Chiquicuentos 4
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Cuentos
En el cuarto libro de Jesús Vega Ordiales podrás encontrar cuentos como «Dando una vuelta», «Los siete vientos», «Amor para siempre, Chopín», «El hombre del castillo», «Hijo-padre-cuadro», «La fábula de un potro, un cerdo y un gallo» y «La rosa del norte».
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Chiquicuentos 4 - Jesús Vega Ordiales
Chiquicuentos 4
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417717247
ISBN eBook: 9788417813604
© del texto:
Jesús Vega Ordiales
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
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A mi nieto Dominic
Dando una vuelta
Me retrasé en mi llegada a casa después de salir de clase. Se iba haciendo de noche y, por supuesto, no distinguía un camino de otro dada mi edad, ocho años. Así pues, llegó el momento de no saber dónde me encontraba con certeza, estaba perdido en medio de un boscaje. Seguí caminando por inercia, con la única intención de no darle un disgusto a mi madre. En vano, no conseguía salir de aquel grupo de árboles que, con la brisa del mar, se movían inalterables.
«Son árboles, nada más», me dije a mí mismo. Tampoco había luna, por lo que no veía un burro a tres pasos. Empezaba a ponerme nervioso, pero en mi afán de llegar a casa seguí caminando hasta que la noche se cernió sobre mí y sobre todo lo que me rodeaba.
Al fin, di con una luz que se me antojaba fantasmal; me acerqué con cuidado y, de repente, me vi rodeado por aquella luz. Pude distinguir el suelo que pisaba, pero aquella luz se me antojó como salida de algún tipo de magia, como si aquella luz fuera obra del embrujo que solían comentar mis compañeros de clase. Eran luciérnagas. Sí, en los primeros pasos por la vida estudiantil me acordé de tales insectos que a principios del verano suelen salir a dar una vuelta, como yo mismo. Lo verdaderamente extraño es que no se movían al azar; parecía como si quisieran indicarme el camino hacia la salida del boscaje, pues vislumbré a lo lejos el faro al cual debía dirigirme, puesto que era mi casa. Mi padre era el guardafaro. La verdad es que me sentí mejor, pero no tanto cuando una vocecilla susurró:
—Tu padre cuida de los marinos, y nosotros cuidamos de los caminantes.
Me quedé parado en seco cuando una de aquellas supuestas luciérnagas se atrevió a ponerse delante de mis narices: era una maravillosa y bella, y a la vez, diminuta niña, con alitas y todo. Me quedé asombrado cuando todas ellas se pusieron delante de mí. Me parecían todas iguales, como sacadas de un cuento de hadas. No sé, ¡pero debió de habérseme quedado una cara de bobo…!
—No te preocupes. Saldrás o no saldrás de aquí esta noche, pero tu vida no correrá peligro. ¡Si tú quieres, claro! —Perplejo, asentí con la cabeza a la vez que todas reían en un subir y bajar de tonos jamás oído—. ¡Síguenos, Claudio! —me ordenaron.
—¿Cómo es que sabéis mi nombre? —pregunté.
—Ja, ja, ja —rieron todas—. Nosotras lo sabemos todo. ¡Ja, ja, ja! —volvieron a carcajearse al unísono.
Al poco, me vi fuera del bosque, al pie de un gran roble también parlanchín, pues me dijo:
—¿Qué pasa, muchacho? ¿Es que nunca aprenderás que cuando no conoces