Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La piel del toro: Memorias de un comandante
La piel del toro: Memorias de un comandante
La piel del toro: Memorias de un comandante
Libro electrónico594 páginas8 horas

La piel del toro: Memorias de un comandante

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"

Testimonio sin concesiones sobre la guerra de España."

En el contexto de una Europa acechada por las fauces del autoritarismo, Antonio Perrella Tammaro, el Italia, incómodo con el ideario fascista imperante en su país, dejó su tierra natal para establecerse en España. Sin embargo, pronto pudo comprobar que el deterioro de las libertades no respetaba fronteras. En España, el Italia entró en contacto con el pensamiento libertario y anarquista. Elvórtice de aquellos tiempos lo llevó, siempre del lado de la revolución social, a tomar parte activa en la insurrección obrera de Asturias, a combatir el alzamiento contra la república y a ponerse al mando de cerca de dos mil hombres de las fuerzas confederales durante la guerra civil.

La piel del toro relata la infatigable lucha de quienes hicieron frente al alzamiento militar y sufrieron la maza represora que cayó sobre ellos al finalizar la contienda. El Italia se erige en testigo excepcional y de primera magnitud para contar los hechos con el nervio del combatiente y la arrolladora vitalidad de los que, por encima de todo, aman la libertad.

Un libro imprescindible para adentrarse en uno de los periodos más extraordinarios y complejos de nuestra historia reciente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418787522
La piel del toro: Memorias de un comandante
Autor

Antonio Perrella Tammaro «El Italia»

Antonio Perrella Tammaro nace el 29 de marzo de 1908 en Nápoles en el seno de una familia de armadores. A los dieciséis años se inscribe como voluntario en la Regia Marina italiana para una estancia de seis años, durante la cual viaja por Oriente Medio y África. Con el ascenso del fascismo en Italia, Antonio Perrella se exilia primero en Francia, en Marsella, y en el otoño de 1931 llega a Barcelona, donde entra en contacto con grupos anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo. En La piel del toro se alternan, sin complacencias ni tabúes, las anécdotas de la vida del autor con la narración histórica (1931-1946) de aquellos trágicos años que llevan a España al abismo. Antonio Perrella, el Italia —como protagonista, y no solo como espectador—, relata los acontecimientos de manera objetiva, sin concesiones ni falsa modestia. Fallece el 16 de marzo de 1969.

Relacionado con La piel del toro

Libros electrónicos relacionados

Biografías históricas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La piel del toro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La piel del toro - Antonio Perrella Tammaro «El Italia»

    La piel del toro

    Memorias de un comandante

    Antonio Perrella Tammaro «El Italia»

    La piel del toro

    Memorias de un comandante

    Segunda edición: 2022

    ISBN: 9788418787034

    ISBN eBook:9788418787522

    Depósito Legal: SE 64-2022

    © del texto:

    Antonio Perrella Tammaro «El Italia»

    Traducido del italiano por Sol Perrella

    Revisado por Francisco Javier Villalba Bueno, Stílogo S.L.

    © del diseño de esta edición:

    Caligrama, 2022

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Fotografía de portada: Soldados republicanos en las calles de Teruel,

    diciembre de 1937 (El Italia, en primer plano, a la izquierda)

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Fotografía de portada: Soldados republicanos en las calles de Teruel, diciembre

    de 1937 (El Italia,en primer plano, a la izquierda.)

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Con la aparición del fascismo en Italia, ideología con la que nuestro padre, Antonio Perrella Tammaro, no se identificaba, hubo de exiliarse primero en Francia, en Marsella y en el otoño de 1931 llegó a Barcelona. Su temperamento soñador y rebelde, asociado a una curiosidad intelectual innegable, lo llevó a entrar en contacto con los círculos anarquistas. En 1934 se implicó en la Revolución de Asturias. El Italia, así lo llamaban, participó en la revolución libertaria del 19 de julio de 1936 —revolución que todos pensaban o esperaban que fuera corta, pero que pronto degeneraría en una guerra civil— y combatió con las milicias populares en los frentes de Aragón. El 31 de diciembre de 1936 lo nombraron comandante; a su cargo, el 4.º Batallón de la 116.ª Brigada Mixta de la 25.ª División, y posteriormente, también el 4.º Batallón de la 117.ª Brigada Mixta de la 25.ª División.

    Los procesos penales, la represión y la tortura de la Inquisición española de los siglos anteriores, legitimados por el Estado con el beneplácito de las autoridades eclesiásticas, dejaron profundas huellas en la memoria de muchos españoles. Además, el clero, que se oponía a la secularización creciente en toda Europa, interfería en la vida privada de la gente. Así se fue gestando en muchos españoles un odio por todo lo relacionado con la religión, un odio que se desató durante la guerra civil.

    A finales de marzo de 1939, tras la victoria del bando nacional, Antonio Perrella fue detenido en Alicante, como miles de compañeros de armas. Comenzó entonces un largo período durante el cual fue encarcelado y trasladado a campos de concentración y campos de trabajo.

    El Italia utilizó diversos seudónimos para sus actividades clandestinas y de resistencia activa en España y en Francia como Secretario de Defensa del Comité Regional Catalán de la CNT y como agente de enlace de la resistencia española en el extranjero.El manuscrito original, redactado en italiano entre 1950 y finales de la década de los sesenta, lo hallamos al fondo de un viejo arcón a la muerte de nuestra madre. La licencia del autor de escribir en tercera persona respondía al propósito deliberado de imponer cierta distancia con respecto a los acontecimientos vividos. La narración comienza en su Nápoles natal a principios del siglo XX y termina en su país de adopción, la España de los años 1931-1946.

    Después de la muerte de Antonio Perrella el 16 de marzo de 1969, su esposa Carmen, nuestra madre, solía contarnos episodios de aquellos años de guerra y posguerra que el tiempo no había logrado borrar. Esas largas tardes con ella nos han permitido completar los últimos capítulos, 23, 25 y 26. En esa parte, destacamos en cursiva sus relatos para ofrecer una lectura sin tropiezos. Asimismo, hemos incluido documentos complementarios (las cartas de Antonio a Abraham Guillén y al compañero Bifolchi en Apéndices) y transcrito íntegramente notas personales y apuntes de guerra de nuestro padre (capítulo 22: La batalla de Teruel) para brindar un relato amplio y fiel de sus memorias. Todo ello con el objetivo de cumplir con la promesa recóndita de que esta experiencia única de vida vuelva a la historia.

    Nydia y Sol Perrella

    1. Nápoles, 1908-1920

    El tranvía avanzaba chirriando y silbando hacia la salida del pueblo, a lo largo de la amplia y polvorienta carretera nacional que discurría a través de huertas y campos de trigo. Campos de trigo y huertas que alcanzaban las bajas colinas que se extendían hasta el horizonte.

    Vestido con su ropa urbana un poco apretada, un poco arrugada, con los zapatos nuevos que tanto daño le hacían, torpe con su chaqueta y sus pantalones cortos de terciopelo con grandes botones de nácar, el niño se refugió en un rincón. No llevaba el cuello almidonado al estilo inglés ni la llamativa corbata blanca. No. Más bien habría muerto antes que ponerse esas cosas, le había dicho a su niñera, a Ma, como él la llamaba.

    Tata, el padre de la niñera, también había insistido y suplicado. Pero ganó él. Porque le querían. Mucho. Así que el cuello inglés y la corbata se quedaron sobre la cama como objetos inútiles.

    Solo Pasqualino, el marido de la niñera, no habló, no insistió. Se mantenía inmóvil con sus enormes manos, acostumbradas a manejar caballos y carros, descansando sobre la mesa, y los ojos perdidos en la palangana de agua sucia dispuesta en el suelo, donde jugaba un rayo de sol.

    Cuando todo estuvo listo, llegó la despedida. Oh, ¡cómo voló el tiempo esa mañana! Ma lo apretó contra su pecho, y ella sabía —y el niño intuía— que jamás se volverían a ver. Se agarró a ella sollozando y escondió su cara en ese pecho que había sido para él una fuente de vida y más tarde un refugio seguro tras cada travesura. Ma trataba de consolarlo; sus palabras eran incoherentes y un nudo le cerraba la garganta. Tata se había desplomado en la silla con la cabeza blanca entre las manos.

    La separación fue dolorosa para todos. Fue Pasqualino quien se decidió. Hizo una seña a su esposa y se acercó. Ma apretó a Tonino con más fuerza contra su pecho en una última e inútil defensa.

    —Vamos, Toni, vamos ya. Es tarde, la señora espera.

    Con un leve esfuerzo de sus enormes manos, Pasqualino apartó lentamente al muchacho de los brazos de Ma, que se quedó ensimismada, incapaz de pronunciar palabra. Sosteniéndolo en sus brazos, recogió el cuello blanco y la corbata de la cama, los colocó sobre la canasta de frutas, las más hermosas, para llevárselas a la señora, y seguidamente se dirigió a la puerta, que cerró a sus espaldas.

    Cuando el mozo oyó las pisadas que se acercaban, apaciguó al caballo. Pasqualino avanzaba con agilidad. Quería poner fin a esa angustiosa situación. El niño se mantenía aferrado a su cuello, escondiendo la cara. Lloraba. Pasqualino tendió la cesta al mozo y colocó a Tonino en la silla. Montó a caballo, tomó las riendas.

    —¡Vámonos! —Y espoleó al caballo.

    Tonino se levantó en la silla asiéndose a Pasqualino y se volvió gritando desesperadamente «¡Ma! ¡Ma!» a la alta figura vestida de negro de su niñera que, de pie en el balcón, le tendía perdidamente los brazos.

    El traqueteo del tranvía era regular. Los campos sucedían a los campos y a las hileras de parras seguían otras parras que, cual adornos y guirnaldas, iban abrazándose de árbol en árbol. En la carretera, había pesados carros que avanzaban en un lento chirrido de sus altas ruedas decoradas, al que se oponía el alegre tintineo de las campanillas, agudo o grave, lento o apremiante, pero siempre discordante con los collares de los caballos.

    Había otros pasajeros en el tranvía, una docena, todos campesinos. Hablaban de negocios, de cosechas, del tiempo. Conocían a Pasqualino, que sin muchas ganas se unía a la conversación de vez en cuando, pero solo por cortesía, porque sus pensamientos estaban bien lejos y ese viaje era para él un tormento. Le tenía cariño a Tonino, como todos en casa, y el tener que separarse del niño después de ocho años lo percibía como una injusticia. Cierto era que la señora había pagado puntualmente cada año lo que había sido acordado. También había hecho regalos, pero ellos lo habían criado y cuidado, y se habían preocupado por él cuando estaba enfermo, como si fuera un hijo propio. A la señora la habían visto cinco o seis veces en todos esos años, junto con su marido, cuando regresaban de sus viajes. Eran apariciones fugaces, de pocas horas, justo el tiempo de pedir información sobre el niño. Llegaban sin avisar, y en los últimos años siempre tenían que ir a buscar a Tonino de prisa y corriendo en el bosque o en los campos de alrededor, limpiarlo someramente y, tal como estaba, presentarlo a la señora, su madre.

    Estas visitas, especialmente las últimas, tenían algo desagradable, artificial y les dejaban a todos un sabor amargo y, a Tonino, el presentimiento de una libertad que estaba a punto de terminar.

    Pasqualino recordaba las interminables vigilias cuando el niño, con solo dos años, tenía que llevar aparatos ortopédicos día y noche para colocar sus pies en la posición correcta. Había nacido con los pies deformados tras la conmoción que su madre había sufrido durante un viaje por mar de Palermo a Nápoles en el que, al regresar del funeral del abuelo, el barco de vapor había estado a punto de hundirse.

    En esos dos años el niño lloraba a menudo, especialmente de noche, y había que estar cerca de él. Luego vinieron las enfermedades habituales de los niños y, por último, la más terrible, la difteria, que durante un tiempo infinito los tuvo a todos con el alma en vilo por temor a que perdiera la vida. Largas fueron las vigilias; la incertidumbre y el temor a la muerte estaban siempre presentes en el lento transcurrir de aquellas horas. La señora estaba de viaje y, cuando después de tres meses vino a visitarlo, el niño estaba sano y vivo, y el peligro pasado era solo un vago recuerdo.

    Su amor por Toni —con las inquietudes de esos ocho años— ni los regalos ni el dinero de la señora podían comprarlo. Pasqualino miró a Tonino. Sus ojos se encontraron y se sonrieron, pero sus sonrisas eran tristes. El hombre apartó la mirada y ambos se volvieron hacia la llanura, atisbando la carretera llena de vida, los carros que crujían y las cosechas ya maduras.

    Entraron en Nápoles justo antes del mediodía y se dirigieron a la casa de la señora por las calles abarrotadas. Iban agarrados de la mano, caminando como en un sueño. En la canasta, encima de la fruta, oscilaban el cuello inglés y la corbata blanca.

    Todo se desarrolló como la señora había establecido. Tantos meses sumaban tanto y el regalo estaba en otro sobre. En un enorme paquete con la etiqueta de una tienda famosa había algo para Teresina, la niñera, y también para Pasqualino y toda la familia.

    «Vendremos a verlo», había insistido Pasqualino. En este punto, sin embargo, la señora fue firme. Dijo que no vinieran por el momento y que avisaría cuando lo considerase oportuno.

    Ya no quedaba nada más que decir. Todo había sido liquidado. Ocho años habían sido liquidados en poco más de media hora según la ley de la oferta y la demanda. Durante esa media hora Tonino había sido confiado a la camarera, quien, tal como se le había ordenado, lo había invitado a acompañarla a las habitaciones interiores mientras la señora hablaba con Pasqualino en el estudio. Pero Tonino no había querido saber nada de moverse del vestíbulo. Había sido inflexible y, cuando la camarera intentó sacarlo de allí, se convirtió en una furia muda, terca y decidida.

    La despedida fue triste y Tonino lloró desconsoladamente. Tuvieron que separarlo de Pasqualino por la fuerza. Cuando la puerta finalmente se cerró tras él, por primera vez en su vida Tonino se encontró tremendamente solo. Se quedó en un rincón de la habitación, detrás de un viejo arcón. Ni ruegos ni amenazas lograron sacarlo de aquel refugio. Y se quedó allí con la cabeza apoyada en el arcón, con los hombros sacudidos por un largo sollozo. Cayó en una ligera somnolencia y, exhausto, finalmente se durmió.

    Cuando más tarde la señora, su madre, se dio cuenta de que se había quedado dormido, lo llevó en brazos a la pequeña habitación que le habían asignado y lo acostó. Esa noche Tonino tuvo fiebre y su madre lo cuidó hasta bien entrada la noche.

    El día siguiente lo encontró más resignado. Cuando se despertó, la señora estaba al lado de la cama observándolo y vigilando sus movimientos. Tonino miró a su alrededor con ojos perplejos. La habitación, los muebles, la ventana llena de luz, todo era nuevo para él. Lo investigó todo. El balcón de hierro forjado con las calabazas secadas al sol y los collares de castañas cocidas al horno, la jaula con el mirlo y la planta con los grandes claveles, todo había desaparecido. El guerrero con casco y armadura que había diseñado en colores en la pared también se había desvanecido, junto con su cama de hierro con el colchón de hojas de maíz, así como su tirachinas y la mochila de cuero colgada en la cabecera.

    —¡Ma! —murmuró—. ¡Ma!

    Se detuvo esperando una respuesta que no llegó. Miró a la señora y vio que era hermosa.

    —¿Dónde está Ma? —le preguntó mirándola con esos grandes ojos negros.

    La señora se agachó.

    —Soy tu madre —dijo pasando la mano por su pelo corto, mal cortado—. Ahora tienes que ayudarme. Tenemos que hacer tantas cosas juntos. ¡Ven! —Su voz era arrulladora, baja, casi un susurro.

    Tonino no contestó. Permanecía con la cabeza gacha, mudo, sentado en la orilla de la cama, balanceando sus pies, que ya no estaban deformados. Le gustó sentir la cálida caricia en el cabello hirsuto. La mano, una hermosa y larga mano blanca, acarició su mejilla, se detuvo bajo la barbilla, le levantó la cara, y sus ojos, ojos iguales, grandes, negros, se encontraron.

    La mañana fue laboriosa, entre lavarlo, limpiarlo y peinarlo. A las once casi habían terminado, y solo la piel endurecida de sus rodillas y pies, que aún conservaban rastros de la suciedad antigua, se habían resistido a la esponja y al jabón. Su madre lo miraba feliz y sonriente mientras lo vestía.

    —Casi lo hemos conseguido. ¡Pero qué piel!

    —¡Pero si estoy limpio ahora! ¡Mira! —Y le mostró sus manos. Su discurso era lento, colorido.

    Su madre miró las uñas, las rodillas.

    —¿Acaso caminabas con las rodillas en el pueblo? —le preguntó cogiéndole un pie y presionando con un dedo sobre la planta—. Por supuesto que no necesitabas zapatos. La piel parece cuero. ¡Es tan espesa!

    Se rio. Su risa era fresca y la habitación y las casas de alrededor parecieron animarse.

    —En verano siempre iba descalzo, todos íbamos descalzos. Se corre mejor. ¿Cómo se puede correr con zapatos?

    —Claro que se corre con zapatos. Correr descalzo es peligroso.

    —Oh, no, si te haces daño con un vidrio o un clavo, se quita, se saca un poco de sangre y luego escupes sobre la herida. Si la herida es grave, le pones una telaraña y un salivazo...

    —Shhh... Calla, no digas esas cosas... ¡Puedes coger el tétanos! —exclamó su madre horrorizada.

    —¡Pero nunca he tenido el tétanos!

    Su madre lo miró divertida.

    —Ya lo creo —dijo—. Date la vuelta. Por el momento puede valer. ¿Estás contento? —Tomó su cara entre sus manos y lo miró profundamente a los ojos—. Aún no me has dado un beso.

    Tonino la miraba fascinado sin atreverse. Finalmente, la sonrisa de su madre lo decidió y, con un movimiento repentino, le arrojó los brazos al cuello y le dio un beso.

    Los días siguientes pasaron rápidamente y estuvieron casi enteramente dedicados a hacer visitas a la familia y a recibirlas del extenso parentesco: tías, tíos, primas y primos.

    Se maravilló al descubrir que su familia era tan grande. Por supuesto, todos lo recibieron muy bien y los regalos fueron numerosos. Los juguetes los dejó de lado; solo apreció un tren eléctrico, regalo del tío paterno.

    Cuando conoció a su abuela materna, doña Carmela, la amó desde el primer momento. Nunca había visto a una dama con el pelo tan blanco, tan amable y buena. Le fue de gran ayuda en años venideros, cuando, cansado y a veces desanimado, recurría a ella.

    Su abuela paterna, doña Elena, era viuda como su otra abuela. Alta, austera, siempre vestida de negro. Tenía un perfil de medallón antiguo. Severa pero justa y, como más tarde pudo constatar, su palabra era ley para toda la familia, incluso para su hijo Antonio, que era el cabeza de familia al ser el mayor de los hermanos. Vivía con sus hijas, las tías de Toni, en un antiguo palacio barroco con un gran patio interior y dos escalinatas de piedra a la derecha y a la izquierda de la vasta entrada.

    Pocos días después de su llegada, en el mes de junio de 1916, visitaron a su abuela paterna. Era el segundo año de guerra y el luto ya había entrado en miles de hogares. Su padre y sus tíos estaban en el frente. Esa tarde, cuando su madre le ayudó a ponerse el vestido nuevo, Toni advirtió que no era tan locuaz como de costumbre y, después de dos o tres intentos de conversación en los que solo recibió monosílabos como respuesta, se dio por vencido. El corto viaje hasta la casa de su abuela transcurrió casi en silencio, interrumpido raras veces por la voz de su madre, que le señalaba algunos monumentos, el cuartel de caballería ligera donde su padre había estado acuartelado o el puerto. Cuando bajaron del carruaje en el patio, María, la vieja camarera, los recibió saludándolos familiarmente e informándose por la salud de la señora y del señorito.

    —¿Hay novedades? —preguntó su madre en voz baja.

    —Un telegrama, señora. Llegó con uno o dos días de retraso —contestó la camarera mientras se hacía cargo de su sombrilla y del sombrero tirolés de Tonino—. ¡Ah, esta guerra! No me he atrevido a hacer preguntas —añadió mientras subían la escalinata—. Doña Elena está muy preocupada.

    El saloncito estaba envuelto en la penumbra. Era antiguo, tal como lo era el silencio que reinaba. Viejos muebles barrocos en nogal y bellas alfombras. En una esquina se destacaba una imponente péndola, vieja también, con su esfera esmaltada blanca y los números de bronce. Cuando entraron, acababa de tocar el cuarto, y el tañido vibró hasta que la onda sonora se perdió.

    —Buenas noches, mamá. ¿Cómo está?

    —¿Ah, eres tú, Tina? Estoy bien, te esperaba.

    —María me ha dicho que ha recibido un telegrama. Lleva noticias de Gioacchino, ¿verdad?

    —Sí, lo envió tu marido. El caso es grave. —Su voz tenía un ligero temblor. Giró el torso hacia la ventana entreabierta, protegida por las cortinas.

    —¿Y Toni? —preguntó, ya con voz segura. El momento de angustia había pasado. Por un instante había creído no poder ocultar su emoción.

    Tonino estaba medio escondido por la alta figura de su madre, que se había detenido un paso más allá del umbral.

    —¡Ven! —lo llamó la madre volviéndose y tomándolo de la mano.

    Doña Elena estaba sentada en un sillón de nogal oscuro, acolchado y forrado con tela clara y floreada, los pies apoyados en un taburete. Tenía algo hierático, distante. La monotonía del vestido contrastaba con la nitidez de un corto encaje que le ornaba el cuello; bajo el encaje llevaba una pequeña cruz de oro. Sus largas manos color marfil, con los puños también adornados con encaje blanco, descansaban en su regazo, inmóviles.

    —Ven con tu abuela —repitió la madre—. ¿Sabe? Tenía miedo de llegar tarde. ¡Tenía un gran deseo de conocerle!

    Su abuela le tendió la mano y Toni la besó, un poco torpe, mientras que ella lo atraía hacia sí para besarlo en las mejillas.

    —Déjate ver —dijo alejándolo con una mano en el hombro. Lo miraba complacida—. ¡Eres alto! Pero a tu abuela no la recordabas. Es justo.

    Miró a su nuera y fue como un reproche.

    —Ha pasado tanto tiempo…

    Un ruido de pasos amortiguados por las alfombras anunció la llegada de las tías: dos jóvenes de unos veinte años, también altas y esbeltas, aparecieron.

    —¡Tina! Te esperábamos —dijo la mayor—. ¿Te has enterado?

    —Sí, pero no será grave. Aquí está Toni —añadió desviando la conversación.

    Toni ya estaba con su otra tía, que lo besaba y le daba vueltas, haciéndole preguntas que se sucedían sin darle tiempo a responder.

    —¡Verás qué regalos, Toni! —dijo la mayor tomándolo de la mano.

    —Sí, es mejor que vayáis a la sala de estar. Necesito hablar con Tina. ¡No lo maltratéis demasiado, dejadlo con vida!

    Al principio, la voz de doña Elena era como un murmullo y la nuera tuvo que hacer un esfuerzo para entender. Poco a poco su voz se fue aclarando.

    —Hace tiempo que quería hablarte. A ti y a tu marido. Y sabes acerca de qué.

    Sí, doña Tina lo sabía. Pero siempre había intentado evitar ese día, y ahora había llegado el momento tan temido. También sabía que todo lo que le diría doña Elena sería cierto. ¡Si al menos Antonio, su marido, hubiera estado allí con ella! No, después de todo era mejor así. Era preciso evitar todo conflicto entre madre e hijo. Ahora esperaba, con la mirada fija en la punta de sus altos botines dorados.

    —Habéis sido dos locos. Tú y tu marido. ¡Ocho años! —deletreó las palabras—. Tal vez no os habéis dado cuenta aún de lo que implica todo este tiempo para el niño y para vosotros. Os querrá y amará si sabéis haceros querer. El tiempo lo dirá. Los pensamientos del niño siguen allá arriba. Su afecto, sus amigos, están en el pueblo, con la niñera, con Pasqualino, con Tata. Era inútil diferir una conversación demasiadas veces aplazada. Teníais que haberlo recuperado cuando dejó de llevar los aparatos ortopédicos. Tu madre y yo hemos recibido promesas, pero lo posponíais día tras día, año tras año, por egoísmo. Mis cartas y advertencias indudablemente os han perseguido por toda Europa, Rusia y África, o fastidiado, pero regresabais para marcharos al cabo de uno o dos meses. Besos y visitas de pocas horas. Visitas de extraños a un extraño.

    Había oscurecido. Doña Elena y su nuera eran dos sombras inmóviles en la oscuridad del salón. Un carro rodaba lentamente sobre los adoquines. Se oyó a lo lejos el quejido del pregonero que anunciaba las últimas noticias de la noche.

    —Es tarde —reanudó doña Elena con voz cansada. Se percibía en ella un dolor reprimido—. Necesitaréis paciencia y amor. Y un día tendrás que explicarle el porqué de todos estos años fuera de casa.

    Se levantó y, por un momento, se quedó observando la figura que estaba sentada frente a ella.

    —Vamos, Tina. Vamos a la otra sala. Enciende la luz, pero refréscate la cara antes de presentarte ante tu hijo.

    Doña Elena permaneció un instante en el umbral, indecisa, y luego añadió:

    —Por cierto, Tina, le dirás a tu esposo, cuando venga, que no necesito verlo hasta que le avise.

    En los días que siguieron, Toni veía caras preocupadas a su alrededor. Su madre estaba especialmente atribulada. En aquellos días, las noticias de la guerra eran pésimas, aunque los periódicos pretendiesen lo contrario. Lo supo en una breve visita que hizo a doña Elena. Lo acompañaba Enrichetta, la doncella de doña Tina, que tenía el encargo de conseguir noticias acerca del tío Gioacchino.

    Fue introducido en el saloncito por María, la vieja criada de doña Elena, que lo dejó en el umbral discretamente, así como había llegado, pidiéndole que guardase silencio. Su abuela estaba sentada en una mesa cubierta parcialmente por documentos que estaba consultando. En los años que siguieron, la vería vestida de la misma manera, siempre con ese rostro severo. Solo la expresión de los ojos cambiaba. Dejó el documento que estaba leyendo y levantó la mirada.

    —Buenas noches, abuela —dijo el niño acercándose tímidamente para besarle la mano que le extendía.

    —Adelante. ¿Vienes solo, Toni?

    Le cogió la barbilla y le miró a los ojos como para leer en ellos, luego le acarició la mejilla.

    —Me ha acompañado Enrichetta. Mi madre me ha dado una carta para usted. ¡Aquí está!

    Toni aún hablaba en parte en dialecto, con el ligero canto de las aldeas del interior. La abuela sonrió.

    —Tu padre vendrá dentro de quince días. Lo he sabido de Roma. Tu padre no sabe nada todavía... Pero tú necesitarías divertirte. ¿Por qué no vas al Vomero con la abuela Carmela? Allí encontrarás a tus primos. Te divertirás. Es diferente de aquí y de tu casa. Ahora ve con tus tías. Ellas te acompañarán a casa. ¿Oyes? Tocan el piano. Y tratad de romper lo menos posible.

    Toni sonrió y desapareció corriendo.

    Antes de que su padre llegara del frente siguieron otros días interminables. Toni andaba ocioso por las habitaciones de la casa. No siempre era posible ir al Vomero a ver a sus primos porque no lo dejaban ir solo por la ciudad desconocida. Pero cuando podía, permanecía allá uno o dos días y se sentía renacer. Su madre, sin embargo, así como su tía Assunta, la hermana de su madre, siempre temían algún desastre, porque, cuando Toni llegaba, en la casa se producía un seísmo, una revolución organizada en todos sus detalles. La única que parecía no preocuparse era doña Carmela, quien aseguraba que Toni tenía la piel dura, siete vidas como los gatos, y que no había que temer porque, añadía riendo, era peor que el diablo. Y en esto las dos abuelas estaban de acuerdo, las raras veces que se reunían, como también la familia del tío Edoardo, el hermano de su madre.

    En realidad, su madre no estaba del todo equivocada. La segunda visita de Toni a su abuela Carmela fue el comienzo de una serie de desastres. Lo que jugaba en su contra era un vestido nuevo reducido a un estado lamentable, zapatos irreconocibles y algunos rasgones en la piel. Pero Toni estaba feliz. Eran días pasados fuera del ambiente convencional de su casa, donde a cada paso había un adorno, una estatua, un ánfora china en peligroso equilibrio sobre una columnita de madera o una planta con ramas que acariciaban el suelo; tenía que moverse con circunspección, cauteloso como en territorio enemigo por miedo a ocasionar una desgracia. En el Vomero, sin embargo, vivía días de casi completa libertad junto a sus primos, los hijos del tío Edoardo. Incursiones ilimitadas sin miedo a que le regañaran a la vuelta. Pero esas incursiones siempre se paraban en el lindero de los bosques de pinos, castaños y robles que subían hasta el confín del convento dominicano y descendían lejos por la otra ladera hasta Marano, su pueblo. Volvían a la puesta del sol, cuando las luces empezaban a encenderse en la Pigna. Nápoles, con el ya familiar perfil del Vesubio, yacía allí, distante y bella, resplandeciente de luces que iban desvaneciéndose en la mitad de la costa. Entonces se volvía taciturno, pero luego cobraba vida gracias a sus primos, siempre alegres y joviales.

    Su educación ciudadana comenzó por etapas y, a medida que pasaba el tiempo, esos días de libertad fueron llegando en intervalos cada vez más largos, hasta que cesaron.

    —Tienes que empezar a ser un señorito —lo exhortó un día su madre—. Pronto empezará la escuela y todavía queda todo por preparar. Tu padre ha escrito que tomes ya clases particulares. Recuerdas muy poco de lo que has estudiado.

    Lo atrajo hacia sí y le arregló el pelo rebelde con una mano.

    Era tímido con su madre porque sentía asombro. Asombro por su belleza, por esos ojos negros tan hermosos, por esas manos tan bellas. Por su perfume. No buscaba sus caricias, pero le gustaba cuando ella lo acariciaba. No eran efusivos. Aparentemente ambos eran fríos, pero capaces de sentir, sufrir y amar intensamente sin palabras, sin un gesto. Se diferenciaba de su madre por su terquedad y este era un rasgo de carácter heredado del padre. Una vez tomada una decisión, la llevaba a cabo cualesquiera que fueran las consecuencias.

    —Estudiaremos juntos. También tienes que aprender buenos modales porque eres un oso que solo es capaz de romper y desgarrar.

    Toni la miró confundido. Percibió un matiz de ironía en los ojos de su madre, que se esforzaba por contener la risa. Se fue animando y sonrió. También su madre se rio de esa manera cálida tan personal.

    —Luego iremos a dar un paseo y haremos juntos las visitas. Sé que no te gusta...

    El chico se ruborizó.

    —No te preocupes. Solo aquellas visitas a las que estamos estrictamente obligados. No siempre podemos prescindir de ellas. No podemos esperar a presentarte a nuestros conocidos y parientes lejanos cuando nos encontramos por casualidad con ellos en la calle. Haríamos el ridículo. También tendrás que hacer un esfuerzo por hablar italiano. Así que pasarás más tiempo conmigo sin volver con tus tíos. Cuando hablas, enseguida se entiende que vienes del pueblo. Y en la escuela se burlarán de ti.

    Toni levantó la cabeza de golpe, como si le hubiera picado una avispa. Que fueran a tomarle el pelo era algo que no se esperaba. Entrecerró los ojos de una forma que no prometía nada bueno.

    —Shhh... Cálmate. Solo lo decía por decir. No pensarás en cometer estropicios también en la escuela. Ya verás cómo todo irá bien. Por cierto, mañana llegará tu padre —le dijo acariciándolo—. Solamente para dos días. No se esperaba este permiso. Fue tu abuela a través de sus contactos y el General X.

    —¿Mañana por la mañana? —preguntó Toni en el más puro dialecto, con la cadencia del pueblo.

    —Yo creo que no. Tal vez al mediodía. O por la tarde. Lo esperaremos aquí. No quiere que vayamos a esperarlo a la estación —le respondió su madre en dialecto también, acentuando aún más la cadencia.

    El niño la miró asombrado. Le había hablado en dialecto, burlándose de él. Un momento de incertidumbre y luego ambos se echaron a reír mientras se dirigían al comedor.

    Don Antonio, su padre, llegó al día siguiente, a última hora de la tarde. Lo esperaban en el saloncito que servía de sala de trabajo de su madre y donde ella solía pasar las tardes hasta la hora de la cena, en las ocasiones en que no salía a alguna visita. Estaba sentada en un sillón con respaldo alto y en su regazo tenía un libro abierto, del cual apenas había leído unas pocas páginas durante toda la tarde. Sentado frente a ella en un taburete bajo, Toni tenía el rostro entre las manos y los codos en las rodillas. Se percibían vagos ruidos procedentes de la calle pero que apenas quebraban el silencio. La conversación varias veces comenzada había cesado. El niño había notado que su madre estaba ausente; él ya no se atrevía a hacer preguntas y su madre le estaba agradecida. Ahora la veía casi de perfil. El vestido de terciopelo verde oscuro hacía resaltar aún más su belleza, con ese rostro enmarcado por un pesado peinado de cabello castaño a la moda de la época. Estaba fascinado y en su corazón la comparaba con esas hadas de los cuentos que Antonietta, la sobrina de Ma, la niñera, le contaba en aquellas largas noches de invierno junto a la chimenea ennegrecida por el tiempo y el humo, mientras en el exterior caía un fuerte aguanieve y el viento que bajaba de la montaña se arremolinaba ronco y amenazante.

    A lo lejos se oyó el trote de un caballo y el rodar de un carruaje. La madre se sacudió y se inclinó hacia delante apoyándose en los brazos de la silla. Escuchó ansiosa cómo se acercaba el carruaje y cómo perdía velocidad hasta detenerse. El piafar y el resoplar del caballo se pararon casi bajo la ventana.

    —Es él. Es tu padre —dijo con la voz rota por la emoción. Se levantó y, a medida que se dirigía hacia la puerta principal, iba encendiendo las luces. Todas ellas. Se arregló el pelo en el espejo de la entrada y abrió la puerta con una expresión preocupada. Toni se quedó un poco atrás.

    Unos pasos decididos subieron por la escalera de mármol; un breve tintineo de espuelas. Un alto oficial, que parecía aún más alto con el yelmo de la caballería ligera, se detuvo en el umbral.

    —¡Tina! —susurró abrazándola, y seguidamente—: ¿Me das la mano, Toni?

    El niño se encontró suspendido en el aire, en vuelo, mientras dos manos lo agarraban por la cintura.

    —¡Hop! Así es mejor. ¿Estás cómodo? Seguro. ¡Ya casi eres un hombre! —Su padre lo miró estudiándolo.

    —No pesas mucho —añadió, elevándolo aún más y luego bajándolo a su nivel—. Estoy seguro de que no has enojado a tu madre, de que no has roto nada y que los vasos chinos siguen intactos.

    Rio. Lo besó en las mejillas y lo dejó en el suelo. Por un momento, Toni vio todo oscuro. Algo caliente y pesado cubría su cabeza. Oyó que su padre y su madre reían. Se quitó el yelmo, lo sostuvo con ambas manos y lo admiró.

    —¿Pesa?

    Nu poco poco¹

    —¡Menos mal! Pensaba que eras mudo. Apuesto a que es la primera vez que hablas en dialecto.

    Toni negó con la cabeza.

    —¿No? ¡Bueno, es igual! Ya aprenderás. Estoy seguro de que aprenderás. ¿Estás bien? Claro, la casa es un poco pequeña para ti. Y con todas estas cosas alrededor... —Le quitó el yelmo y lo dejó sobre el arcón.

    —Buenas noches, señor. Bienvenido —lo saludó la doncella al llegar.

    —¡Hola, Enrichetta! Supongo que habrás preparado una cena para chuparse los dedos.

    —Yo no. Lo ha preparado todo la señora.

    Su padre emitió un silbido largo pero discreto. Su madre se sonrojó.

    —Si escuchamos al señor nos mantendrá aquí hasta la medianoche. Prepara el baño mientras tanto, Enriquetta.

    El padre de Toni se quedó en casa dos días. Solo salió brevemente para dar el pésame a una familia, amigos de la casa, cuyo hijo, teniente, había muerto en los últimos combates. Una tarde, cuando Toni había salido con Enrichetta para informar a doña Elena de la llegada de su hijo y se había quedado sola, doña Tina le contó lo que su madre le había dicho.

    —Reconozco que tiene razón —le dijo doña Tina—. La culpa es nuestra. Siento que reparar esta situación será difícil. Espero estar a la altura.

    —Te ayudaré —la animó acariciándole las manos—. Pero mi madre ha sido dura. ¡Y, además, prohibirme ir a saludarla! Iré esta noche misma.

    —Tu madre tiene sus razones. No vayas. Sabes que sería peor. Como tú, ella no transige. La culpa es nuestra. Recuerdas como yo esa búsqueda afanosa por una niñera que lo cuidara...

    —¡Tina! ¡Tina! Repararemos. —Le tomó la cara entre las manos—. ¡Mi madre podía también callarse!

    —Así es como prefiero a tu madre, franca. Creo que ni tus hermanos, ni tus hermanas, ni mi madre, que es menos intransigente que la tuya, se pondrían de nuestro lado... Tú no estabas aquí cuando llegó Toni, pero te aseguro que por todo el oro del mundo no quisiera revivir esos primeros momentos.

    Don Antonio salió al día siguiente, al atardecer. Doña Tina lo acompañó al tren.

    —Pórtate bien, Toni —le dijo su padre cuando se saludaron en la puerta de casa— y sé bueno con tu madre. —Lo levantó del suelo, manteniéndolo en alto a la altura de la cara—. Además, a partir de este momento eres tú el jefe de familia —y guiñándole, añadió—: ¡Incluso si rompes un jarrón chino!

    Delante de la estación había un carruaje cerrado que solo doña Tina notó. Cuando la puerta del tren ya se cerraba y se dio la señal de salida, le dijo:

    —Afuera estaba tu madre. Me hizo un gesto para que me callara. Se ha quedado para mirarte hasta que desapareciésemos del vestíbulo. La vi marcharse mientras tú comprabas el boleto.

    —Salúdala cuando la visites mañana. Y no olvides ese recuerdo del frente. ¡Adiós, Tina!

    Cuando el tren desapareció a lo lejos, doña Tina lloró escondiendo su cara tras el grueso velo.

    Unos días más tarde llegó el preceptor para impartir clases particulares. Su madre le había aconsejado que fuera paciente y no lo forzara demasiado durante las primeras lecciones. Verdaderamente, el tiempo disponible para el preceptor era limitado. Pero Toni hacía progresos visibles y, al cabo de una semana, la duración de las lecciones de una hora pasó a dos y luego a tres horas.

    —¿Cuánto tiempo fuiste a la escuela? —le preguntó un día el preceptor, intrigado—. Quiero decir, ¿fuiste a la escuela primaria?

    —No lo sé.

    —¿No lo sabes? ¿Pero fuiste a la escuela?

    —Sí, pero estaba mejor fuera. Por los campos. Al final, el maestro se alegró de que yo ya no volviera a la escuela. Me dijo que era mejor así. Siempre había algún problema conmigo y entonces tenía que salir de la clase.

    —¡Ah!

    —Y cuando supe leer y escribir, no volví más.

    Ese año, debido a la guerra, las escuelas empezaron tarde. A finales de octubre Toni fue admitido en cuarto de primaria. Lo acompañó su madre, y él estaba feliz y orgulloso. Orgulloso de tener una madre tan hermosa. Al mismo tiempo sufría una extraña sensación de celos al percatarse de la impresión que su belleza y elegancia provocaban. Ocurrió lo mismo también esa vez, pero él no tuvo tiempo de pensar mucho en ello, tan ocupado como estaba con las novedades del primer día de clases. Después, hasta mediados del año escolar, lo acompañó la doncella, que incluso lo esperaba a la salida. Aunque eso lo fastidiase, no protestó. Sin embargo, se alegró cuando su madre le anunció:

    —Irás solo a la escuela, pero no me tendrás preocupada y regresarás puntualmente.

    Y fue siempre puntual. Las pocas veces que llegó tarde fue porque lo retuvieron junto con toda la escuela para una suscripción a la Cruz Roja o para algún discurso en ocasión de una acción bélica victoriosa. Volvía a casa corriendo, sudoroso y jadeante. Su madre le reñía, pero estaba contento porque ella no se había inquietado por él.

    Un solo disgusto le dio a su madre en ese primer año de escuela. Fue una pelea en el parque al lado de casa, en la que se vio involucrado con otros chicos, algunos de los cuales eran compañeros de clase. Era un jueves, el habitual día de descanso en la escuela.

    —¡Esta tarde ve al parque! —le sugirió su madre—. Te distraerás y el aire te hará bien.

    —Pensaba en ir con usted.

    —Ya lo sé. Pero tu padre ha escrito que el teniente X ha sido herido. Voy a casa de su madre antes de que reciba la noticia del ministerio, y es mejor que vaya sola. Allí te aburrirías. Llévate el aro que te regaló la tía Giulia.

    Esa tarde Toni se encaminó con el aro de madera hacia el parque, deteniéndose delante de los escaparates para curiosear. Hubiera preferido ir al mar. Le gustaba ver las olas estrellarse contra el acantilado y los barcos de pescadores varados en tierra.

    Con el aro en la mano, empezó a hacerlo rodar lentamente al principio, y luego más rápido.

    El cuello almidonado y la gran corbata de seda, por mucho que los odiara, ya no le molestaban; le hubiera gustado prescindir de ellos, pero no se atrevía a quitárselos, aunque se sintiese acalorado. Aceleró el paso. El aro corría vertiginosamente sobre la tierra batida del callejón. Ahora venía la curva. Un último golpe de varilla y el aro dio otro salto hacia delante sin una vibración, acortando la curva y, como bólidos, el juguete y él terminaron sobre un grupo de chicos de su edad, que, parados justo a la salida de la curva, se preparaban para una carrera con otros aros. Ocurrió un cataclismo y algunos terminaron en el suelo con él. Un poco antes de llegar a la curva, Toni había oído el hablar excitado de los chicos y también los había vislumbrado a través de los arbustos. Pero cuando quiso pararse era demasiado tarde. Todos se pusieron de pie rápidamente. Furiosos, los chicos arremetieron contra Toni.

    —Lo siento, no lo he hecho a propósito —se disculpó, mientras con una mano intentaba recuperar su aro—. Pero estabais justo en el medio del callejón...

    Uno de los muchachos mantenía un pie sobre el aro, clavándolo en el suelo con todo el peso de su cuerpo.

    —¡Quita el pie! —dijo Toni, levantándose.

    —Eres un tonto, deberías haber prestado más atención. Ni siquiera sabes correr —lo increpó uno de los chicos.

    —Un patán —lo insultó otro chico—. No sabes siquiera hablar. No te lo devolveremos si primero no nos pides disculpas a todos.

    Hablaban todos al mismo tiempo y el círculo de chicos, amenazante, se había cerrado en torno a él. Unas damas sentadas en los bancos del callejón observaban la escena.

    —Ya os he dicho que lo siento —repitió Toni, en absoluto intimidado por aquella actitud hostil—. Si no hubierais estado en medio de la curva, no habría pasado nada. Los patanes sois vosotros. Ahora, devolvedme el aro.

    —¿Crees realmente que te vamos a dejar ir sin más ni más? ¡O pides disculpas o nada! —dijo el más alto del grupo, su compañero de clase, dándole al mismo tiempo un empujón.

    Aquello sí que no se lo esperaba. Además, la calificación de «patán» le escocía. Aunque la ira le quemaba, trató de recuperar su aro y marcharse. Hubo un tira y afloja preliminar, otros empujones, algunos puñetazos. Entonces Toni se enfureció y fue una verdadera sorpresa para todos. El muchacho travieso que siempre había vivido en el campo con un tirachinas entre las manos, acostumbrado a las peleas furibundas con los chicos y jovencitos de las aldeas vecinas que terminaban en salvajes mano a mano, se sintió transportado a su elemento familiar. Nunca había podido soportar el hecho de que uno, con o sin razón, fuera atacado por muchos. Era algo que los chicos y jóvenes del pueblo condenaban.

    Se armó una trifulca general, una maraña endemoniada de brazos y piernas. Fue un relámpago en un cielo sereno: un chico salvaje y fuera de sí que atacaba por todos lados y desde los ángulos más insospechados, rápido y decidido. La pelea duró solo un par de minutos, pero el resultado fue desastroso.

    Cuando unas señoras y sus camareras quisieron poner fin a la pelea, esta ya había terminado. Toni había quedado dueño del campo y de los aros. Los otros, unos quejándose y otros llorando, lo miraban a una distancia respetuosa, reconfortados por las mujeres que habían acudido y sentaban al más magullado y contusionado, que sangraba por la nariz. Toni recogió su aro y se dirigió sin prisa hacia el paseo marítimo pensando en cómo arreglárselas en casa por la corbata destrozada, el cuello lastimado y unos cuantos botones menos en la chaqueta de terciopelo.

    La vida volvió a su ritmo. Hogar y escuela. Escuela y hogar. No tenía amigos ni los buscaba porque su manera de pensar y de comportarse era diferente. No los entendía y eso lo desanimaba. En la escuela le iba bien sin estar entre los primeros de su clase, y su madre no le pedía más. Siempre estaba ansiosa por saber lo que Toni pensaba cuando lo sorprendía con la frente apoyada en el cristal de la ventana que daba a la calle. Adivinaba que sus pensamientos estaban a menudo allá arriba, en el pueblo, con la lluvia torrencial, en el bosque, al sol y al viento del campo. Quizás pensaba en Ma y eso la entristecía. Así que Toni también evitaba cualquier alusión a la vida pasada. Su madre tampoco era muy locuaz. Pensaba en la guerra y el miedo de una desgracia estaba siempre suspendido en el aire, acuciante.

    Una noche, al final de aquella primavera del segundo año de guerra, cuando entró en el salón, su madre lo acogió con alegría.

    —Ha escrito tu padre —anunció mostrándole la carta—. Seguramente tendrá un corto permiso a finales de mayo. Vendrá con el tío Gioacchino, que afortunadamente se ha recuperado completamente, así que tendrás la oportunidad de conocerlo. Por lo que escribe, no puede quedarse mucho tiempo, pero estoy contenta igualmente. Siento como que fue hace siglos que se marchó. ¿Estás contento?

    —Me alegro, Ma.

    Era la primera vez que la llamaba así, y ambos se quedaron mirándose. Dos lágrimas, dos perlas silenciosas, se desprendieron de aquellos ojos llenos de luz y rodaron por las mejillas. Se acercó a ella casi hasta tocarla y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1