Bartleby, el escribiente
Por Herman Melville
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Herman Melville
Herman Melville (1819-1891) was an American novelist, poet, and short story writer. Following a period of financial trouble, the Melville family moved from New York City to Albany, where Allan, Herman’s father, entered the fur business. When Allan died in 1832, the family struggled to make ends meet, and Herman and his brothers were forced to leave school in order to work. A small inheritance enabled Herman to enroll in school from 1835 to 1837, during which time he studied Latin and Shakespeare. The Panic of 1837 initiated another period of financial struggle for the Melvilles, who were forced to leave Albany. After publishing several essays in 1838, Melville went to sea on a merchant ship in 1839 before enlisting on a whaling voyage in 1840. In July 1842, Melville and a friend jumped ship at the Marquesas Islands, an experience the author would fictionalize in his first novel, Typee (1845). He returned home in 1844 to embark on a career as a writer, finding success as a novelist with the semi-autobiographical novels Typee and Omoo (1847), befriending and earning the admiration of Nathaniel Hawthorne and Oliver Wendell Holmes, and publishing his masterpiece Moby-Dick in 1851. Despite his early success as a novelist and writer of such short stories as “Bartleby, the Scrivener” and “Benito Cereno,” Melville struggled from the 1850s onward, turning to public lecturing and eventually settling into a career as a customs inspector in New York City. Towards the end of his life, Melville’s reputation as a writer had faded immensely, and most of his work remained out of print until critical reappraisal in the early twentieth century recognized him as one of America’s finest writers.
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Bartleby, el escribiente - Herman Melville
Bartleby, el escribiente
EditorialBartleby, el escribiente (1856)
Herman Melville
© Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
edicion@editorialco.com
Edición: Diciembre 2020
Imagen de portada: Melancholy III (1902) by Edvard Munch.
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor
Índice
Portada
Página Legal
Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street.
Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street.
Soy un hombre más bien mayor. La naturaleza de mis ocupaciones, en los últimos treinta años, me ha puesto en contacto más que frecuente con lo que parecería ser un grupo interesante, y en cierto modo singular, de hombres sobre los que, hasta donde yo sé, no se ha escrito nada: me refiero a los copistas judiciales o escribientes. He conocido a muchos de ellos, profesional y particularmente y, si quisiera, podría relatar diversas historias que harían sonreír a caballeros benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero renuncio a las biografías de todos los otros escribientes si puedo contar algunos pasajes de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo haya visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. Creo que no hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada se puede asegurar, salvo que provenga de las fuentes origínales y en su caso son muy exiguas. Lo que vieron, mis asombrados ojos de Bartleby es todo lo que sé de él, excepto, en verdad, un nebulosa rumor que figurara en el epílogo.
Antes de presentar al escribiente, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos de mis empleados, mis asuntos, mi oficina y mi ambiente general, porque tal descripción es indispensable para una comprensión adecuada del protagonista de mi relato.
En primer lugar, soy un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica, y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes invadan mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la fría tranquilidad de un cómodo retiro tramito cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, me consideran un hombre eminentemente seguro. El finado John Jacob Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmas, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia; la segunda, el método. No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado John Jacob Astor, nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido esférico y tintinea como el oro en lingotes. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado John Jacob Astor.
Poco tiempo antes del período en qué comienza ésta pequeña historia, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el antiguo cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me enojo; raras veces me dejo llevar por una indignación excesiva ante las injusticias y los abusos, pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo había contado con toda una vida