Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La religión verde: Amarás a la Naturaleza más que a ti mismo
La religión verde: Amarás a la Naturaleza más que a ti mismo
La religión verde: Amarás a la Naturaleza más que a ti mismo
Libro electrónico293 páginas

La religión verde: Amarás a la Naturaleza más que a ti mismo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

No comerás carne 
No volarás en avión 
Tendrás menos hijos
¿Estamos perdiendo el norte? ¿Tiene sentido tanta preocupación por los animales o nos hemos vuelto locos? Hoy podría parecer más importante salvar una especie rara de mariposa de Papúa Nueva Guinea, que proteger a niños desfavorecidos. De hechos tenemos cientos de miles de niños en centros de acogida a los que nadie mira, mientras perdemos la cabeza por cuidar gatos abandonados. Lo último es hacerse vegano para no tener que matar animales ni utilizarlos de ninguna forma, ¡ni molestarlos! Finalmente hay quien ha decidido no tener descendencia para no presionar más a la madre naturaleza. ¿Sería mejor vivir en un planeta con menos humanos y más animales? ¿Es preferible el mundo sin gente?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 abr 2022
ISBN9788418913518
La religión verde: Amarás a la Naturaleza más que a ti mismo

Relacionado con La religión verde

Naturaleza para usted

Ver más

Comentarios para La religión verde

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La religión verde - Álvaro Mendoza

    Parte I. Animalismo en perspectiva

    Animalistas y objeciones. El presente

    La situación actual. ¿Estamos locos o no?

    ¿Estamos perdiendo el norte? ¿Tiene sentido tanta preocupación por los animales? O ¿nos hemos vuelto locos?

    Hoy, podría parecer más importante salvar una especie rara de mariposa de Papúa Nueva Guinea que proteger a niños desfavorecidos. De hecho, tenemos cientos de miles de niños en centros de acogida hacia los que nadie mira mientras perdemos la cabeza por cuidar gatos abandonados. Muchos están obsesionados con las mascotas y las tratan como si fueran personas, como si fueran sus propios hijos… ¿Es lógico? ¿Es natural?

    Lo último es hacerse vegano para no tener que matar animales, ni utilizarlos de ninguna forma, ni molestarlos siquiera. Y hay quien, arriesgando su vida, renuncia a la medicina que surge de la experimentación en ratas o ratones, quien no quiere ni vacunarse ni siquiera ante una pandemia.

    Finalmente, hay quien ha decidido no tener descendencia para no presionar más a la madre naturaleza.

    ¿Sería mejor vivir en un planeta con menos humanos y más animales?

    ¿Es preferible el mundo sin gente? Para algunos sí. Y están convenciendo de ello a otros.

    Hay que cuidar el mundo, desde luego. Estamos amenazados de verdad por la contaminación, el cambio climático, la escasez y la ambición… No es una exageración de ciertos ecologistas radicales. Hay que conservar el medio, pero hay que entender bien por qué para plantear las soluciones.

    Perder de vista los motivos que deben dirigir nuestros pasos o alterar las prioridades llevados por verdades a medias está convirtiéndose en un problema moral y ecológico al mismo tiempo.

    Estamos rodeados de fake news y de exageraciones en lo que se refiere al mundo de los animales. Se exagera todo, incluso se miente, puede que con la mejor intención, desde el convencimiento de que la naturaleza es el valor supremo. Sin embargo, ese alarmismo inflamado, bienintencionado, ha puesto en duda todo el mensaje ecológico.

    Los ecólogos alertan de problemas medioambientales que van a afectar a la humanidad. Y son muy graves. ¿Cataclísmicos? No. ¿El fin de la humanidad? Tampoco.

    Hay que pensar en el medio ambiente. Con seriedad y responsabilidad. Estamos empezando a actuar como sugiere la ciencia para reducir nuestro impacto, nuestra huella ecológica, aunque no todos coinciden en cómo hacerlo. No es sencillo ni simple. Es normal que no haya acuerdo absoluto. No se trata de optar por la línea 1 o la 2. Hay miles de medidas que tomar. ¡Miles! Y cada una tiene unos costes y unas consecuencias para el clima, para el entorno y para las personas, y ni la inversión ni los resultados son fáciles de calcular.

    Saber cómo actuar es difícil. Y no podemos permitirnos errar en esto. El dinero es limitado, como el tiempo.

    Los ecologistas enfadados defienden que se está haciendo todo fatal y que llegaremos tarde a la solución. Dicen que el planeta es la prioridad, y tienen la certeza de que nos enfrentamos al apocalipsis… Además, demasiados políticos actúan, sin conocimientos, asustados y arrastrados por la corriente del miedo que es cada vez más numerosa y da más votos.

    Pero adaptar, y ajustar, la relación entre civilización y medio natural (que es imprescindible) es una tarea extremadamente compleja y ardua que llevará decenios, es posible que sea necesario hacerlo ya siempre. Y no es algo que se pueda improvisar. Adecuar nuestra actividad al planeta, sin agotarlo, implica los conocimientos y la inteligencia de cada tiempo, y desde luego, en paralelo, una actitud responsable y solidaria de la ciudadanía (y de sus instituciones).

    La prioridad, que debería ser obvia, es asegurar la continuidad de la especie, nuestra especie y también nuestros principios (únicos). Si conservamos el mundo salvaje debe ser por nuestra necesidad en primer término y porque lo contrario va en contra de nuestra esencia como personas. No respetar a los demás seres vivos es inhumano. La conservación del mundo no se puede hacer por sensiblería.

    El problema de confundir los motivos por los que se actúa es que podemos cambiar injustamente el orden ético de cuestiones clave. Salvar animales es bueno, pero va después de salvar humanos.

    Si en un incendio en un edificio, un hombre viejo, con un cachorro de perro entre los brazos, necesitan ayuda y hubiera que elegir entre ellos, la secuencia en la que los bomberos deben prestar su auxilio es indudable. Si el anciano en cambio estuviera con un niño, la secuencia sería la otra.

    Los animales matan para vivir. Si una persona necesita comer, tiene que matar. Animales o plantas. Aunque las cosas han cambiado mucho desde la era de las cavernas y en estos días unos pocos lo hacen por todos. Ahora si tienes hambre no cazas, vas al supermercado y compras un producto envasado, que ya no recuerda en nada al animal del que procede. Y al perder el contacto con la matanza y con las víctimas (las presas), nos hemos hecho muy sensibles. ¿Demasiado sensibles? Sí.

    Activistas animalistas de The Save Movement viajan a distintas partes del mundo, hasta los mataderos más grandes, para despedirse de vacas o cerdos que van a ser sacrificados para llenar los supermercados. Lloran a lágrima viva, dando profundos hipidos, con las facciones desencajadas de la pena, abrazados entre sí, desconsolados. Profundamente compungidos. Se colocan rodeando los camiones de transporte, hacen fotos y vídeos al ganado que va a morir, dan agua a los animales y cariño, mediante caricias. Todo esto mientras el conductor (amable) del camión se lo permite. Lo de darles agua o tocarlos directamente debería prohibirse o controlarse, porque se podrían romper los protocolos de higiene y transmisión de enfermedades, aparte de por seguridad. Un cerdo puede morderte y arrancarte los dedos de una mano malinterpretando las muestras de afecto al otro lado de las rejas del compartimento del camión. O una vaca puede romperte un brazo presionando contra los barrotes que la encierran… (Si esta práctica se extiende, habrá que poner atención y prudencia, aunque ¿quién se va a atrever a prohibirla?).

    Alguno de los activistas contra la ganadería y el consumo de animales se tatúa después en su brazo la cara del ternero que más le ha conmovido. Estamos ante personas muy exaltables.

    Estas acciones y muchas otras tipo happening, que se difunden con facilidad por las redes sociales, pretenden llamar la atención de los que comen carne, de los insensibles. Pero desde fuera, a quien no entienda lo que se persigue, le resulta forzado, sobreactuado, falso, ridículo y exagerado. Y exagerar es perder credibilidad. O sea, es contraproducente para el mensaje ecológico serio que hay que transmitir a la sociedad de consumo.

    Pero, más que nada, la actitud sensiblera es injusta. Sobre todo si uno ha visto la pobreza de millones de hambrientos rebuscando en las basuras, la soledad de millones de ancianos aislados en sus casas o en residencias o la enfermedad que sufren otros cuantos millones de personas que merecerían, mucho antes que el ganado, tal apoyo y solidaridad y compañía.

    Estamos poniendo a los animales por delante de los seres humanos.

    No hay quien lo entienda.

    Perfiles y casos reales (animalista, frugívoro, transespecie)

    Extraído de un perfil en redes sociales en el año 2020[1]

    Me llamo Devora, tengo 39 años. En mi vida busco la armonía con la madre Naturaleza. Respeto a todos los seres que viven en el planeta y he decido no comer animales. Mis dos hijos también piensan así y unidos por este planteamiento desde hace una semana ni siquiera comemos vegetales vivos, tan solo partes de ellos o los frutos y semillas que se hayan separado de forma natural (o sin daño) de la planta madre. Somos frugívoros.

    Me dedico a la protección de la naturaleza en una ONG muy conocida y trabajo todo lo que puedo para revertir los daños que la humanidad produce en el medio ambiente.

    No acepto el uso de medicación que provenga de la experimentación con animales y soy miembro activo de un partido político cuya principal preocupación es la defensa de cualquier ser vivo. Deseamos que la especie humana sea considerada ante la Ley, solo como otro animal más, con los mismos derechos que todos los demás habitantes de la Tierra.

    No soy especista, es decir no soy una racista interespecífica. Yo no hago diferencias entre especies. Las bacterias son seres vivos y desde los virus a los simios, todos tienen derecho a ser considerados iguales entre sí y también respecto de nosotros los homo sapiens. No hay especies mejores que otras. Todas formamos parte del ecosistema global y los humanos estamos rompiendo su equilibrio.

    Creo que deberíamos desaparecer, reduciendo progresivamente nuestra natalidad, para que los demás puedan sobrevivir.

    Extraído de una entrevista con una persona real en 2019. (Cambiados los datos: nombre y género)

    Mi nombre es Michael, pero me llaman Miki y también Mico ahora. [«Mico» es una forma de decir ‘mono’ en español, concretamente, mono de cola larga es una de las acepciones del diccionario].

    Tengo una gran pasión por los animales. Soy cuidador de primates en un centro de acogida de ejemplares sin futuro. Soy voluntario. Me da pena que nadie se ocupe de estos animales que antes vivían en zoos ilegales, en circos o estaban en manos de personas que los compraron en el mercado negro como mascotas. Los monos de los que me ocupo fueron secuestrados de sus familias y sacados de su entorno natural, y en este albergue de Madrid les damos una vida, la mejor que podemos y todo nuestro amor.

    Muchos de estos animales están psicológicamente enfermos y ya no pueden llevar una vida normal en grupo, ni podrían ser reinsertados en la naturaleza. Tampoco queremos criarlos en cautividad, ni siquiera estudiarlos o utilizarlos en investigaciones sobre lenguaje animal ni de ninguna otra clase, porque la cautividad no tiene ninguna justificación. Solo queremos cuidar de ellos y ofrecerles un sitio lo más agradable posible mientras vivan.

    Algunos de mis amigos humanos no me entienden muy bien, mi novia se enfada cuando paso demasiado tiempo aquí. Dice que ¿a quién prefiero? Yo cada vez estoy más a gusto con mis amigos monos y creo que sí, los prefiero a mucha gente.

    Me gusta pensar que mis mejores amigos son de otra especie.

    Extraído de la vida de una persona conocida (popular) en la sociedad europea

    (Anónimo, lógicamente). Tengo un perro macho al que solo le falta hablar. Mi relación con él crece cada día. Le quiero mucho más que a muchas personas. Pero es que él se lo merece todo.

    Después de varios matrimonios, pienso que Chuchi (nombre falso, pero parecido al real) y yo somos almas gemelas. Hemos nacido el uno para el otro. Come lo que yo, sea lo que sea y le encanta el chocolate y los huevos, como a mí. También bebe lo que yo bebo. El champán y la coca cola es lo que más nos gusta. Aunque no le doy demasiado alcohol para que no le siente mal por supuesto. Una vez a la semana o dos, y siempre copitas muy pequeñas. El veterinario dice que hago mal tratándolo como si fuera una persona. Pero yo no lo creo. ¿Por qué no le voy a tratar como a mí me gusta?, ¡nunca le haría daño!

    Estamos muy bien juntos todo el rato. En cuestión de ropa tenemos una coincidencia de gustos total. Nos encantan las manchas de leopardo y los zapatos dorados. Y tenemos dos collares de diamantes iguales que en las fiestas la gente alucina al vernos.

    Nuestro cariño mutuo es maravilloso, a mí me llena por completo. Pasamos todo el tiempo juntos y hasta dormimos juntos. Aunque un día eso nos llevó al hospital. Lo cuento para que no le pase a nadie más. Las personas que me conocen ya se enteraron todas en su momento (por la prensa y la radio), o sea que ya no me importa que se sepa.

    Chuchi, mientras yo dormía, quiso mantener por primera vez relaciones completas conmigo. Luego me explicaron que su pene tiene un hueso o algo así, que cuando se excita se coloca en una posición que impide sacarlo hasta que se relaja. Esto les pasa a todos los perros, así que ¡ojo!

    Después de una hora terrible, tuve que llamar a urgencias. Primero acudió protección civil, pero no dejé entrar en casa a nadie hasta que vino una ambulancia con personal sanitario a por nosotros. Fue una experiencia horrible. Yo salí a la calle muy avergonzada sujetando a Chuchi pegado a mí, cubriéndome como podía con un abrigo para que no nos vieran. Nadie iba a entender la situación. Además mi exmarido tenía entonces un cargo político y aquello sería muy humillante para él.

    En el hospital los médicos sedaron por fin a Chuchi y así pudimos separarnos. Me dijeron que no era la primera vez que un perro hacía eso con su dueña. La experiencia al final fue espantosa, todos se reían de mí, aunque en el fondo yo sé que no habíamos hecho nada malo.

    Extraído de un caso real de una fundación que no es la única en el mundo

    Una empresa importante, dedicada a las finanzas, en su celebración de 25 años convocó a sus clientes y amigos para festejar su éxito. Las últimas campañas habían culminado con un considerable beneficio económico por lo que el presidente de la compañía había decidido devolver parte de lo ganado a la sociedad, dentro del concepto que se conoce como de responsabilidad social corporativa.

    Había escogido tres proyectos a los que hacer beneficiarios de su generosa política de reparto. Uno de ellos se centraba en la educación infantil a niños desfavorecidos, otro a la investigación y lucha contra el cáncer y el tercero se dedicaba a ayudar a un santuario para animales de granja sin hogar. Habían adquirido una finca y contratado a varias personas para hacerse cargo de varios cerdos, cabras, gallinas y vacas que estaban enfermos, viejos y nadie los quería. El personal contratado en el santuario se ocuparía de alimentarlos y darles cariño en forma de caricias y abrazos. Los que viven allí ahora comentan que lo que más les llena son los abrazos que se dan por la mañana con los animales.

    Los animales salvajes tienen defensores, pero nadie hasta ahora se había ocupado nunca de los animales de granja, explicó con emoción (real) en los ojos el impulsor del proyecto.

    Hubo varias personas que aplaudieron la iniciativa. No puedo estar seguro de si por cortesía, por estar de acuerdo o porque muchos se dejan llevar sin más reflexión por esta línea de pensamiento. Otros no pudimos aplaudir, los de este segundo grupo simplemente estábamos atónitos y/o tristes. Hay muchos animales salvajes en peligro de extinción que requieren medios y atención. Por no volver a mencionar que hay gente necesitada de ayuda y que deberían ir primero, por orden ético.

    De un caso real ocurrido en Maine, Estados Unidos

    Una pareja entró en una cetárea, un lugar donde se vende marisco vivo para el consumo humano, para comprar cangrejos y celebrar su aniversario de boda con familiares y amigos.

    Cuando ya habían escogido unos veinticinco kilos de diversos centollos y bueyes de mar e iban a pagar, preguntaron al vendedor cómo debían preparar los cangrejos… No lo habían hecho nunca, habían comido langosta en un restaurante, pero no habían pensado hasta ese momento en cómo se cocinaba.

    El pescadero les explicó que cuando el marisco está muerto hay que ponerlo a cocer en agua con sal ya hirviendo, como los espagueti, aunque menos tiempo, según el peso… Pero que si el marisco está vivo, como él lo vende siempre, debe meterse a los animales en una olla con agua fría y sal y ponerlos entonces al fuego. Así el producto se conserva mucho mejor hasta el final y además está mucho más rico y la carne se separa bien de la cáscara…

    —¡Ah, y hay que cerrar bien la olla, claro! —añadió riendo el pescadero—, porque los cangrejos desesperados intentarán escapar por toda su cocina…

    —Pero ¿no se pueden matar antes? ¿Congelarlos o hacer algo menos horrible? —preguntó la mujer…

    —De esta forma que le digo la carne no se pega ni se seca, y sabe más. ¡Y se conservan todas las propiedades nutritivas! También los mejillones o las almejas se preparan igual…

    Comentaba aquel viejo del mar con la mayor naturalidad.

    —Así lo hemos hecho siempre.

    El hombre que pretendía comprar los cangrejos para su fiesta se imaginó consumando aquel sacrificio y se dio cuenta de que no podría hacerlo. ¡Aún menos que su mujer! Él había leído la novela Shogun, de James Clavell cuando era joven. Todavía se acordaba del impacto que le produjo leer cómo los samuráis torturaban a los navegantes occidentales que capturaban cuando se acercaban a sus costas. Los tenían toda la noche metidos en agua caliente, en unas ollas enormes, cociéndose a fuego lento. Los gritos duraban horas, hasta el amanecer. Había deseado muchas veces que aquello fuera solo una exageración del escritor…

    —¡Cocinar el marisco de esta forma sería (casi) lo mismo que se hacía en el Japón medieval para torturar a la gente! —dijo taxativo.

    Y ante la crudeza de la receta culinaria que habían pensado preparar para celebrar su felicidad, sintiendo en sus carnes propias el dolor al que iban a someter a los pobres crustáceos, la pareja tuvo un momento de revelación y decidieron juntos dar marcha atrás. Comprarían quesos o frutas, lo que fuera, ya verían, pero no tenía sentido que nadie sufriera así por su culpa. Así lo vieron y así lo hicieron.

    Y esa forma de pensar se extendió poco a poco a sus cuatro hijos, y el cambio paulatino en su dieta derivó en un cambio de enfoque prácticamente de toda su forma de vida. Incluso su aspecto físico cambió, la ropa que utilizaban y el trabajo que desempeñaban en la sociedad, todo fue distinto desde aquel aniversario sin cangrejos.

    Creo que hoy son una familia flexivegetariana feliz, con planteamientos alimenticios muy sanos y profundamente cuidadosos con la naturaleza, lo que es absolutamente respetable, diría que incluso ejemplar.

    Como veremos, una dieta flexivegetariana no es otra cosa que una dieta omnívora muy completa en la que predominan los vegetales y las frutas, pero no se rechaza la ingesta regular de proteína animal.

    El silencio de los cangrejos hervidos, o la empatía con el pollo

    Es humano conmoverse con el dolor de los cangrejos hervidos, o los pollos enjaulados.

    La empatía es propia de la persona. Exclusiva de nuestra especie. Está en nuestra esencia que nos provoque lástima o al menos cierto respeto matar a otro ser vivo, para comerlo o para aprovechar su piel, o hasta si lo matamos para defendernos.

    Recuerdo a una turista norteamericana en el Sekenani Camp de Masai Mara, en Kenia, que se acercó demasiado a unos babuinos y les dio comida de su propia mano, lo que provocó una gran excitación entre los monos. La turista sentía, así, que se integraba en el grupo, como si formara parte de la familia de los primates, además, quería darle la comida a los babuinos más pequeños, a las crías, y no a los grandes… Se saltaba así todas las reglas salvajes, pero ella estaba convencida de que actuaba como se debía. Los niños primero. Pero las cosas no son así entre los animales y, al final, la turista se puso en serio peligro. Los machos alfa del grupo empezaron a acercarse y a rodearla para intentar arrebatarle la comida que les negaba… Afortunadamente para la turista, un joven masái que estaba trabajando en el hotel, precisamente para garantizar la seguridad de los huéspedes, lanceó a uno de los babuinos que se disponía a atacar. El susto fue brutal para todos, los monos gritaban como locos y saltaron en todas direcciones desapareciendo en la oscuridad. Todos menos, claro, el que acabó trinchado con la lanza clavada en el pecho. La cara de la turista estaba roja, encendida, no sé cuánto por no haberse protegido bien del sol ecuatorial y cuánto por los acontecimientos que acababan de ocurrir frente a sus narices. En cuanto pudo reaccionar comenzó a gritar, y su indignación se focalizó en su salvador. Ella no entendía que la acababan de salvar de perder un dedo o algo peor. Para ella los babuinos eran amigos, amables, y no entendía que podían pasar en un instante de tolerar su cercanía para saciar el hambre a atacar violentamente… Para la huésped del lodge el masái había actuado sin motivo y con una crueldad inaceptable. Quiso poner una denuncia y quería que despidieran al que ella consideraba un asesino despiadado. El director del hotel ya había vivido cosas así y supo manejar la situación, aunque creo que no consiguió hacer entender a aquella turista que la culpa de todo era suya.

    A medida que progresamos culturalmente como sociedad, nos hacemos más conscientes del valor de cada ser vivo, aun los más insignificantes y aumenta nuestra sensibilidad. Eso es fantástico, sin duda. Apreciar a los animales es síntoma de una buena salud emocional. Pero en la sociedad ultramoderna que hemos diseñado quizá se han exacerbado estos sentimientos. Ha ocurrido porque en gran medida nos hemos alejado del proceso cotidiano de matar, despellejar y descuartizar a las bestias que nos tenemos que comer. Algo que se hacía en cada cocina (y que se sigue haciendo en gran parte del planeta) en nuestro pequeño mundo idílico, ya no se hace. No se ve. No estamos acostumbrados a la sangre real, solo a la que se ve por la televisión.

    Si no nos afectara el sufrimiento de los demás, seríamos como los animales salvajes. A un león sí que no le da ninguna pena la cebra que ha cazado. Ni siquiera un poco. No le preocupa si se come a una cría o a su madre. Es más, si deja un huérfano en la sabana puede que se lo coma después. Como me dedico a grabar el comportamiento animal lo he visto muchas veces.

    Y he visto a un babuino, como aquellos a los que alimentaba la turista, comiéndose a una cría de antílope viva. Era una pequeña gacela de Grant de unas pocas semanas de vida. Estaba casi partida en dos, abierta en canal por el abdomen, en estado de shock, sin ninguna arteria importante seccionada. Balaba de dolor, rítmicamente, con la cabeza levantada, mientras el mono pellizcaba con sus uñas pequeños trocitos del hígado. Como tomando un macabro aperitivo. La acción duró diez minutos eternos. El mono miraba al horizonte, aquí y allá,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1