pienso hacer.

    -Muchas cosas. -Intento sonreír-. Vamos, que no lleguéis tarde, marchaos.

    Los veo decirme adiós desde la entrada e intento regalarles mi mejor sonrisa.

    No vuelvo directamente a casa, retengo el llanto hasta que ya estoy en mitad de la pasarela de Cappont. Me apoyo unos minutos de cara al río mientras dejo resbalar las lágrimas hacia las aguas del Segre paseando con la corriente. Solo unos minutos. Después vuelvo al piso. No puedo perder demasiado tiempo, solo quería ver una vez más la postal de la Seu Vella enmarcada con las cuatro nubes que la acarician hoy, blancas y esponjosas, una estampa igual y diferente cada vez que la miras, según el cielo que la rodea. Un emblema que siempre me ha dado fuerza.

    El miedo me acompaña a la vuelta, pero no puedo echarme atrás. Se acerca la hora.

    Hace mucho que pienso en cómo tenía que orquestarlo. La sangre me marea y no sé si lo habría conseguido, demasiado arriesgado. Prefiero que todo sea más suave, menos agresivo.

    Relajarse y dormir. Dormir y esperar.

    Será una novedad, hace mucho tiempo que no consigo dormir más de dos horas seguidas. El médico de cabecera me recetó pastillas, y así empezó a coger forma la idea. Hace semanas que duermo mal, o quizás meses, desde que murió tía Adelina, con quien hemos vivido los últimos años. También encontré pastillas en su mesilla cuando ordenaba después de su muerte. No eran las iguales que las mías, pero leí las instrucciones y en los dos medicamentos ponía que eran hipnóticos, entonces se me ocurrió la idea y pude descansar un poco mejor. Había encontrado un camino.

    He visto en algunas películas que se lo beben con alcohol, pero he decidido no hacerlo, no quiero perder el control. Ya me he tomado alguna y empiezo a notar el mareo. Seguramente porque no he comido nada.

    Todo saldrá bien, me repito una y otra vez. Tendría que estar nerviosa, cuando me he levantado lo estaba bastante, pero las pastillas también se han encargado de solucionarlo.

    Creo que no olvido nada. No me da miedo la muerte, sé que es un alivio, pero a la vez soy consciente de que no debo abandonar a mis hijos. Es todo tan complicado. Morir sería la liberación de todas las cargas que ya no puedo arrastrar. Lo que he decidido hacer no es la mejor solución, pero a veces se debe tomar un atajo.

    Son casi las nueve y media, no puedo perder más tiempo. Ayer llamé a Vincent, quedamos que hoy pasaría por el piso para ayudarme. Si todo va bien, cuando venga hará rato que habré iniciado un nuevo camino. He dejado una carta muy larga con su nombre en el sobre, donde le explico muchas cosas. Lo que necesitaría saber un asistente social o quien sea que la encuentre y la lea, sobre mis padres, las dificultades económicas que siempre han pasado; sobre mis hijos, las necesidades que habría que cubrir.

    Parece que todo está en orden.

    Voy hacia la habitación, ahora estoy bastante mareada. En la mesita tengo más pastillas y una botella de agua. Aquí también está todo en su lugar, todo preparado. Me tumbo en la cama y sigo con mi plan. Los zapatos. Me los saco y los dejo en el suelo, cerca del armario. Cuando venga quiero que lo encuentre todo ordenado. Tumbada sigo notando algo de mareo, pero me siento bien. Muy bien.

    Tengo ganas de llorar, pero no me salta ninguna lágrima, también debe ser efecto de las pastillas, aunque cuando cierro los ojos oigo el eco de los sollozos que emite mi corazón. Los quiero tanto. No quiero equivocarme, pero estoy desesperada y no veo otra salida.

    Otro sorbo de agua. Una última mirada a la habitación, se me cierran los ojos. Tengo una foto de los tres en la mano, de ayer, la miro y les doy un beso.

    Ya no quiero moverme, estoy cómoda, quedan algunas pastillas sobre la mesita. Está bien, todo va bien. Lo siento, Jean, todo irá bien, no te preocupes. Hago un último movimiento, el agua se cae al suelo. No pasa nada. Está bien, no pasa nada, estoy preparada.

    Me cuesta pensar, eso también es bueno, siempre he pensado demasiado.

    Me siento ligera, tranquila. Ya no hay marcha atrás, lo estoy haciendo y me siento bien.

    2

    Raquel salía apresurada de casa, aunque no tenía obligación de ir a ningún sitio, a ninguna hora en concreto. Se había puesto un vestido azul que le daba una imagen elegante y seria, que a la vez perfilaba y acariciaba su figura. Zapatos caros y bolsa a conjunto. Mientras se maquillaba de manera maquinal, pensaba que ya tendría que estar un poco harta de lucir siempre el mismo estilo, pero cuando se imaginaba un nuevo peinado o algún cambio en su imagen, se incomodaba y lo descartaba en el acto.

    Le gustaba que el pelo, color del trigo justo antes de ser segado, se apoyara en los hombros, y que el maquillaje resaltara y potenciara el azul de sus ojos. Sabía que, al contrario del cuerpo, que era espectacular, no tenía la cara agraciada. Las facciones eran demasiado duras, y solo aquel color suave y engañoso de su mirada le suavizaba el rostro. Era alta, tenía una figura que le había costado esfuerzo y dinero conseguir, y había aprendido a potenciarla y hacerla deseable sin perder elegancia.

    Llevaba pocas joyas, pero lo poco que exhibía era siempre de calidad y precio elevado, y como una joya más, el perfume. Anunciaba su llegada y dejaba que persistiera la constatación de su presencia cuando ya hacía rato que se había ido.

    Antes de salir de casa, un último vistazo al espejo. El resultado era impecable. Se encontraba cómoda, segura, y hasta entonces le había dado muy buenos resultados.

    Cerró la puerta con llave y empezó a andar por el pasillo con firmeza. Al pasar por delante de la puerta de la vecina se dio cuenta de que estaba algo abierta. Miró el reloj, las nueve y media, quería visitar a Francisco a las diez en la agencia de viajes, como había hecho cada día aquella semana, para que le fuera explicando cómo funcionaba el negocio. Quedaba tiempo para dar un adiós rápido a Sofía, dudó un momento. Seguramente ya se estaban trasladando, solo tendría que hacer el sacrificio de aguantar una breve conversación y ya no sería necesario que hablaran nunca más.

    Desde que había vuelto a Lleida hacía un par de meses, Raquel Anglada había evitado relacionarse con los vecinos. Había alquilado un piso en la calle del Bruc del barrio de Cappont solo porque estaba cerca de donde vivía Francesc. Él tenía un piso más grande en la calle Jaume II, con vistas al río, y ella esperaba trasladarse allí pronto.

    Ni pensaba quedarse mucho tiempo en aquel pisito, ni tenía intención de hacer amistad con aquella gente que era tan distinta a ella, y aún menos con una familia que parecía que atraían la mala suerte.

    Pero hacía cosa de un mes, había presenciado una fuerte discusión entre el arrendatario y la chica, y se había interpuesto. Ella no acostumbraba a hacer nunca nada parecido, pero el hombre estaba gritando de mala manera a Sofía delante de los niños, la situación era bastante violenta, y qué clase de persona habría parecido si hubiera pasado de largo sin decir nada. Incluso el viejo que vivía al final del corredor había sacado la cabeza y había amenazado con llamar a la policía. Una encerrona de las que no se pueden evitar.

    Después se habían encontrado en el ascensor casi cada día y la chica le había parecido tan débil y esmirriada, y le había dado tanta pena, que alguna vez la había invitado a desayunar al bar de abajo.

    Dudó unos segundos antes de llamar a la puerta, no le gustaban las despedidas ni los dramas, y por lo que le había explicado en los cuatro desayunos que habían compartido, acumulaba unos cuantos.

    Cuando la pareja de Sofía había muerto en un accidente, ella había tenido que dejar el piso que habían compartido porque, sin el sueldo de este, no lo podía pagar. Era francés, aunque hacía ya bastantes años que residía y trabajaba en Cataluña. Jean Candau, que así se llamaba el marido, hacía tiempo que había perdido a sus padres y Sofía nunca había llegado a conocer a nadie de su familia de Francia. Plantearse pedirles ayuda era impensable. Ella, con veintiséis años, sin trabajo, y con dos niños pequeños, se había trasladado a un piso de la calle del Bruc a vivir con la hermana de su madre, soltera de toda la vida y feliz de acogerles.

    Parecía una buena solución. Sus padres habían vivido siempre en Durro, en el Valle de Boí, y aunque iban subsistiendo a duras penas, seguro que habrían estado encantados de acogerlos a los tres, pero las perspectivas de trabajo allá no eran mejores y Sofía necesitaba encarrilar su vida.

    Quedándose con su tía ganaban todos. La mujer era bastante mayor y con la sobrina en casa se ahorraba contratar a alguien que la ayudara en las tareas y a la vez ganaba la compañía de una familia a la que siempre había querido. Sofía y los niños tendrían un buen lugar donde vivir, y la comida y otros gastos iban a cargo de la tía, que muchas veces también se quedaba con los niños si ella tenía que trabajar fuera de las horas en que estaban en la escuela. Así las ganancias de los trabajos esporádicos que conseguía podía destinarlos íntegramente a las necesidades de sus hijos.

    Trabajos de limpieza, sustituciones en tiendas, venta de algunas de las pertenencias de Jean… De esta manera habían subsistido los últimos años, pero hacía unos meses que su tía había muerto y entonces se había quedado sola con los dos pequeños y sin la pensión que les ayudaba a salir delante.

    Raquel no se había fijado demasiado en aquellos vecinos en un principio, pero era inevitable ver la cara de preocupación constante de la chica cada vez que se cruzaban por el pasillo o en el ascensor. Imaginaba que los pocos ahorros que pudieran tener se habían acabado rápidamente. Sofía iba haciendo trabajos de limpieza, aunque no le salían demasiados, el sector estaba saturado. Después de haber intimado queriendo o por fuerza en aquellos desayunos, ella misma le había pedido que diera un repaso a su piso un par de veces, más por pena que porque realmente lo necesitara.

    Raquel ya suponía que Sofía había llegado con la carga de la tragedia después de la muerte de su compañero, cuando la niña solo tenía dos años y el niño seis, pero parecía que estaban consiguiendo salir adelante. Hasta el último año, en que la salud de la tía se había ido deteriorando y ella había tenido que rechazar algunos trabajos para poder cuidarla. En los últimos meses la tristeza había dado paso a la depresión, que seguramente hasta entonces se había mantenido a raya gracias a las atenciones y la ayuda de la tía. Al faltarle esta y complicarse aún más las cosas, la caída había sido inevitable y evidente a ojos de todos.

    El día de la discusión con el arrendatario, Sofía había explicado a Raquel que habían dejado de pagar el alquiler hacía unos meses. Tampoco había para tanto. Pero el hombre les había impuesto una fecha límite para pagar o dejar el piso, sus amenazas habían sido claras, nada de decirlo a ninguna autoridad, ni a ningún payaso de los que se meten donde no los llaman, si no quería acabar mal. Por descontado, que él tampoco pensaba denunciarla para que después tuviera que esperar un desahucio legal. Él siempre se encargaba de sus asuntos en persona. Sofía había confesado a Raquel que si no conseguía el dinero, tampoco esperaría que acabara el plazo para irse, aquel hombre le daba miedo.

    Raquel la había escuchado por educación aunque no le importaba mucho como acabara todo, así que tampoco le preguntó adonde irían para no implicarse más de la cuenta. Ya había hecho bastante al meterse en una discusión que no le incumbía, y pagándole un desayuno decente de vez en cuando.

    Faltaba solo un día para acabar el mes y estaba segura de que aquella puerta abierta significaba que se marchaban. La empujó ligeramente, los niños ya debían estar en la escuela. Le diría que llegaba tarde a una reunión. Un adiós rápido y listos.

    La llamó un par de veces habiendo entrado en el recibidor que a la vez era el pasillo donde confluían los pocos espacios del piso. Avanzó unos metros y miró desde el umbral del comedor. El apartamento era aún más pequeño que el suyo, si Sofía hubiera estado allí ya la habría oído, seguramente estaba bajando paquetes. No había entrado nunca antes, pero todo parecía estar en su lugar, ninguna caja ni bulto. Solo había una cosa que podía romper aquella sensación, dos pequeñas maletas sobre la mesa del comedor.

    Volvió a llamarla sin obtener respuesta. Medio aliviada, ya había decidido irse cuando, mientras volvía otra vez hacia la puerta de entrada, alguna cosa le llamó la atención sobre la encimera de la cocina. Se acercó al umbral y le dio un vuelco al corazón. Había diversas cajas de píldoras abiertas. Se acercó para leer de qué tipo de medicamento se trataba aunque ya lo había adivinado. Eran de diferentes tipos, pero todos de la familia de las benzodiacepinas, psicotrópicos de intensidad diversa. Vio que había los blísteres pero se habían sacado todos los comprimidos. Dejó el bolso y corrió buscando por las habitaciones. No había demasiadas, así que no le costó encontrarla.

    Estaba tendida en la cama. En la mesilla aún quedaban algunas pastillas y otras habían caído al suelo, donde también había una botella de agua, esparciendo su contenido por las baldosas. Le buscó el pulso, no lo encontraba, cosa que era normal porque le temblaban las manos. Corrió hacia la cocina, donde había dejado el bolso, buscó el móvil y volvió hacia la habitación mientras llamaba a Emergencias.

    -Tranquila, ya van para allá. -La voz sonaba monótona, casi despersonalizada, pero a la vez tranquilizadora-. ¿Respira? ¿Me puede decir el nombre de las píldoras? ¿Podría seguir mis instrucciones?

    Hizo lo que pudo mientras llegaba la ambulancia, era temprano, seguro que había ido a acompañar a los niños a la escuela, así que no debía haber pasado mucho

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