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Cuentos completos
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Cuentos completos

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Los setenta y tres cuentos y quince fragmentos reunidos en este volumen constituyen la obra narrativa completa de Katharine Mansfield (1888-1923). Su talento para revelar las melancólicas corrientes que fluyen bajo los pequeños incidentes de la vida cotidiana, y su tratamiento desapegado y aun así preciso y minucioso, le han valido la consideración de maestra indiscutible del cuento moderno. Cuadros de familia, escenas matrimoniales, episodios de soledad en parajes idílicos o en abigarrados lugares de tránsito, en Nueva Zelanda o en Europa, anécdotas de la convivencia pasadas por el filtro cáustico de la «conciencia psicológica", componen su mundo narrativo, donde los momentos críticos de una vida siempre corren el peligro de pasar desapercibidos entre las triviales distracciones e irritaciones del quehacer doméstico. En su momento comparada con Chéjov, a veces pesimista y atroz, con un humor irreverente, hay en sus cuentos, sin embargo, momentos de iluminación y reconocimiento que explican «esta manía de seguir viva» que tal vez le pesa más que la anima. Sus personajes son víctimas, como señala Ana María Moix en el prólogo de esta edición, de la «enfermedad incurable» de «ser sólo el sueño de lo que pudieron ser».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 abr 2022
ISBN9788490658888
Cuentos completos
Autor

Katherine Mansfield

Cultivó la novela corta y el cuento breve, convirtiéndose en una de las autoras más representativas del género. A pesar de pertenecer cronológicamente al grupo constituido por autores como James Joyce, D. H. Lawrence, Virginia Woolf y E. M. Forster, quienes liquidaron el conformismo victoriano sobre las pautas trazadas por el Lord Jim de Joseph Conrad, Mansfield representa un caso aparte en la literatura anglosajona de la época, pues, de forma análoga a la del ruso Antón Chéjov, supo captar la sutileza del comportamiento humano.

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    Cuentos completos - Alejandro Palomas

    CubiertaPortada

    Índice

    Cubierta

    Portada

    Introducción

    En un balneario alemán (1911)

    Alemanes a la mesa

    El barón

    La hermana de la baronesa

    Frau Fischer

    Frau Brechenmacher asiste a una boda

    El espíritu moderno

    En Lehmann’s

    El Luft Bad

    Día de nacimiento

    La Niña que estaba cansada

    La Dama Progresista

    La oscilación del péndulo

    Un incendio

    Felicidad y otros cuentos (1920)

    Preludio

    Je ne parle pas français

    Felicidad

    El viento sopla

    Psicología

    Cine

    El hombre apático

    El día del señor Reginald Peacock

    Sol y Luna

    Feuille d’album

    Un pepinillo al eneldo

    La joven institutriz

    Revelaciones

    Evasión

    Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922)

    En la bahía

    Fiesta en el jardín

    Las hijas del difunto coronel

    El señor y la señora Palomo

    La adolescente

    Vida de Ma Parker

    Marriage à la mode

    El viaje

    La señorita Brill

    Su primer baile

    La lección de canto

    El desconocido

    Día festivo

    Una familia ideal

    La doncella de la señora

    El nido de la paloma y otros cuentos (1923)

    La casa de muñecas

    Luna de miel

    Una taza de té

    Toma de hábito

    La mosca

    El canario

    [Cuentos inacabados]

    Historia de un hombre casado

    El nido de la paloma

    Seis años después

    Daphne

    Papá y las niñas

    ¡Todo en calma!

    Una mala idea

    Un hombre y su perro

    Una viejecita tan dulce

    Sinceridad

    Susannah

    Segundo violín

    El señor y la señora Williams

    Corazón débil

    Viuda

    Algo infantil y otros cuentos (1924)

    El cansancio de Rosabel

    Cómo fue secuestrada Pearl Button

    El viaje a Brujas

    Una verdadera aventura

    Vestidos nuevos

    La mujer de la tienda

    El viejo Underwood

    La niña

    Millie

    La pensión Séguin

    Violeta

    Baños turcos

    Algo infantil pero muy natural

    Un viaje imprudente

    Imágenes de primavera

    De noche

    Dos de dos peniques, por favor

    La gorra negra

    Cuento de hadas suburbano

    El clavel

    Vaivén

    Esta flor

    La casa equivocada

    Seis peniques

    El veneno

    Apéndice: Prólogos de John Middleton Murry a las ediciones póstumas de Katherine Mansfield

    a las ediciones póstumas de Katherine Mansfield

    Prólogo a En un balneario alemán

    Prólogo a El nido de la paloma y otros cuentos

    Prólogo a Algo infantil y otros cuentos

    Notas

    Sobre este libro

    Sobre Katherine Mansfield

    Créditos

    Sobre ALBA

    Introducción

    «Durante su vida no gustó ni como persona ni como escritora, pero fue venerada como ambas cosas», escribe Claire Tomalin en el prólogo de su libro titulado Katherine Mansfield: A Secret Life. Se trata de una frase terrible, una frase que permite entrever una existencia marcada por una enfermedad atroz, una enfermedad del alma, de la personalidad, de la manera de ser o como se prefiera llamar a esa parte de nosotros mismos que nos representa –que dejamos que nos represente– ante los demás.

    En este aspecto, la frase de Claire Tomalin resume la incapacidad de Katherine Mansfield para representarse ante quienes la rodeaban. Para representarse a sí misma de manera más o menos adecuada, más o menos válida o más o menos funcional ante quienes (ya fueran familia, amigos o amantes) le devolvían la imagen que ella misma se empeñaba en proyectar en sus conciencias. Dicha imagen, la que los demás le devolvían, nunca coincidió con la que ella quiso darles. Eran dos imágenes distintas, nunca coincidentes. En otras palabras: para Katherine Mansfield, entablar relación con el entorno era crear un malentendido. De ahí que la historia de sus relaciones personales sea una historia de malentendidos y de contradicciones. Y de ahí, también, que después de su muerte, hace ya más de setenta años, hayamos tenido noticia de tantas Katherines Mansfield como tantos hayan sido los testimonios de quienes la conocieron.

    Objeto de distintos estudios biográficos (los más acreditados son los debidos a Jeffrey Meyers, a Anthony Alpers y a Claire Tomalin), modelo de personajes femeninos en novelas de D. H. Lawrence (Women in Love) y de Aldous Huxley (Contrapunto), e incluso protagonista de una novela que sobre su vida escribió Nelia Gardner White (La hija del tiempo), presencia asidua en esa fuente de cotilleo sublime que constituyen las correspondencias y diarios de los integrantes del grupo de Bloomsbury (Virginia Woolf y lady Ottoline Morrell en cabeza), la figura de Katherine Mansfield sigue ofreciendo un sinfín de contradicciones: ambiciosa e intrépida, para unos; muchacha desvalida e hipersensible, para otros; mujer independiente y avanzada a su época en lo referente a la libertad sexual femenina, en opinión de quienes admiraban su espíritu rebelde; mujer turbia e hipócrita que utilizaba su belleza y encanto para obtener el favor de hombres prestigiados en los medios literarios londinenses, en opinión de sus detractores, soliviantados especialmente, estos últimos, a raíz de la versión que de la escritora difundió su marido, el editor y crítico literario John Middleton Murry, quien, además de explotar la imagen de su difunta esposa publicando papeles íntimos, la presentó como «un ser humano absolutamente exquisito y sencillo».

    Katherine Mansfield (Kathleen Beauchamp) nació en Wellington, Nueva Zelanda, en octubre de 1888, y murió en Fontainebleau, Francia, en 1923, cuando aún no había cumplido treinta y cinco años. Pálida, morena y dotada de un encanto peculiar, producto de la mezcla de ingenuidad y decadentismo que desprendía su persona, se instaló en Londres a los dieciocho años, tras una infancia marcada por la avidez lectora y una adolescencia indómita que dio origen a roces familiares que nunca se suavizaron por completo. Su afán de llevar una vida independiente y rica en experiencias no casaba, ni en los años de adolescencia ni en los de mujer adulta, con su inexperiencia para la vida práctica, propia de una joven de la época educada bajo la protección de una familia pudiente, ni con su carácter poco voluntarioso y melancólico. De hecho, desde su llegada a Londres, y pese a entablar relación –que en ocasiones se trocó en intensa amistad– con brillantes representantes de los círculos intelectuales del momento, la suya fue una vida de solitaria, de ser desarraigado, inconformista e incomprendido. Inadaptada al ambiente familiar, tampoco logró amoldarse a los ambientes intelectuales londinenses regidos por un espíritu más antiburgués que el reinante en el resto de la sociedad. Indudablemente, los penosos avatares que tejieron sus primeros años en Europa no le procuraron la energía suficiente para superar los obstáculos que su naturaleza frágil, inconstante y enamoradiza creaban a cada momento. En efecto, sus desnortados amoríos con el violoncelista Arnold Trowell, su matrimonio blanco con Georges Bowden, su maestro de canto, la pérdida de su hijo en Berlín, la sífilis que contrajo en dicha ciudad y que originó su posterior y mortal enfermedad, el dislocado matrimonio con John Middleton Murry, y un buen número de relaciones amorosas siempre problemáticas, no hicieron sino perjudicarla tanto física como moralmente.

    Sin embargo, sean cuales fueren los hechos biográficos que acentuaron el aislamiento íntimo en el que vivía y la falta de compenetración entre la escritora y quienes la rodearon, resulta evidente que se trata de dos rasgos propios de la personalidad de Katherine Mansfield, anteriores a sus vivencias londinenses e inherentes a su manera de ser y de ver el mundo. El aislamiento como característica del ser humano, aun tratándose de un ser humano rodeado de gente allegada, es uno de los temas recurrentes de sus magistrales relatos. El aislamiento y la incapacidad de los personajes para comprender a los demás o para ser comprendidos. Estas dos deficiencias del ser humano –dramáticas deficiencias, puesto que son fuente de desdicha– constituyen básicamente los ejes sobre los que gira el universo narrativo de Katherine Mansfield. Considerada la mejor escritora de relatos y de novelas cortas de la literatura inglesa del presente siglo (H. G. Wells, John Galsworthy, Walter de la Mare, Virginia Woolf, entre otros de sus contemporáneos, la calificaron de narradora «fuera de serie»), Katherine Mansfield supo plasmar, sin describirlo, el terrible dramatismo oculto tras la aparente bonanza de la vida cotidiana. De ahí su tremenda modernidad: ese saber aprehender, y transmitir, la soledad, la desolación y el aislamiento que consume la vida de unos protagonistas captados en escenas de su vida familiar, amorosa o social. Y lograr plasmarlo sin describirlo, conseguir comunicárselo al lector sin decírselo, sin utilizar la digresión, sin nombrar el hecho, sino señalándolo a base de sensaciones, de atmósferas, de elipsis. En los relatos completos de Katherine Mansfield reunidos aquí, el lector se hallará frente a una disección implacable de la sentimentalidad del hombre y de la mujer modernos, frente al temblor del alma sumida en los más nobles y ardorosos sentimientos, y frente al mortal vacío que deja en lo más profundo de todos nosotros la inutilidad de estos sentimientos una vez muertos de inanición por falta de cuidado compartido. En escenas aparentemente sosegadas y anodinas, el lector asistirá a la disparidad entre el urgente deseo infantil (el deseo infantil siempre es urgente) y la pedagógica concesión adulta de lo no deseado por el niño; a la distancia insalvable existente entre dos amantes unidos en el abrazo o en el beso; a la carga de odio que revela una mirada que el otro busca en espera de sorprender un destello de amor; a la crueldad que mueve la mano que suelta una dádiva.

    «Aquel día empecé diciéndole cuán poco satisfecha estaba con la idea de que la vida tiene que ser fatalmente inferior a lo que nosotros somos capaces de concebir», escribía Katherine Mansfield en su Diario, en 1922. Y casi la totalidad de sus relatos evidencia no solo la inferioridad de la vida respecto al deseo, sino también la del ser humano (al menos en la apariencia que de sí mismo ofrece a los demás) y de la cotidianidad en la que discurren su existencia y sus actos respecto a su otra realidad: la interior, su vida íntima, secreta, ignorada por todos y aislada del entorno por las vallas del deseo y de los sueños. De ahí la dramática soledad de sus personajes, y el dolido silencio que queda al final de sus relatos. Soledad, silencio, anonadante desolación insospechada al inicio del relato cuyo argumento parece desarrollarse al margen de estas abrumadoras experiencias íntimas que, sin ser ni siquiera mencionadas, quedarán al final, para el lector, como el verdadero argumento no contado de la historia.

    «J. [John Middleton Murry, su marido] y yo solo somos el sueño de lo que podría ser», escribió en su Diario un año antes de morir en Fontainebleau, víctima de la tuberculosis, dolencia que a pesar de los dictámenes médicos nunca creyó padecer, atribuyendo su decaimiento, a temporadas absoluto, al corazón. Su prematura muerte se debió, huelga decirlo, a la tuberculosis; sin embargo, al leer su Diario y descubrir el conocimiento que de sí misma poseía la autora, queda al descubierto su otra grave enfermedad: la lúcida conciencia de ser solo el sueño de lo que pudo ser. Así, los personajes de sus relatos y novelas cortas deambulan cual barcos ebrios entre lo que creen ser y lo que son, entre sus sueños y la realidad. Víctimas de la enfermedad incurable (ser solo el sueño de lo que pudieron ser), sus gestos, sus palabras y sus actos cotidianos trazan líneas terribles en el aire, pálidos esbozos de lo fugaz.

    Katherine Mansfield murió antes de cumplir treinta y cinco años. La suya fue, en verdad, una vida breve. No obstante, y pese a las continuas quejas respecto a la falta de energías para poder trabajar expresadas por la autora en su Diario y en su Correspondencia, Katherine Mansfield dejó su obra ejemplar. Sus volúmenes de relatos y novelas cortas (En un balneario alemán, 1911; Felicidad, 1920, Fiesta en el jardín, 1922; El nido de la paloma, 1923) encierran auténticas obras maestras. La narración breve, género injustamente desdeñado en la Inglaterra del XIX, recobró su prestigio literario gracias a esta autora solo comparable, en el cultivo de relato, a quien reconoció siempre como su maestro: Anton Chéjov. Como el gran escritor ruso, Katherine Mansfield sabía que una vida es la historia de un fracaso: un continuo deambular entre la realidad y sueño. Y sabía que era cruel.

    ANA MRÍA MOIX

    En un balneario alemán

    (1911)

    Alemanes a la mesa

    Habían servido sopa de pan.

    –¡Ah! –dijo el señor consejero según se inclinaba para husmear en la sopera–, esto es lo que yo necesitaba. Hace unos días que me funciona el Magen¹. Sopa de pan, y en su punto de espesor. Soy buen cocinero. –Se volvió hacia mí.

    –¡Qué interesante! –dije intentando dar a mi voz el entusiasmo preciso.

    –¡Oh, sí! Cuando uno no está casado, es necesario. En cuanto a mí, he conseguido de las mujeres todo lo que he querido sin casarme. –Embutiéndose la servilleta bajo el cuello, sopló en la sopa mientras hablaba–. Ahora, a las nueve, me preparo un desayuno inglés, pero no excesivo. Cuatro rebanadas de pan, dos huevos, dos lonchas de jamón frío, un plato de sopa, dos tazas de té. Eso, para ustedes, no es nada.

    Afirmaba aquello con tal vehemencia que no tuve el valor de contradecirle.

    Todos los ojos se volvieron súbitamente hacia mí. Sentí que me caía encima el peso del absurdo desayuno nacional; a mí, que por la mañana solo bebía una taza de té, mientras me abrochaba la blusa.

    –Nada en absoluto –exclamó el señor Hoffmann, de Berlín– Ach!, cuando yo estaba en Inglaterra, solía comer por la mañana.

    Alzó los ojos y el bigote mientras se limpiaba unas gotas de sopa de la chaqueta y del chaleco.

    –¿Realmente comen tanto? –preguntó la señorita Stiegelauer–. ¿Sopa, pan tierno, carne de cerdo, té y café, compota y miel, huevos y pescado frío, riñones, pescado caliente e hígado? ¿Y las damas también comen?, especialmente las damas.

    –Desde luego. Yo mismo me fijé en eso cuando vivía en un hotel de Leicester Square –exclamó el señor consejero–. Era un buen hotel, pero no sabían preparar el té, así que...

    –¡Ah, esto es algo que yo sí sé hacer! –dije riendo animadamente–. Hago un té muy bueno. El gran secreto está en calentar la tetera.

    –Calentar la tetera –interrumpió el señor consejero, conforme apartaba su plato de sopa–. ¿Para qué calienta usted la tetera? ¡Ja, ja, es muy bueno! Uno no se bebe la tetera, imagino.

    Fijó en mí sus fríos ojos azules con una expresión que sugería mil agresiones premeditadas.

    –¿Así que ese es el gran secreto de su té a la inglesa? Todo lo que hacen es calentar la tetera.

    Quise decir que eso era tan solo el paso preliminar, pero al no saber traducirlo, me callé.

    El criado trajo ternera con sauerkraut y patatas.

    –Me gusta mucho el sauerkraut –dijo el viajante de Alemania del norte–, pero hoy he comido tanto ya que estoy a punto de reventar; enseguida me veo obligado a...

    –Un día precioso –apunté mientras me volvía hacia la señorita Stiegelauer–. ¿Se levantó usted temprano?

    –A las cinco paseé unos minutos por la hierba húmeda. Vuelta a la cama. A las cinco y media me quedé dormida, y me desperté a las siete; entonces me lavé un poco. Vuelta a la cama. A las ocho me puse una compresa de agua fría y a las ocho y media me bebí una taza de té con menta. A las nueve tomé un poco de malta y empecé mi «cura». Páseme el sauerkraut, por favor. ¿Usted no come?

    –No, gracias. Lo encuentro un poco fuerte.

    –¿Es cierto –preguntó la viuda, limpiándose los dientes con una horquilla mientras hablaba– que es usted vegetariana?

    –Sí, ¿por qué? Hace tres años que no como carne.

    –¡Imposible! ¿Tiene usted hijos?

    –No.

    –Ahí está, ¿ve? A eso está usted llegando. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de hacer niños a base de verduras? No es posible. Pero ya no tienen ustedes grandes familias en Inglaterra. Supongo que están demasiado ocupadas con el sufragismo. Yo tengo ya nueve hijos, y todos vivos, gracias a Dios. Sí, sanos, hermosos; aunque, después de nacer el primero, tuve que...

    –¡Qué maravilla! –exclamé.

    –Maravilla –dijo con desdén la viuda, y volvió a colocarse la horquilla en el moño, que había oscilado en lo alto de su cabeza–. ¡Nada de eso! Una amiga mía tuvo cuatro a la vez. Su marido estaba tan contento que dio una cena y los colocó encima de la mesa. Desde luego, ella estaba muy orgullosa.

    –Alemania –dijo con énfasis el viajante, mientras mordisqueaba una patata que había ensartado en el cuchillo– es la patria de la familia.

    Siguió un silencio significativo.

    Cambiaron el plato por carne de vaca con pasas y espinacas. Limpiaron los tenedores con pan negro y volvieron a empezar.

    –¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? –preguntó el señor consejero.

    –No lo sé con seguridad. Tengo que estar de vuelta en Londres en septiembre.

    –Visitará usted Múnich, ¿no?

    –Me temo que no tendré tiempo. Sabe usted, es importante que no interrumpa la «cura».

    –Pero debe usted ir a Múnich. No ha visto Alemania si no ha estado en Múnich. Todas las exposiciones y toda la vida artística y el alma de Alemania se encuentran en Múnich. Está el festival de Wagner, en agosto, y Mozart, y una colección de pintura japonesa, ¡y la cerveza! No sabrá usted lo que es buena cerveza hasta que vaya a Múnich. Sí, he visto señoras elegantes, digo elegantes, bebiendo unos vasos así de altos. –Indicaba la altura de una buena jarra y sonreía.

    –Yo, si bebo mucha cerveza de Múnich, sudo tanto... –dijo el señor Hoffmann–. Cuando estoy aquí, en el campo, o antes de los baños, sudo, pero me gusta; en la ciudad es completamente distinto.

    Movido por ese pensamiento enjugose cuello y cara con la servilleta y se limpió con esmero las orejas.

    Un plato de cristal con albaricoques en compota había sido colocado sobre la mesa.

    –¡Ah, fruta! –dijo la señorita Stiegelauer–. Es tan necesaria para la salud. El doctor me dijo esta mañana que cuanta más fruta comiera, mejor.

    E hizo patente su intención de seguir el consejo.

    Dijo el viajante:

    –Imagino que ustedes también temen una invasión, ¿eh? ¡Está bien! He estado leyendo todo lo que dicen sobre su juego inglés, en el periódico. ¿Lo ha visto?

    –Sí. –Me puse rígida–. Le aseguro que no tenemos miedo.

    –Bien, pues deberían tenerlo –dijo el señor consejero–. Ustedes no tienen ejército: solo unos cuantos niños con las venas llenas de venenosa nicotina.

    –No tema –dijo el señor Hoffmann–. Nosotros no queremos Inglaterra. Si la hubiéramos querido, la habríamos tenido hace ya tiempo. Realmente no los queremos.

    Agitó la cuchara vivamente, mirándome como si fuera yo una niña y él pudiera retenerme o despedirme cuando le diera la gana.

    –Nosotros, desde luego, no queremos Alemania –dije.

    –Esta mañana me bañé un poco. Así es que esta tarde tengo que darme un baño de rodillas y uno de brazos –intervino el señor consejero–, luego haré una hora de ejercicios y trabajo terminado. Un vaso de vino y un par de panecillos con sardinas...

    Ofrecían un suculento pastel de cerezas con nata.

    –¿Cuál es el plato favorito de su marido? –preguntó la viuda.

    –Realmente no lo sé –contesté.

    –¿De verdad no lo sabe? ¿Cuánto tiempo llevan casados?

    –Tres años.

    –Pero ¡usted no puede decirme esto de buena fe! No hubiera podido llevar la casa como una buena esposa ni una semana sin saber eso.

    –Realmente nunca se lo he preguntado; no siente nada especial por la comida.

    Pausa. Todos me miraban moviendo la cabeza, las bocas llenas de huesos de cerezas.

    –No es de extrañar que en Inglaterra se repita el horrible estado de cosas que se da en París –dijo la viuda, conforme doblaba la servilleta–. ¿Qué esperanzas puede tener una mujer de conservar a su marido, si al cabo de tres años de casados no sabe cuál es su plato favorito?

    Mahlzeit! ²

    Mahlzeit!

    Cerré la puerta tras de mí.

    El barón

    –¿Quién es? –pregunté–. ¿Y por qué se sienta siempre solo, dándonos la espalda?

    –¡Ah! –susurró la esposa del consejero superior del gobierno–. Es un barón.

    Me miró solemnemente y con algo de desdén, con esa expresión de «que-curioso-no-haber-advertido-eso-a-simple-vista».

    –Pero eso no es culpa suya, pobrecillo –dije–. Sin duda, esa desgracia no debería excluirle de los placeres del intercambio cultural.

    Si no hubiera sido por el tenedor, creo que se hubiera santiguado.

    –A buen seguro, usted no puede entenderlo. Es uno de los principales barones.

    Algo más que excitada, se volvió para hablar con la señora del que estaba a su izquierda.

    –Mi tortilla está vacía, vacía –protestaba–. ¡Y esta es la tercera que pruebo!

    Yo miraba al barón principal. Estaba comiendo ensalada, tomaba una hoja de lechuga entera con el tenedor y la engullía despacio, con la destreza de un conejo; era fascinante observar la operación.

    Pequeño, ligero, de escaso cabello y barba negros y tez amarillenta, vestía invariablemente trajes de estameña negra y camisas de algodón basto, sandalias negras y gafas con montura negra, las más grandes que hubiera yo visto jamás.

    El señor maestro superior, que estaba sentado frente a mí, sonreía con benevolencia.

    –Debe ser interesante para usted, gnädige Frau³, poder mirar... por supuesto esta es una casa muy fina. Había una dama de la corte española, aquí, en verano; estaba mal del hígado. Hablábamos con frecuencia.

    Puse cara de gratitud y humildad.

    –En Inglaterra, en las casas de huéspedes, no se encuentra ya primera categoría, como en Alemania.

    –No, desde luego –repliqué hipnotizada aún por el barón, que parecía un pequeño gusano de seda amarillo.

    –El barón viene todos los años, por los nervios –prosiguió el señor maestro superior–. Nunca ha hablado con ninguno de los huéspedes, todavía. –Una sonrisa cruzó por su rostro.

    Me pareció extasiado contemplando una espléndida ruptura de aquel silencio, un deslumbrante cambio de cortesías en un nebuloso porvenir, el espléndido sacrificio de un periódico a Aquel Ensalzado, un danke schön⁴ que transmitir a las generaciones futuras.

    En aquel momento el cartero, con aire de oficial del ejército alemán, entró con el correo. Echó mis cartas sobre mi budín de leche, se volvió hacia una camarera y le susurró algo. Ella se retiró corriendo. El gerente del hotel entró con una bandeja. En ella había una postal que, inclinando reverente la cabeza, alcanzó al barón.

    En cuanto a mí, me decepcionó que no se produjese una salva de veinticinco cañonazos.

    Al final de la comida nos sirvieron café. Observé que el barón tomaba tres terrones de azúcar. Dos los echó en la taza y el tercero lo envolvió en uno de los bordes de su pañuelo. Era siempre el primero en entrar en el comedor y el último en abandonarlo, y en una silla vacía, a su lado, colocaba una pequeña bolsa de cuero negro.

    Por la tarde, asomada a la ventana, le vi pasar calle abajo. Caminaba con paso vacilante y llevaba consigo la bolsa. Cada vez que pasaba junto a un farol se encogía un poco, como si temiera que le golpease, o tal vez por un sentimiento de rechazo a la contaminación plebeya...

    Me pregunté adónde iría y por qué llevaba la bolsa. Nunca le había visto en el casino ni en la casa de baños. Parecía perdido, los pies se le escurrían de las sandalias. Me sorprendí compadeciéndolo.

    Aquella tarde estábamos unos cuantos reunidos en el salón discutiendo el día de Kur⁵ con febril animación. La esposa del consejero superior del gobierno estaba sentada a mi lado tejiendo un chal de punto para la menor de sus nueve hijas, que se hallaba en aquel frágil e interesante estado...

    –Pero no tiene más remedio que salir bien –me decía–; angelito, se ha casado con un banquero, el sueño de su vida.

    Debíamos de estar reunidas unas ocho o diez, las casadas haciéndonos confidencias incluso sobre la ropa interior y las peculiares características de nuestros maridos; las solteras, hablando de la ropa de vestir y de los atractivos de los posibles.

    –Los tejo yo misma –oí gritar a la señora Lehrer–, de gruesa lana gris. Gasta un par cada mes, además de dos cuellos blandos.

    –Y entonces –susurró la señorita Lisa– él me dijo: «Desde luego, usted me gusta. Tal vez escriba a su madre».

    De pronto se abrió una puerta y entró el barón.

    Lo hizo despacio, vacilando; cogió un palillo de un plato que estaba encima del piano y volvió a salir.

    Una vez cerrada la puerta, lanzamos al aire un grito de triunfo: era, que supiéramos, su primera entrada en el salón. ¿Quién podía decir lo que nos reservaba el porvenir?

    Los días se convertían en semanas. Nosotros seguimos juntos, y yo continuaba obsesionada por aquella figura pequeña y solitaria, de cabeza gacha, como abrumada por el peso de las gafas.

    Entraba con su bolsa negra, se retiraba con su bolsa negra, y eso era todo.

    Por último, el gerente del hotel nos dijo que el barón se iba al día siguiente.

    «¡Oh! –pensé–, seguro que no puede esfumarse en la oscuridad, perderse sin decir nada. Seguro que presentará sus respetos a la esposa del consejero superior del gobierno o a la viuda del teniente de campo una vez al menos, antes de marcharse.»

    Aquella tarde llovió mucho. Yo salí, para ir al correo, y, mientras estaba en el umbral, sin paraguas, buscando arrojo para lanzarme a la calle llena de barro, una voz vacilante y minúscula pareció llegarme de por debajo del codo.

    Era el barón principal, con su bolsa negra y un paraguas. ¿Me había vuelto loca? ¿Estaba cuerda? Me estaba pidiendo que compartiera su paraguas. Pero yo estuve muy amable, un poquito tímida, con la debida reverencia. Caminamos juntos por el barro y el agua de lluvia.

    Compartir un paraguas, reconozcámoslo, no deja de ser una gran intimidad, como quitarle a un hombre pelusas del abrigo... una pequeña e ingenua osadía.

    Ardía en deseos de saber por qué se sentaba solo, por qué llevaba la bolsa, qué hacía durante todo el día. Pero él, por su propia iniciativa, me proporcionó información.

    –Me temo –dijo– que mi equipaje se habrá empapado. Lo llevo siempre conmigo, en esta bolsa (¡uno necesita tan poco!), porque los criados no son de fiar.

    –Una idea inteligente –contesté. Y luego–: ¿Por qué nos ha privado usted del placer...?

    –Me siento solo para poder comer más –dijo el barón según escrutaba el crepúsculo–. Mi estómago necesita gran cantidad de comida. Pido raciones dobles y me las como en paz.

    Lo cual sonaba tan fino como propio de un barón.

    –¿Y qué hace a lo largo del día?

    –Comer en mi habitación –replicó con una voz que daba por concluida la conversación y casi lamentaba haber ofrecido el paraguas.

    Cuando llegamos al hotel se produjo poco menos que un tumulto.

    Subí corriendo la mitad de la escalera y en tono audible di las gracias al barón desde el rellano.

    Contestó claramente:

    –De nada.

    Fue muy amable por parte del señor maestro superior enviarme un ramo de flores aquella noche, y la esposa del consejero superior del gobierno ¡me pidió el diseño para un gorrito infantil!

    Al día siguiente el barón había partido.

    Sic transit gloria germanici mundi.

    La hermana de la baronesa

    –Esta tarde llegan dos nuevos huéspedes –dijo el gerente del hotel, conforme colocaba una silla junto a mí en la mesa del desayuno–. Esta mañana recibí la carta en que me lo notificaban. La baronesa von Gall envía a su hija menor (la pobre niña es muda) para que haga una «cura». Pasará un mes con nosotros, y luego vendrá la baronesa en persona.

    –¡La baronesa von Gall! –exclamó la señora del doctor según entraba en la habitación, después de olfatear el nombre, sin lugar a dudas–. ¿Viene aquí? La semana pasada, justamente, había un retrato suyo en Deportes y Salones. Es amiga de la corte; tengo entendido que la Kaiserin la tutea. Pero ¡esto es ideal! Seguiré el consejo de mi médico y pasaré aquí otras seis semanas. No hay nada como la joven sociedad.

    –Pero la niña es muda –aventuró el gerente, en tono de disculpa.

    –¡Bah! Y eso ¿qué importa? ¡Los niños disminuidos tienen tan buenos modales!

    Cada huésped que entraba a desayunar era bombardeado con la fantástica noticia: «La baronesa von Gall envía aquí a su hija menor; la baronesa en persona vendrá dentro de un mes». El café y los panecillos se convirtieron en una orgía. Estábamos al rojo vivo. Anécdotas de personajes de noble cuna se servían, endulzaban y sorbían; nos saciamos de escándalos de alto rango, bien untados de mantequilla.

    –Ocuparán la habitación contigua a la suya –dijo vuelto hacia mí el gerente–. Quisiera saber si me permitirá quitar el retrato de la Kaiserin Elisabeth que tiene a la cabecera de su cama, para colgarlo sobre el sofá de la baronesa.

    –Sí, desde luego, es un detalle hogareño –la señora del consejero superior del gobierno me dio un golpecito en la mano– y que para usted no significa nada.

    Me sentí algo aplastada. No por la perspectiva de perder de vista el enjoyado busto de terciopelo azul, sino por el tono, que me excluía de bajo el palio y señalaba mi condición de extranjera.

    Empleamos el día en útiles especulaciones. Decidimos que hacía demasiado calor para pasear después de comer, y nos echamos en las camas y reunimos fuerzas para el café de la tarde. Un coche se detuvo a la puerta. Una joven alta salió de él llevando de la mano a una niña. Entraron en el vestíbulo, donde fueron recibidas y acompañadas, luego, hasta su habitación. Diez minutos después, la joven bajó con la niña, para firmar en el libro de visitantes. Llevaba un vestido negro, ceñido, adornado, en el cuello y en las muñecas, con volantes blancos. Su cabello negro, trenzado, estaba sujeto con un lazo negro... Tenía una palidez extraña, y un pequeño lunar en la mejilla izquierda.

    –Soy la hermana de la baronesa von Gall –anunció mientras probaba la pluma en un papel secante y nos sonreía con desdén. Incluso para el más triste de nosotros, la vida reserva momentos de emoción. ¡Dos baronesas en dos meses! El gerente abandonó inmediatamente la habitación en busca de una plumilla nueva.

    Para mis ojos plebeyos aquella niña disminuida carecía de todo atractivo. Tenía el aire de haber sido embutida a perpetuidad en un saco azul y su cabello era como de lana gris. Además, llevaba un delantal tan tieso, tan almidonado, que solo podía vislumbrarnos por encima de la pechera: un delantal como una barrera social; y tal vez fuera demasiado esperar de una tía noble que prestara atención a algo tan mezquino como las orejas de su sobrina. Pero esa sobrina muda y de orejas sucias me pareció el ser más deprimente del mundo.

    Las situaron a la cabecera de la mesa. Por un momento nos miramos todos, unos a otros, con una expresión embarazosa. Entonces dijo la esposa del consejero superior del gobierno:

    –Espero que no esté usted cansada a causa del viaje.

    –No –respondió la hermana de la baronesa sonriendo a su taza.

    –Espero que la niñita no esté cansada –dijo la esposa del doctor.

    –No, en absoluto.

    –Espero, confío en que duerman ustedes bien esta noche –dijo con reverencia el señor maestro superior.

    –Sí.

    El poeta de Múnich no apartó los ojos de ellas ni por un momento. Permitió a su corbata beberse casi todo el café mientras las miraba de todo punto embelesado.

    «Pegaso desbridado», pensé. ¡Espasmos mortales de sus Odas a la Soledad! Aquella joven ofrecía posibilidades a la inspiración, y por supuesto para una dedicatoria, y desde aquel momento su abnegado temperamento levantose y anduvo.

    Se retiraron después de la comida, dejándonos a nuestras anchas para hablar de ellas.

    –Hay un parecido –opinó la señora del doctor–. Indudable. Qué modales tiene. ¡Cuánta reserva, cuánta ternura con la niña!

    –Una pena que tenga que ocuparse de la niña –dijo el estudiante de Bonn, que hasta ese momento había confiado en sus tres cicatrices y su condecoración para causar efecto; pero la hermana de la baronesa exigía más que eso.

    Siguieron días absorbentes. Si hubiera nacido con una pizca menos de alcurnia, no hubiéramos podido soportar la continua conversación sobre ella, los cánticos en su alabanza, la detallada relación de sus movimientos. Pero sufría graciosamente nuestra adoración y nosotros estábamos más que contentos.

    Otorgó su confianza al poeta. Él le llevaba los libros, cuando íbamos a pasear, hacía saltar a la pequeña disminuida sobre sus rodillas –licencia poética esta– y una mañana nos bajó su cuaderno de notas al salón y nos leyó.

    –La hermana de la baronesa me ha asegurado que va a ingresar en un convento –dijo (esto hizo enderezar en su asiento al estudiante de Bonn)–. Escribí ayer estas cuatro líneas desde la ventana, al dulce aire de la noche...

    –¡Oh, con lo delicado que está del pecho! –comentó la esposa del doctor.

    Le lanzó una mirada lapidaria y ella enrojeció.

    –Escribí estas líneas:

    ¡Ah!, ¿volarás hacia un convento

    tan joven, tan fresca, tan bella?

    Salta cual corza en los campos

    y encuentra allí tu hermosura.

    Nueve versos igualmente adorables la instaban a ejercicios parecidamente violentos. Estoy segura de que, si hubiera seguido su consejo, ni siquiera pasando el resto de su vida en un monasterio habría conseguido recobrar el aliento.

    –Le he regalado una copia –dijo él– y hoy iremos al bosque a coger flores silvestres.

    El estudiante de Bonn se levantó y salió de la habitación. Rogué al poeta que me leyese una vez más sus versos. Al final del sexto verso vi, por la ventana, que la hermana de la baronesa y el chico de las cicatrices desaparecían por la puerta principal, lo que me permitió dar las gracias al poeta. Lo hice con tal arte que se ofreció a sacarme una copia.

    Pero vivíamos bajo una presión demasiado fuerte aquellos días. Columpiándonos entre nuestro humilde hotel y los elevados muros de los palacios, ¿cómo podíamos evitar la caída? Entrada la tarde la esposa del doctor se topó conmigo en el saloncito y me atrajo hacia sí.

    –Me ha estado contando toda su vida –murmuró–. Vino a mi habitación y se ofreció a darme un poco de masaje en el brazo. ¿Sabe usted?, soy una gran mártir del reumatismo. Y es curioso, ha tenido ya seis proposiciones de matrimonio. Ofertas tan buenas que, le aseguro, me puse a llorar. Y todas de noble cuna. Querida, la más bella ocurrió en el bosque. No es que yo piense que una propuesta de matrimonio debe efectuarse en el salón (es más adecuado que haya cuatro paredes), pero aquel era un bosque particular. Él (el joven oficial) la comparó con un árbol joven que nunca hubiera tocado la insensible mano de un hombre. ¡Qué delicadeza! –Suspiró y levantó los ojos–. Por supuesto, para ustedes, los ingleses, siempre exhibiendo las piernas en los campos de cricket y criando perros en los traspatios, eso es difícil de entender. ¡Qué pena! La juventud debería ser como una rosa silvestre. En cuanto a mí, ni siquiera entiendo que sus mujeres lleguen a casarse.

    Movió la cabeza con tanta violencia que también yo moví la mía y una sombra se instaló en mi corazón. Al parecer, los ingleses estábamos perdidos. ¿Extendía el espíritu del amor sus alas rosas solo sobre la Alemania aristocrática?

    Subí a mi habitación, me anudé un pañuelo rosado en torno al cabello y me llevé un tomo de poemas de Mörike al jardín. Tras la glorieta crecía un gran arbusto de lilas púrpura. Me senté allí, y encontrando un triste significado en aquella delicada sugerencia de medio luto, yo misma empecé un poema:

    Languidecen y oscilan soñadores,

    y nosotros allí, muy apretados, nos besamos.

    ¡Terminó! «Muy apretados» no sonaba en absoluto fascinante. Sabía a guardarropas. ¿Se arrastraba ya mi rosa silvestre por el polvo? Mordisqueé una hoja y me abracé las rodillas. Entonces –momento mágico– oí voces provenientes del pabellón: la hermana de la baronesa y el estudiante de Bonn.

    Mejor de segunda mano que nada: agucé el oído.

    –¡Qué manos tan pequeñas tiene usted! –decía el estudiante de Bonn–. Son como lirios blancos en el estanque de su traje negro.

    Esto, desde luego, sonaba a amor auténtico. Su réplica de alta cuna fue lo que más me interesó: solo un murmullo de simpatía.

    –¿Puedo coger una?

    Oí dos suspiros; supuse que se abrazaban: él seguía agitando las oscuras aguas de la noble flor.

    –Mire mis dedos: ¡qué grandes, comparados con los suyos!

    –Pero están muy cuidados –dijo tímidamente la hermana de la baronesa.

    ¡La frívola! ¿Era el amor, pues, una cuestión de manicura?

    –Cómo me encantaría besarla –murmuró el estudiante–. Pero, sabe usted, estoy con un fuerte catarro nasal y no me atrevo a correr el riesgo de contagiárselo. Anoche me conté dieciséis estornudos. Y tres pañuelos diferentes.

    Tiré a Mörike entre las lilas y volví a casa. Un gran automóvil resoplaba en la puerta de entrada. Gran conmoción en el salón.

    La baronesa hacía una visita sorpresa a su hija. Plantada con un impermeable amarillo en mitad de la habitación, interrogaba al gerente, y todos los huéspedes se agrupaban en torno a ella, incluso la señora del doctor, que, para estar lo más cerca posible de las augustas faldas, fingía examinar un horario.

    –Pero ¿dónde está mi doncella? –preguntó la baronesa.

    –No llegó ninguna doncella –replicó el gerente–, solo su noble hermana e hija.

    –¡Hermana! –exclamó áspera–. Idiota, no tengo hermanas. Mi niña viaja con la hija de mi costurera.

    Tableau grandissimo!

    Frau Fischer

    Frau Fischer era la afortunada propietaria de una fábrica de velas de algún lugar a orillas del Eger, y una vez al año dejaba su trabajo para hacer una «cura» en Dorschausen. Llegaba con una cesta de ropa, primorosamente cubierta por un lienzo negro, y un bolso. Este último contenía, entre sus pañuelos, agua de colonia, mondadientes, cierta bufanda de lana, muy reconfortante para el Magen, y muestras de su habilidad en hacer candelas, para ofrecerlas, como pruebas de agradecimiento, al final de sus vacaciones.

    Una tarde de julio, las cuatro en el reloj, apareció en el hotel Müller. Yo estaba sentada en la glorieta y observaba su diligente subida por el camino. La seguía un mozo de barba roja con su cesta de tela en los brazos y un girasol entre los dientes. La viuda y sus cinco inocentes hijas se agruparon en la escalera adoptando adecuadas actitudes de bienvenida, y las salutaciones fueron tan largas y sonoras que experimenté una cálida oleada de simpatía.

    –¡Qué viaje! –exclamó Frau Fischer–. Y nada que comer en el tren, nada sólido. Les aseguro que tengo pegadas las paredes del estómago. Pero no voy a echar a perder mi apetito para la cena; solo una taza de café, en mi habitación. Berta –volviéndose hacia la más joven de las cinco–, ¡qué cambiada! ¡Qué busto! Frau Hartmann, la felicito.

    Una vez más, la viuda tomó las manos de Frau Fischer. Esta agregó:

    –Kathi también está hecha una mujer espléndida, aunque la veo un poco pálida. Tal vez el joven de Nuremberg vuelva este año. No sé cómo las conserva usted a todas. Cada año espero encontrarle vacío el nido.

    Frau Hartmann, con voz avergonzada, de disculpa:

    –Somos una familia tan feliz desde que mi querido marido murió.

    –Pero estos matrimonios... hay que tener coraje, y al fin y al cabo darles tiempo; todos ellos aumentan la feliz familia, gracias a Dios. ¿Mucha gente en el hotel?

    –Ocupadas todas las habitaciones.

    Siguió una descripción detallada en el vestíbulo, murmurada en la escalera, continuada a seis partes mientras entraban en la amplia habitación (ventanas sobre el jardín) que Frau Fischer ocupaba en sus sucesivas visitas anuales. Yo estaba leyendo Los milagros de Lourdes, que un cura católico, fijando un lóbrego ojo sobre mi alma, me había pedido que digiriera; pero sus maravillas fueron arrolladas por la llegada de Frau Fischer. Ni las rosas blancas aparecidas entre los pies de la Virgen podían vivir en aquella atmósfera.

    ... Era un humilde pastorcillo que cuidaba su rebaño por áridos campos...

    Voces desde la habitación de arriba: «El lavabo, por supuesto, ha sido fregado con lejía».

    ... Abatido por la pobreza, sus miembros apenas cubiertos con raídos harapos...

    –Hasta la última varilla de los muebles ha estado soleándose en el jardín durante tres días. Y la alfombra la hemos hecho nosotras mismas, de ropa vieja. Ahí tiene un pedazo de la bonita falda de franela que nos dejó usted el año pasado.

    ... El niño era sordomudo; de hecho el pueblo lo consideraba medio idiota...

    –Sí, este es un nuevo retrato del Kaiser. El Cristo lo hemos sacado al pasillo. Así, coronado de espinas, no era agradable dormir con él. Mi querida Frau Fischer, ¿no quiere tomar su café en el jardín?

    –Muy buena idea. Pero primero tengo que quitarme el corsé y las botas. ¡Ah, qué descanso volver a llevar sandalias! Necesito de mala manera la «cura» de este año. ¡Mis nervios! Soy un manojo de nervios. Me he pasado todo el viaje con la pañoleta en la cabeza, incluso mientras el guarda recogía los billetes. ¡Estoy agotada!

    Entró en la glorieta con un vestido blanco y negro y un gorro de indiana, con visera de charol, seguida de Kathi, que llevaba los tarritos azules de café malteado. Fuimos presentadas formalmente. Frau Fischer se sentó, sacó un inmaculado pañuelo blanco y limpió su taza y su plato, luego levantó la tapa de la cafetera y miró melancólicamente su contenido.

    –Malta –dijo–. ¡Ah!, durante los primeros días quisiera saber cómo podré soportarlo. Naturalmente, fuera de casa uno debe de esperar mucha incomodidad y comida extraña. Pero como solía decirle a mi querido esposo: con una sábana limpia y una buena taza de café puedo encontrar la felicidad en cualquier sitio. Ahora, sin embargo, con los nervios como los tengo, ningún sacrificio me resulta demasiado terrible. ¿De qué mal sufre usted? ¡Parece rebosante de salud!

    Sonreí y me encogí de hombros.

    –¡Ah, son ustedes tan extraños, los ingleses! Parece que no les guste hablar de las funciones del cuerpo. Es como hablar del ferrocarril y negarse a mencionar la locomotora. ¿Cómo podemos esperar comprender a los demás, si no sabemos nada de su estómago? Durante la enfermedad más seria de mi marido, las cataplasmas...

    Sumergió un terrón de azúcar en el café y lo observó mientras se disolvía.

    –Sin embargo, un joven amigo mío, que viajó a Inglaterra para el funeral de su hermano, me dijo que las mujeres, en Inglaterra, llevaban tales escotes que en los restaurantes no hay camarero que no les mire dentro, mientras sirve la sopa.

    –Pero solo los camareros alemanes –dije–. Los camareros ingleses la miran a una por encima de la cabeza.

    –¡Ahí lo tiene! –exclamó–. Vea usted, pues, su dependencia de Alemania. No pueden conseguir por sí mismos ni siquiera camareros eficientes.

    –Pero yo prefiero que miren por encima de la cabeza.

    –Y eso prueba que debe estar usted avergonzada de su busto.

    Miré hacia fuera, hacia el jardín lleno de alhelíes dobles y altos rosales que crecían como ramos alemanes, firmes, sintiendo que no me importaba mi busto. Al mismo tiempo, sentía ganas de preguntarle si su joven amigo había ido a Inglaterra en calidad de camarero para servir el banquete funerario, pero decidí que no valía la pena. El tiempo era demasiado cálido para mostrarse maliciosa, y ¿cómo ser tan poco caritativa con las sacudidas que Frau Fischer había estado aguantando hasta las seis y media? Como un regalo del cielo a mi indulgencia, camino abajo, hacia nosotras, llegó el señor consejero, angélicamente vestido con traje de seda blanca. Él y Frau Fischer eran viejos amigos. Ella recogió los pliegues de su vestido y le hizo sitio en el banquito verde.

    –¡Qué aspecto tan fresco –dijo–, y, si me permite el comentario, qué traje tan bonito!

    –Seguramente lo llevé el año pasado, cuando estaba usted aquí. Traje la seda de China, ¡y en qué cantidad! La pasé de contrabando por las aduanas rusas enrollándomela en el cuerpo: dos vestidos largos para mi cuñada, tres trajes para mí, una capa para el ama de llaves de mi piso en Múnich. ¡Cómo sudé! Hubo que lavarla luego, pieza por pieza.

    –Sin duda ha vivido usted más aventuras que ningún otro alemán. Cuando pienso en el tiempo que pasó en Turquía con un guía borracho al que mordió un perro rabioso y cayó por un precipicio a un cultivo de rosas, lamento que no haya escrito usted un libro.

    –Tiempo, necesito tiempo. Estoy reuniendo unas cuantas notas. Y ahora que está usted aquí, reanudaremos nuestras tranquilas charlas después de la cena, ¿verdad? Es necesario y agradable para un hombre hallar asueto en compañía de las mujeres, de vez en cuando.

    –Por supuesto, me doy cuenta. Incluso aquí su vida es demasiado extenuante, está usted tan solicitado, tan admirado... Lo mismo le pasaba a mi querido esposo. Era un hombre alto, hermoso, y a veces, por la noche, bajaba a la cocina y decía: «Esposa, quisiera ser estúpido durante dos minutos». Entonces nada le relajaba tanto como que le acariciara la cabeza.

    La calva testa del señor consejero, brillante al sol, parecía el símbolo de la triste ausencia de una esposa.

    Empecé a preguntarme por la naturaleza de estas tranquilas y breves charlas de sobremesa después de la cena. ¿Cómo podía nadie hacer de Dalila para un Sansón calvo?

    –El señor Hoffmann, de Berlín, llegó ayer –dijo el señor consejero.

    –Ese joven con el que me niego a conversar. El año pasado me dijo que en Francia se había hospedado en un hotel donde no tenían servilletas, ¡qué clase de sitio debía ser! En Austria, incluso los cocheros usan servilleta. También oí que discutía sobre el «amor libre» con Berta, cuando ella barría su habitación. No estoy acostumbrada a semejante compañía. Hacía tiempo que sospechaba de él.

    –Sangre joven –contestó afablemente el señor consejero–. He tenido con él varias discusiones, usted las ha oído, ¿verdad? –dijo, volviéndose hacia mí.

    –Muchas –respondí sonriente.

    –Sin duda usted también me considera pasado de moda. No hago un misterio de mi edad: tengo sesenta y nueve años; pero usted debe haber observado que, cuando yo levantaba la voz, le era imposible hablar.

    Respondí con extrema convicción, y, atrapando la mirada de Frau Fischer, me di cuenta de pronto de que más valía volver a la casa, a escribir cartas.

    Mi habitación estaba oscura y fresca. Un castaño empujaba sus verdes ramas contra la ventana. Miré hacia el sofá de crin de caballo que tan abiertamente se oponía a la idea de recostarme y, como si fuera un sacrilegio, coloqué en el suelo el cojín rojo y me tumbé. Apenas me había puesto cómoda cuando se abrió la puerta y entró Frau Fischer.

    –El señor consejero tenía cita para el baño –dijo, según cerraba la puerta–. ¿Puedo entrar? Por favor, no se mueva. Parece usted un gatito persa. Vamos, cuénteme algo verdaderamente interesante sobre su vida. Cuando conozco gente nueva la exprimo como una esponja. Para empezar: usted está casada.

    Lo admití.

    –Y pues, querida niña, ¿dónde está su marido?

    Le dije que era capitán de navío y se hallaba en un largo y peligroso viaje.

    –En qué situación la deja a usted... tan joven e indefensa. –Se sentó en el sofá y agitó el dedo hacia mí juguetonamente–. Reconozca ahora que usted le oculta sus viajes. Porque ¿qué hombre pensaría en permitir a una esposa con tan rica cabellera vagabundear por países extranjeros? Por ejemplo, supongamos que pierde usted el bolso a medianoche en un tren sitiado por la nieve en el norte de Rusia...

    –Pero yo no tengo la más mínima intención... –empecé.

    –No estoy diciendo que la tenga. Pero, cuando usted se despidió de su querido marido, estoy segura de que tampoco tenía intención de venir aquí. Querida, soy una mujer de experiencia y conozco el mundo. Mientras él está ausente, a usted le hierve la sangre. Su triste corazón busca alivio volando hacia tierras extranjeras. En casa no puede soportar la vista de aquella cama vacía; es como la viudez. Desde la muerte de mi querido esposo, no he conocido una hora de paz.

    –Me gustan las camas vacías –declaré, medio dormida, conforme ahuecaba el almohadón.

    –Eso no puede ser verdad, porque no es natural. Una esposa debe sentir que su lugar está al lado de su marido, tanto en la cama como de paseo. Es evidente que el más fuerte de los lazos todavía no la ata a usted. Espere a que dos manitas se tiendan por encima del agua, espere a que él llegue al puerto y la vea con el niño en brazos.

    Me enderecé.

    –Pero yo considero que traer hijos al mundo es la más ignominiosa de las profesiones –dije.

    Por un momento se hizo el silencio. Entonces Frau Fischer se inclinó hasta alcanzar mi mano.

    –Tan joven y que tenga que sufrir tan cruelmente –murmuró–. No hay nada que agrie tanto a una mujer como verse sola, sin un hombre, sobre todo si está casada, porque entonces le resulta imposible aceptar la atención de otros, a menos que, por desgracia, sea viuda. Por supuesto, sé que los capitanes de barco están sometidos a terribles tentaciones, y que son tan inflamables como los tenores, por ello debe usted ofrecer una apariencia brillante y enérgica y hacer que se sienta orgulloso, cuando ese barco toque puerto.

    El marido que yo había creado en beneficio de Frau Fischer se convirtió en sus manos en una imagen tan sólida que ya no pude seguir viéndome a mí misma sentada sobre una roca, con algas en el cabello, esperando ese buque fantasma que a todas las mujeres les gusta imaginar que anhelan. Más bien me veía empujando un cochecito por la rampa y contando los botones que le faltaban a mi marido en el uniforme.

    –Montones de niños, esto es lo que usted necesita realmente –musitó Frau Fischer–. Entonces, como padre de familia, él no podrá dejarla. ¡Piense en su gozo y emoción cuando la vea!

    El plan me parecía más bien arriesgado. Aparecer, de pronto, con montones de niños extraños, no se considera, por lo general, algo que despierte el entusiasmo en el corazón del marido británico. Decidí hacer naufragar mi concepción virginal y despacharlo allende el cabo de Hornos.

    Entonces sonó el gong que anunciaba la cena.

    –Suba después a mi habitación –dijo Frau Fischer–. Todavía me queda mucho que preguntarle.

    Me apretó la mano, pero yo no correspondí apretando la suya.

    Frau Brechenmacher asiste a una boda

    Prepararse era una tarea espantosa. Después de la cena Frau Brechenmacher despachó cuatro o cinco niños a la cama. A Rosa le permitió que se quedara y la ayudase a limpiar los botones del uniforme de Herr Brechenmacher. Luego repasó su mejor camisa con una plancha caliente, lustró sus botas y dio un par de puntadas a su corbata de raso negro.

    –Rosa –dijo–, ve por mi vestido y cuélgalo delante de la estufa para que se le quiten las arrugas. Y ahora ten en cuenta que has de cuidar de los niños, no acostarte después de las ocho y media y no tocar la lámpara; ya sabes lo que pasaría, si lo haces.

    –Sí, mamá –dijo Rosa, que tenía nueve años y se sentía lo bastante mayor para manejar miles de lámparas–. Pero deja que me quede despierta, «Bub» puede despertarse y querer un poco de leche.

    –¡A las ocho y media! –exclamó la señora–. ¡Haré que tu padre te lo diga!

    Rosa torció hacia abajo las comisuras de los labios.

    –Pero... pero...

    –Ahí llega tu padre. Ve a mi habitación y tráeme el pañuelo de seda azul. Puedes ponerte mi chal negro mientras estoy fuera. Vamos, muévete.

    Rosa lo quitó de los hombros de su madre y se lo ciñó cuidadosamente en torno a los suyos atando los extremos con un nudo a la espalda. Después de todo, reflexionó, si tenía que irse a la cama a las ocho y media, se dejaría el chal puesto. Resolución que la confortó del todo.

    –Bueno, pues ¿dónde está mi ropa? –exclamó Herr Brechenmacher en tanto colgaba la bandolera detrás de la puerta y se sacudía de una patada la nieve de las botas–. Nada está a punto, por supuesto, y a estas horas todos se encuentran ya en la boda. Oí la música al pasar. ¿Qué estás haciendo? No estás vestida. No puedes ir así.

    –Ahí está todo preparado, encima de la mesa, y tienes agua caliente en la jofaina. Mete la cabeza. Rosa, dale a tu padre la toalla. Todo está a punto, excepto los pantalones; no he tenido tiempo de acortarlos. Tendrás que remeter los dobladillos en las botas, hasta que lleguemos.

    Nu⁷ –dijo el señor–, aquí no hay sitio para moverse. Da la luz. Sal a vestirte al pasillo.

    Vestirse en la oscuridad no tenía importancia para Frau Brechenmacher. Se prendió la falda al cuerpo del vestido, se ató un pañuelo alrededor del cuello, añadió un hermoso broche que llevaba colgadas cuatro medallas de la Virgen y luego se echó por encima la capa y la capucha.

    –Ven y ciérrame esta hebilla –dijo el señor Brechenmacher.

    De pie en la cocina, se daba importancia. Los botones de su uniforme azul brillaban con un entusiasmo que solo podían tener los botones oficiales.

    –¿Qué aspecto tengo?

    –Fantástico –dijo la menuda señora según forzaba la hebilla de la cintura y daba un pequeño tirón aquí y un pequeño tirón allá–. Rosa, ven a ver a tu padre.

    Herr Brechenmacher zancadeaba por toda la cocina. Le ayudaron a ponerse la chaqueta; entonces esperó hasta que la señora encendió el farol.

    –¡Venga ya, acaba de una vez! ¡Vámonos!

    –¡La lámpara, Rosa! –advirtió la señora, mientras cerraba de golpe la puerta principal.

    No había nevado en todo el día y el suelo estaba resbaladizo como un estanque helado. Ella llevaba semanas sin salir, y el día la había aturdido de tal modo que se sentía confusa y atontada, sentía que Rosa la había echado de casa y que su marido se le escapaba.

    –¡Espera, espérame! –gritó.

    –¡No! ¡Me voy a mojar los pies, date prisa tú!

    Fue más fácil cuando entraron en el pueblo.

    Había vallas donde afianzarse, y, desde la estación de ferrocarril hasta la Gasthaus⁸, habían sembrado de sal un caminito de pavesas en beneficio de los invitados a la boda.

    La Gasthaus estaba muy animada. Brillaban luces en todas las ventanas, guirnaldas de ramas de abeto colgaban de los dinteles y decoraban las puertas de entrada, que oscilaban abiertas, y en el vestíbulo el propietario proclamaba su superioridad insultando a los camareros, que corrían sin cesar de un lado a otro con vasos de cerveza, bandejas llenas de tazas y botellas de vino.

    –Por la escalera, por la escalera –tronaba el propietario–. Dejen sus abrigos en la entrada.

    Herr Brechenmacher, completamente intimidado por esa grandilocuencia, llegó a olvidar sus derechos de marido hasta el punto de pedir perdón a su mujer por empujarla contra el pasamanos en su esfuerzo por adelantarse a todos.

    Los colegas de Herr Brechenmacher le saludaron con una ovación al entrar en la Festsaal. La esposa se enderezó el broche y enlazó las manos asumiendo el aire de dignidad que convenía a la mujer de un cartero y madre de cinco hijos. La Festsaal estaba verdaderamente hermosa. Habían agrupado las largas mesas en una esquina, despejando el resto del espacio para bailar. Las lámparas de aceite que colgaban del techo esparcían una luz cálida y brillante por las paredes, decoradas con flores de papel y guirnaldas, y una luz aún más cálida y brillante sobre los enrojecidos rostros de los invitados, que vestían sus mejores galas.

    A la cabecera de la mesa central estaban los novios, ella con un vestido blanco, adornado con lazos y cintas de color, que le daba la apariencia de una tarta helada a punto de ser cortada y servida en perfectos pedacitos al novio, que, sentado a su lado, llevaba un traje blanco que le venía grande y una corbata de seda, también blanca, que se levantaba hasta la mitad del cuello. En torno a ellos, según su dignidad y procedencia, posaban los padres y los parientes, y en un taburete, a la derecha de la novia, se había enganchado una niña con un arrugado vestido de muselina rosa y un trenzado de nomeolvides colgándole sobre una oreja. Todos reían y hablaban, se estrechaban las manos, hacían tintinear los vasos, pateaban el suelo... El aire hedía a sudor.

    Mientras seguía a su marido a lo largo de la estancia tras haber saludado al grupo nupcial, Frau Brechenmacher supo que se iba a divertir. Parecía ahuecarse y ponerse sonrosada y cobrar calor aspirando aquel familiar olor festivo. Alguien le tiró de la falda, y, al volverse, vio a Frau Rupp, la mujer del panadero, que, empujando una silla vacía, le pedía que se sentara a su lado.

    –Fritz le conseguirá una cerveza –dijo–. Querida, lleva usted la falda abierta por atrás. No pudimos contener la risa cuando cruzaba usted la sala enseñando la cintilla blanca de las enaguas.

    –¡Qué horror! –dijo Frau Brechenmacher, y, desplomándose en la silla, se mordió el labio.

    –¡Bah!, ya pasó –dijo Frau Rupp, quien, extendiendo sus gordas manos sobre la mesa, contempló con intenso placer sus tres luctuosos anillos–; pero una tiene que ir con cuidado, sobre todo en una boda.

    –¡Y una boda como esta! –exclamó Frau Ledermann, que estaba sentada al otro lado de Frau Brechenmacher–. ¡Qué extravagante, Teresa! ¡Traerse a esa niña! Es hija suya, ¿sabe usted, querida? Y va a vivir con ellos. Esto es lo que yo llamo un pecado contra la Iglesia, que un hijo natural asista a la boda de su madre.

    Las tres mujeres miraban a la novia, que estaba muy tiesa, con una leve sonrisa vacua en los labios; solo los ojos se movían inquietos de un lado a otro.

    –También le han dado cerveza –murmuró Frau Rupp– y vino blanco y helado. Nunca tuvo estómago; tendría que haberla dejado en casa.

    Frau Brechenmacher se volvió y miró hacia la madre de la novia. Esta no apartaba los ojos de su hija, pero arrugaba la morena frente como un mono viejo y movía la cabeza una y otra vez muy solemnemente. Le temblaban las manos cuando levantó la jarra de cerveza, y cuando hubo bebido escupió en el suelo, y con ordinariez se limpió la boca con la manga. Entonces, como empezara la música, se puso a seguir a Teresa con los ojos, mirando con recelo a cada hombre que bailaba con ella.

    –¡Animo, vieja! –exclamó su marido, y le dio un codazo en las costillas–, que esto no es el funeral de Teresa. –Guiñó un ojo a los invitados, que rompieron a reír sonoramente.

    –Si estoy alegre –murmuró la vieja, y golpeó la mesa con los puños siguiendo el ritmo de la música, para dar prueba de que participaba de la fiesta.

    –No puede olvidar lo indomable que ha sido Teresa –dijo Frau Ledermann–. ¿Quién podría, con la niña aquí? He oído decir que el domingo pasado, por la tarde, Teresa estaba histérica y decía que no se casaba con ese hombre. Tuvieron que llevarle el cura.

    –¿Dónde está el otro? –preguntó Frau Brechenmacher–. ¿Por qué no se casó con ella?

    La mujer se encogió de hombros.

    –Se ha ido, ha desaparecido. Era viajante y solo se quedó en su casa dos noches. Vendía botones de camisa, yo misma le compré algunos y eran preciosos, pero ¡qué cerdo, el tipo! No puedo imaginar qué vio en una chica tan ordinaria, aunque una nunca sabe. Su madre dice que ha sido como el fuego, desde que tenía dieciséis años.

    Frau Brechenmacher posó su mirada en la cerveza y, soplando, abrió un pequeño agujero en la espuma.

    –Esto no es lo que debería ser una boda –dijo–: no es religión, amar a dos hombres.

    –¡Pues bien se lo va a pasar con este! –exclamó Frau Rupp–. Se hospedó en mi casa el verano

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