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Una pasión predominante: Crítica de artes visuales
Una pasión predominante: Crítica de artes visuales
Una pasión predominante: Crítica de artes visuales
Libro electrónico764 páginas8 horas

Una pasión predominante: Crítica de artes visuales

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“Una pasión predominante” es la expresión con que el mismo José Zalaquett definió su extensa relación con las artes visuales, en la última columna publicó como crítico en la Revista Capital en 2003. Solo una pasión así puede dar vida a la voz que aparece en estas páginas. Una crítica necesaria, de una sinceridad y certeza que no teme ni complace. Una pluma guiada por la energía del rol ciudadano ante la cultura de su tiempo que participa, observa y cuestiona. Este libro reúne dos elementos clave. Por una parte, el registro sistemático de las artes visuales en la última fase de la transición democrática chilena, entre 1997 y 2003. Y, por otra, la convergencia de la transición entre el largo siglo XX y los primeros destellos del siglo XXI. El germen de muchas de las claves culturales para entender el contexto actual que se gestaron en aquellos años. Estas páginas reunen la mirada lúcida y perspicaz, donde José Zalaquett consigna más que una perspectiva subjetiva del arte, un testimonio de reflexión cotidiana y de agudeza visual. Cada columna, como un diario de vida, teje con su sensibilidad, además de la trama de la historia del arte local, la de una época en Chile. Zalaquett es uno de esos intelectuales activos en la realidad de su tiempo, pensador crítico que encuentra en el arte y la cultura, además de en la jurisprudencia y en la academia, un espacio de reserva de aquel lenguaje visual que antecede al de las palabras, aquellas “que dicen sin decir”, como explica el mismo autor. Así, la pasión predominante de José Zalaquett nos invita a un recorrido donde una natural erudición y un prudente entusiasmo se convierten en guías para el reencuentro con un momento de historia de las artes visuales en Chile.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento1 jul 2018
ISBN9789561422407
Una pasión predominante: Crítica de artes visuales

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    Vista previa del libro

    Una pasión predominante - José Zalaquett

    EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

    Vicerrectoría de Comunicaciones

    Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

    editorialedicionesuc@uc.cl

    www.ediciones.uc.cl

    Colección Arte y Cultura

    Una pasión predominante

    Crítica de artes visuales

    José Zalaquett Daher

    Edición: Pablo Chiuminatto

    © Inscripción Nº 289.082

    Derechos reservados

    Julio 2018

    ISBN Edición Impresa N° 978-956-14-2226-1

    ISBN Edición Digital N° 978-956-14-2240-7

    Diseño: Ximena Ulibarri

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

    Zalaquett, José, autor.

    Una pasión predominante: crítica de artes visuales / José Zalaquett.

    1. Arte – Chile – Historia.

    2. Arte y sociedad – Chile.

    I. t.

    2018 709.83 DDC23 RDA

    Índice

    Nota a la edición

    Presentación

    La nave insignia

    Sin tapujos

    ¿Verdadero o falso?

    ¿Lo mejor de lo nuestro?

    La moral de los artistas

    Esos espléndidos burgueses

    Lo mejor de 1997: un recinto

    Arte e Internet

    Dos colosos en Manhattan

    Tiempo de grabados

    Crítico, dictador y oráculo

    Los submundos del arte

    Cegado por el brillo

    Los últimos románticos

    A museo lleno

    Pincel de luz

    Taller San Ignacio

    Deslumbrando

    Arte-quitectos

    Muzak

    Promesa de antaño

    Arte por encargo

    Notable intermediario

    La gran fiesta del arte

    Siempre vigente

    No solo tesoros

    Catorce ingleses

    Darse el lujo

    Rigor y soltura

    Guillermo Muñoz Vera, realista

    Artesanía enmarcada

    Teórico y escultor

    Reevaluando el gran mito

    La larga y sinuosa travesía

    Escultura habemus

    Arte, de cabo a rabo

    De muchos ingredientes

    Año de grabados

    Nueve aciertos y una ausencia

    El retorno de Jack the Dripper

    Depurada emoción

    Horror y lustre

    Arquitectos en enero

    Blow Up

    Nueva hornada

    La pareja del Bellas Artes

    Gloriosas maquetas

    El mouse diletante

    La caricatura como arte

    Más que surrealista

    Listas del siglo y del milenio

    Temporal, impensado, bello

    Tiempos de vértigo

    Responso para un mito

    El lápiz en el ojo

    Cadáveres exquisitos

    Pinceles con canas

    En busca de Goya

    Cuatro en uno

    Sopa de letras

    Anatomía monumental

    Cuando tenga 64 años

    Sudor y sangre

    De primer nivel

    Donde debe estar

    Don Ramón, también pintor

    Tan loco como yo

    Contacto en Francia

    Arte de centro-centro

    Aventurándose

    ¡Si Velázquez pudiera hablar!

    Balmes & Barrios

    La gran síntesis

    El pincel taquillero

    Los insectos que somos

    Una pálida pose

    Balances de mediados de año

    El ojo móvil

    Gracia pavorosa

    Ronda diurna

    El ojo reflexivo

    El poder y la cotidianidad

    No tan grande

    Vayamos para Chile

    Torrente de toros

    Noble y democrático 

    Nace un museo

    Pinceladas pascuenses

    Che Klee

    Play it again, Samy

    Clamor de desamparo

    Siglo con yapa

    ¡Viva (y muera) el libro!

    Punto de encuentro

    Bororo en el metro

    No destiñe

    Tinísima

    Pintores con lentes

    El mito cabeza abajo

    La siesta correcta

    Un número y un muro privado

    Conceptual pero amistoso

    Visiones de un fin de siglo

    A pie, en auto y desde el balcón

    Utopía embalsamada

    New York, New York

    No solo de tecnología

    Odres llenos de viento

    El arte sucumbió a Internet

    La otra vanguardia

    Genio.com

    Remates de arte online

    ¿Invertir en arte? Mitos y realidades

    Las nubes y los siglos

    Cervecería reencarnada en museo

    Rumbo a Soho

    Año de semillas

    Débil canto de cisne

    En collera con Austria

    A pleno Matta

    Pintando lo indecible

    Humor, oficio y relax

    Sincerándonos

    Promoviendo a Corcuera

    Matías, el pintor

    Ecléctico Japón

    Nuevos y mejores logros

    Mirada transversal

    Oro del bueno (mayoritariamente)

    ¡Bravo, Claudio!

    Catedral, Meca y santuario

    Un premio grande y largo

    Salto cualitativo

    El don de natura

    Antología naïf

    Un sobreviviente

    Primeros zarpazos

    Utopía dispareja

    Sesgo curatorial

    A vuelo de pájaro

    Velázquez, Goya y Barreda

    Todo el éxtasis

    Su majestad el curador

    Rimas y contrastes

    Inclasificable y cautivante

    Noble impulso

    Donde Andreu

    Amor y odio

    El alcalde y la plástica

    Tabaco arte

    Diálogo de verdad

    Desnudos y sueños

    Historias de arte. I. El curador

    De España al Maule

    Historias de arte. II. La exposición

    En torno al monstruo

    Especies en extinción 

    Una joyita de exposición

    Inflación otoñal

    Naves de leyenda

    Teloneros de Roma

    Yo versus yo

    El arte del barro cocido

    Miradas que brillan

    Un balance distinto

    Diez años de premios

    ¿Innovación o confusión?

    124 artistas chilenos

    Bajando la cortina

    A tomarse la calle

    Utópico y retrógrado

    Tejido por las abuelas

    Antropología digital

    El último francés

    Revolución alemana

    El ángel Vermeer

    Segunda temporada

    ¡Maestro!

    O mais grande

    Dos que hay que ver

    45 años no es nada

    Los rostros de Cristo

    Tocando madera

    Fragmentos y tumbas

    Ya van seis museos

    Mestizaje artístico

    ¿Arte digital?

    Eran tres hermanos

    Centro que te quiero centro

    Vanguardia de calidad

    El ojo y el espíritu

    Arte ártico

    Sincerándonos con Holanda

    Primavera floja

    Aserruchando y acumulando

    En torno al ombligo

    Arte europeo en Chile

    Las vacilaciones del espíritu

    Un acontecimiento

    Como que quieren y no quieren

    Dogma blanco, arte negro

    Poemas pintados

    Sin miedo al verde

    Sacudiendo telarañas

    Todos a escena

    Siglo de carteles

    De falsedad absoluta

    Miradas entre artistas

    La otra profesión

    Se va, pero volverá

    El lente centenario

    Ismael, el renacentista

    Francisca Sutil en la Capilla Cruz

    Pinturas, instalaciones y discursos

    Los nuevos iconoclastas

    Escultor en transición

    El lente de la vida

    Nada es lo mismo

    Otra cosa es con madera

    La carreta del arte

    En dosis pequeñas

    La utopía y el condominio

    Más allá de los 30 años

    Miami en la liga mayor

    Emociones y artificios

    Rica oferta

    La sonrisa y el grito

    Miradas retrospectivas

    Mundos de tela y papel

    Sobre nudos y pizarras

    Casa tomada

    El planeta Domínguez

    Maxi-desnudo y mini-bienal

    Amazonía chic

    Cada vez mejor

    De hierro y carne

    El pintor y el mito

    La transgresora reticente

    Monumentos y adefesios

    Vida quieta

    Brindis por Matta

    Parches y retazos

    Los rompehielos

    Big Chile

    El mito Gordon

    A manera de despedida

    Índice de nombres

    Nota a la edición

    Este libro reúne casi la totalidad de las columnas dedicadas a las artes visuales que publicó en dos importantes revistas de circulación nacional –Capital y Qué Pasa– entre los años 1997 y 2003, el académico chileno, jurista y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, José Zalaquett.

    En su larga e intensa vida pública escribió, por cierto, otros textos sobre artes visuales, algunos en catálogos y en otros medios de prensa, pero para esta edición privilegiamos la sistematicidad y la aguda construcción de un panorama cultural en un período específico que su escritura refleja. En estas páginas se encuentra el rigor y el ingenio de la mirada de Zalaquett, la coloquialidad de su voz y el testimonio del compromiso de este intelectual con el desarrollo de las artes visuales en Chile. Como bien refleja el título, tomado de la última colaboración que realizó para revista Capital, las artes son para él una pasión predominante.

    Las columnas correspondientes a la revista Capital, a veces mensuales y otras quincenales, llevan la abreviación [R.C.] inmediatamente después de la fecha o el período del mes que abarca.

    En el caso de las publicadas en la revista Qué Pasa fueron identificadas con la sigla [R.Q.P.] luego de la fecha correspondiente.

    Pablo Chiuminatto

    Presentación

    Jorge Tacla

    Los escritos sobre artes visuales de José Zalaquett tienen una relevancia especial en Chile. Sus columnas no solo sirven para entender lo que pasaba en un momento determinado de la historia del arte local e internacional; sino también permiten comprender dónde se encuentra actualmente el arte chileno y qué caminos siguió para encontrarse donde está. La particular mirada de José Zalaquett ilustra un panorama a modo de itinerario, a través de ella podemos ver no solo un momento específico dentro de la historia del arte chileno, sino también el rico detalle de exposiciones e hitos que caracterizan la expresión visual de nuestro país y la recepción de las influencias y préstamos culturales. Así, este libro no solo se presenta como un documento relevante para quienes buscan una aproximación general al arte nacional de aquellos años (1997-2003), sino también como una rica y detallada exposición donde se tematizan los giros tanto respecto de las técnicas como de las referencias a temas políticos y sociales.

    José Zalaquett hizo crítica de artes visuales en varios espacios de la prensa nacional. En publicaciones aún activas –como Revista Capital, Revista Qué Pasa, el diario El Mercurio– y también en el desaparecido diario La Época (1988-1997). Además, por cierto, tiene publicaciones en catálogos de artistas y entrevistas –escritas y audiovisuales– que realizó a diversos creadores. Sus palabras, siempre bien elegidas y oportunas, representan un ritmo crítico intenso e incesante. En su voz se escucha la experiencia de algunos intelectuales del siglo XX que reconocen el peligro que se esconde tras esa superioridad mal entendida de lo humano por sobre el resto de su ambiente, desconsiderando otros aspectos de lo que hace posible la vida en el mundo, como la naturaleza; y entre los humanos, en cuanto comunidad.

    Los escritos de Zalaquett vienen de la línea heredera del origen del ejercicio de la crítica de arte, siguiendo la escuela de Diderot y Baudelaire, pero también de críticos contemporáneos como Ernst Gombrich, Simon Schama o Peter Schjeldahl, es decir, de la imagen del intelectual que es capaz de recoger la exigencia que el arte mismo hace respecto del espectador. Así mismo, comprende plenamente la segunda cara de esa medalla, la de la divulgación. Aquella que entiende que el arte, aunque disponible para todos, no siempre es por todos comprendido y compartido. En este sentido el concepto de crítica en Zalaquett logra una dimensión educativa y de diseminación notable. A través de su sensibilidad no solo dialoga con las obras y los espacios de exhibición, sino también con su época.

    Estos son los confines del campo cultural de donde Zalaquett va tomando sus ejemplos, sus objetos. Establece conclusiones que, aunque ancladas en algunos nombres de artistas o grupos específicos, más que nada dan cuenta de una visión general del mundo del arte en Chile. Por cierto, da algunos –si no varios– de esos nombres. Figuras que efectivamente hoy, a la luz de los años, han logrado presencia y reconocimiento internacional. Algunos más permanentes que otros, y otros más circunstanciales, solo recuperables en la actualidad como parte de una historia anterior. Lo que estos textos permiten comprender es el proceso cultural que ha vivido Chile y su relación con el contexto nacional e internacional. En varias de sus columnas publicadas en la Revista Capital, Zalaquett celebra la actividad que por esos años alcanzaba el aumento de salas, centros culturales, galerías de arte y museos privados y públicos. Su conocimiento y experiencia internacional, sin duda, le demostraban que era así como se consolida el campo cultural y artístico. Veinte años después, no solo la noción de lo internacional ha cambiado, sino que pareciera una categoría acotada dentro de una mucho mayor, conocida como global. Por ese entonces, Internet aún no irrumpía en Chile a nivel masivo. Más tarde, él mismo se ocupará de ese tema en una nota que publica cuando comienza a levantarse la posibilidad hiper-conectada del arte en el siglo por venir. De este modo, la interrogante que nace es de dónde surge el ansia de Zalaquett por esperar el alza de artistas locales o tendencias generacionales que marquen una diferencia respecto de la influencia internacional a la que llegamos siempre tarde.

    De sus palabras se oye una voz que hoy extrañamos, una sinceridad y certeza que no teme, no complace. Su pluma está guiada por un sentimiento del rol ciudadano en democracia: participar, cuestionar, observar. No siempre pudo ser entendida a pesar de ser escuchada. Quizás ese tiempo pueda volver, o aún no llega. La mirada en retrospectiva de esos textos los vuelven evidencia de elementos, donde Zalaquett es testigo de las distintas temporalidades de su tiempo.

    Su voz vino a complementar un cuerpo de crítica cultural que en Chile tiene su tradición y aunque en los últimos decenios da la sensación que en los principales medios no tienen un espacio relevante, al menos existe, y perdura a pesar de que no tenga el mismo peso en la opinión pública. Una línea antigua que célebres escritores chilenos han contribuido a ampliar, como mediación hacia un público que, aunque varía en sus perspectivas, las requiere. Sus textos son verdaderos viajes al interior de las obras. Discursos internos, propios, que hablan de la pasión o de las pasiones. En sus notas de arte, más de un centenar, su voz busca compensar lo que extraña o añora para el arte hecho en Chile: cierta originalidad y –como consecuencia– el salto a las constelaciones superiores del arte internacional.

    JOSÉ ZALAQUETT

    CRÍTICA DE ARTES VISUALES

    1997-2003

    La nave insignia

    Julio 1997 [R.C.]

    No hay nada más triste que una exposición de arte sin público. Todo el esfuerzo previo de preparación, el cuidadoso montaje, el engalanamiento... y ahí quedan los cuadros, expectantes, como novio al que dejaron plantado.

    Pero hace tiempo que el Museo de Bellas Artes no pasa por esos bochornos. Vaya Ud. cualquier domingo a nuestro principal centro de arte y verá cantidades de gente

    –solitarios amantes de la plástica, parejas de toda edad, grupos familiares con coche de guagua– deambulando por las salas, con esa actitud medio curiosa, medio reverente, tan propia de los visitantes de museos.

    El principal mérito es, sin duda, de Milan Ivelic, el dinámico director del Bellas Artes. Ha rejuvenecido el venerable edificio, puesto orden en la colección permanente, mejorado los servicios generales y recomenzado un programa de adquisiciones. Por sobre todo, ha hecho lo que un museo de arte que se respete debe hacer: mostrar exposiciones de calidad.

    Todo ello con la ayuda de empresas y corporaciones amigas, y buscando soluciones habilidosas dentro de nuestra decrépita institucionalidad cultural. Pero los recursos ingeniosos tienen su límite. El Museo de Bellas Artes, nave insignia de los espacios plásticos del país, puede mucho más... siempre que le den una manito de inversión y otra de modernización.

    Para empezar, hace falta más superficie. Como escribía hace poco un columnista, el museo va para 90 años, y no es mucho pedir que el país haga una inversión mayor en infraestructura de arte una vez por siglo.

    Una posibilidad obvia de crecimiento es adquirir la amplia parte de atrás del mismo conjunto arquitectónico, hoy ocupada por el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Chile. Es penosamente evidente que la Universidad no tiene ni capacidad financiera ni un marco institucional flexible para mantener ese local funcionando en aceptables condiciones físicas y de atención museológica, pese a los esfuerzos de su directora. En el pasado, este museo universitario estuvo en la Quinta Normal. No hay razón por la que la Universidad de Chile no pueda trasladarlo a otro sitio, si todavía desea mantener un lugar de exposiciones. Más aún, tendría la oportunidad, con fondos frescos, de empezar de cero y pensar en proyectos alternativos de extensión cultural.

    Además de espacio, el Bellas Artes necesita desprenderse de los arneses

    burocráticos que lo amarran. Las fórmulas legales e institucionales pueden variar, pero el objetivo principal es claro: el museo (y esto vale por igual para otras

    instituciones culturales) debe poder administrar con flexibilidad su actividades y su patrimonio artístico.

    Un buen museo no puede dejar de adquirir obras de arte, con rigurosos criterios, pero también con espíritu de riesgo, para ir formando colecciones coherentes, suficientemente representativas. También debe poder atraer donaciones y legados, así como préstamos de obras de arte de colecciones privadas, por tiempo prolongado o indefinido. Del mismo modo, el museo debe poder vender obras de su patrimonio que ya no calzan con el espíritu de su colección.

    Para todo ello hace falta una administración descentralizada y autónoma, en cuyo directorio pueden estar representados tanto el Estado como los mundos artístico, académico y empresarial. Además se requiere mejorar los estímulos que ofrece la llamada Ley Valdés sobre donaciones culturales.

    Todo esto está siendo estudiado por una nueva comisión presidencial. La dirige el propio Milan Ivelic, lo que hace abrigar esperanzas sobre sus conclusiones. Pero si pensamos en lo poco que se han tomado en cuenta los excelentes informes de otras comisiones presidenciales, va a hacer falta, además de buenas recomendaciones, una saludable dosis de voluntad política.

    Sin tapujos

    Agosto 1997 [R.C.]

    Una señal de que vamos avanzando en materia de artes plásticas es que se suceden, una tras otra, exposiciones ambiciosas y bien montadas, tanto de artistas nacionales como extranjeros. Pero obviamente ello no es, en sí mismo, garantía de calidad. Mientras más brillante la presentación, más necesario se hace separar la paja del trigo, y hacerlo sin tapujos, si pretendemos ir forjando nuestra capacidad de apreciación artística.

    Veamos algunos ejemplos, tomados de exposiciones todavía abiertas o muy recientes:

    La galería AMS Marlborough nos tenía acostumbrados a muestras de buen nivel, pero la última, de Hernán Gana, se aparta de esa línea. Este joven artista, que tiene cierta destreza para la representación realista, exhibió un conjunto de pinturas (y un par de burdas esculturas) en las que se apropió de las ideas de algunos conocidos artistas, las digirió a medias y compuso con ellas acordes efectistas y decorativos.

    Que Gana haya vendido gran parte de lo exhibido, y a precios escarpados, es elocuente comentario sobre el gusto predominante en nuestro medio. A juzgar por el éxito que también tuvo Mario Gómez, en una reciente exposición donde Tomás Andreu, se podría aventurar que muchos compradores buscan cuadros en que se despliegan aleteos oníricos o abstractos, pero siempre que tengan un anclaje figurativo, como una especie de cable a tierra, y que todo ello esté envuelto en una cierta pátina pictórica.

    Otra exposición de dudosa calidad, aunque de excelente presentación, es la de la artista francesa Niki de Saint Phalle, que todavía se puede ver en el local de la Compañía de Teléfonos. Sus numerosas esculturas nos golpean, de entrada, como una fiesta lúdica de color y de atrevida imaginación. Sin embargo, a poco andar se advierte su radical pobreza de invención plástica y de manejo del volumen.

    En cambio, la exposición de Gracia Barrios, en la Galería de Isabel Aninat, y la de Patricia Israel, en la Galería Artespacio, nos presentan dos notables pintoras nacionales en la constante renovación de su maduro lenguaje artístico.

    Y si hablamos de buenas exposiciones, vamos al plato fuerte: la muestra del escultor Richard Deacon, en el Museo de Bellas Artes, traída bajo auspicios del British Council.

    La escultura británica de este siglo se sitúa en un primerísimo nivel internacional, como lo comprueba la mera evocación de figuras como Henry Moore, Barbara Hepworth, Lynn Chadwick, Jacob Epstein o Anthony Caro.

    A partir de fines de los años sesenta, surgió una nueva y vibrante pléyade de notables escultores británicos, que se conoce como la nueva ola o la revolución silenciosa. Muchos de esos escultores estudiaron en el St. Martins School of Art. Los nombres más conocidos: Tony Cragg, Anish Kapoor, Bill Woodrow y Richard Deacon, quien ahora nos visita. (Francisco Gazitúa, nuestro excelente escultor nacional, también se formó en ese medio).

    Deacon es quizás el más escultórico de esa generación, en el sentido que se concentra fundamentalmente en crear obras de una cierta unidad volumétrica, en lugar de organizar conjuntos de objetos (sean encontrados o creados) en el espacio o de intervenir la naturaleza. Sin embargo, sus soluciones plásticas son tan versátiles que, a primera vista, la muestra del Museo de Bellas Artes pareciera contener los trabajos de distintos escultores.

    No se pierda esta exposición. Déjese interpelar por estos trabajos abstractos pero curiosamente ambivalentes y evocativos. Entre las obras, de variados materiales (sobre todo acero, madera, plásticos), algunas se yerguen macizas, asertivas; otras se proyectan en el espacio, serpenteantes, volanderas, casi inmateriales; unas terceras, más compactas y de contrastantes superficies, yacen a ras de suelo en el hall central del Museo.

    ¿Verdadero o falso?

    Septiembre 1997 [R.C.]

    Algo huele mal en las subastas de arte en Chile, pero pareciera que nos hemos acostumbrado a prácticas oscuras, como quien se habitúa a la contaminación del aire. Hay casas de remates que procuran manejarse con estándares aceptables en cuanto a calidad de las consignaciones, corrección de las atribuciones y confección de catálogos. La regla general, sin embargo, es el descuido, la irresponsabilidad o incluso el fraude.

    La mayor desfachatez que recuerdo fue un remate de supuestos dibujos de grandes maestros del arte universal, que tuvo lugar en Santiago, hace cuatro años. Se atribuían las obras a gigantes de la talla de Tiziano, Rembrandt, Tiepolo e incluso Masaccio (de quien no hay ninguna obra en manos privadas). El evento mereció una página completa en Artes y Letras de El Mercurio, aunque a simple vista se trataba de falsificaciones tan groseras que, si se hubiera pedido la opinión de Sotheby’s o Christie’s, las carcajadas se habrían escuchado desde Nueva York.

    Esa no fue la primera ni la última de las atribuciones ridículas. Ocho o nueve años atrás asistí a un remate de la sucesión de un famoso coleccionista chileno. Entre las obras vendidas, se adjudicó a un incauto postor un grotesco pequeño dibujo abstracto anunciado como de Picasso (quien jamás ejecutó ninguna obra abstracta) en medio de las sonrisas irónicas de buena parte de la concurrencia. Hace apenas unas semanas, apareció un aviso de remate, con una foto de otro supuesto Picasso, que no resistía ni el análisis más superficial.

    No es lícito presumir la mala fe de nadie, pero lo menos que puede decirse de varios martilleros de nuestra plaza es que están dispuestos a respaldar con su nombre la atribución que el cliente que consigna la obra quiera darle, por arbitraria que sea.

    El asunto no para ahí. Bien se sabe que las falsificaciones de obras de arte proliferan en todo el mundo desde hace siglos y que en muchas partes no solo hay timadores que trabajan por su cuenta, sino verdaderas redes de falsificación, de alta productividad. Todo indica que en Chile esta industria va en crecimiento. Pero a diferencia de lo que ocurre en mercados más sofisticados, no tenemos aquí mayores mecanismos de expertización y verificación, y la especialización policial en esta materia aún se encuentra en pañales.

    Más aún, en consonancia con los tiempos que corren, ha empezado a penetrar en nuestro mercado de arte una modalidad de tráfico antes reservada a otro tipo de bienes: las transacciones en que la falsedad es asumida. Así como hay quienes se pasean con celulares de palo, para aparentar estatus, está apareciendo una clientela que compra, sabiendo que no son genuinas, falsificaciones de artistas de moda, como quien adquiere réplicas de zapatillas o relojes de marca.

    Otra de las irregularidades de nuestro mercado de arte es la falta de transparencia sobre si las obras puestas en remate se vendieron o no, y sobre el precio que habrían alcanzado. El viejo estilo de los martilleros, que incluye toda una teatralización, con postores inexistentes, todavía es la norma y no la excepción. Contribuye a este estado de cosas la actitud desaprensiva de la prensa, que publica los supuestos precios obtenidos en remate sobre la base de lo que informa el martillero, sin mayor indagación.

    Hace algunos años escribí sobre la necesidad de modernizar las subastas de arte y sugería que el remedio era en parte regulación y en parte autorregulación. Hoy soy bastante más escéptico sobre la posibilidad de autorregulación. Toca, entonces, a los compradores ser más prevenidos; a la prensa, asumir un rol más inquisitorio; y a la policía, ocuparse de investigar algunas prácticas que se sitúan, por decirlo suavemente, en la penumbra de la legalidad.

    ¿Lo mejor de lo nuestro?

    Octubre 1997 [R.C.]

    La Corporación Cultural de Las Condes encuestó a 86 personas interesadas en el arte, pidiéndoles que señalaran los diez más grandes pintores chilenos. Sobre esa base, hizo un ranking de nuestros 25 mejores pinceles y montó la exposición Los Elegidos de la Pintura Chilena, que estará abierta hasta el 26 de octubre.

    La lista la encabezan Juan Francisco González y Roberto Matta, con 60 menciones cada uno. Luego siguen, en orden descendente, Pedro Lira, Burchard, Gil de Castro, Valenzuela Llanos, Rugendas, Gordon, Mori, Helsby, Bravo, Valenzuela Puelma, Somerscales, Antúnez, Luna, Orrego Luco, Enriqueta Petit, Balmes, Carreño, Monvoisin, Yrarrázaval, Toral, Cienfuegos, Gracia Barrios y Trepte.

    Basta una ojeada a esta lista para confirmar que no hemos sido país de pintores, en el sentido que podemos decir que sí hemos sido país de poetas. Nuestra poesía ha sido foco de irradiación, más que estación repetidora; fuente de genuinas invenciones, antes que ámbito de esmeradas derivaciones.

    Aunque ciertamente no sucede lo mismo con nuestra plástica, ello no significa que no tengamos motivos para enorgullecernos, como lo tienen decenas de otros países que han estado situados, como nosotros, en la periferia de los grandes centros de invención del arte. Muchos de esos países ostentan uno o dos artistas que emigraron y dejaron su estampa, como nuestro Matta, en la historia de la plástica moderna. En casi todas las naciones han surgido también unos pocos artistas genuinos que, si bien no contribuyeron a expandir las fronteras del arte universal, se distinguen, como nuestros González, Burchard o Helsby, por su mirada singular o por soluciones creativas intensamente personales. Por último, en cada museo europeo o americano se exhiben las obras de numerosos pintores locales, como nuestros Pedro Lira, Orrego Luco o Valenzuela Puelma, que muestran innegable desenvoltura formal y aplomo académico, pero no mucho más.

    Si en algo nos distinguimos, en la vasta compañía de tantos países de comparable tradición artística, es quizás en nuestra extrema cautela para aceptar lo nuevo. La encuesta de la Corporación Cultural de las Condes ratifica que en Chile predomina un gusto tremendamente conservador: De los 25 elegidos, solo siete están vivos (Matta, Carreño, Yrarrázaval, Balmes, Barrios, Toral y Cienfuegos) y de estos, seis tienen más de 60 años. Además, salvo Matta, los pintores vivos se encuentran entre los que recibieron menos menciones y un 30% de las respuestas dejó afuera al mismo Matta, lo que sugiere que para muchos la lista de los mejores se agota prácticamente en el siglo pasado.

    Bueno, después de todo, Chile ostenta la dudosa distinción de ser el único de los países que, habiendo comprado activamente en los mercados europeos a comienzos de este siglo, cuando habían transcurrido más de treinta años desde la revolución impresionista, no adquirió un solo cuadro moderno.

    No es de extrañar, entonces, que estén ausentes del ranking algunos chilenos que hoy tienen un importante reconocimiento en el exterior, por su trabajo elocuente e innovador, como Juan Dávila, radicado en Sidney, y Eugenio Dittborn, que aunque vive en Santiago, difunde su obra mayormente en el extranjero. Quizás influyó en este último caso la dificultad de catalogarlo estrictamente como pintor.

    La misma razón puede explicar la exclusión del notable artista chileno Alfredo Jaar, que reside en Nueva York. Pero ello solo sería un indicio más de nuestra reticencia nacional a aceptar lo nuevo, ya que hace décadas que los conceptos de pintura y escultura son insuficientes para dar cuenta cabal del rango cada vez más amplio de las artes plásticas.

    La moral de los artistas

    Noviembre 1997 [R.C.]

    La pregunta se ha venido planteando con insistencia: ¿interesa indagar sobre la vida y la moral de los artistas para poder apreciar debidamente su obra? ¿O bien lo único que cuenta es la calidad estética de sus creaciones? Son interrogantes que están vigentes desde que se fue dejando atrás la antigua práctica de santificar a los genios de las artes, colocándolos por encima de las debilidades humanas, y se afirmó en cambio la tendencia a realizar estudios biográficos bien documentados, que fueron revelando las flaquezas de muchos creadores, sus veleidades o su infinita capacidad de manipulación.

    Frente al contraste entre la excelsa calidad de la producción de algunos artistas y sus evidentes debilidades y carencias personales, se fue asentando en la crítica el convencimiento de que las obras de arte deben juzgarse fundamentalmente por sus méritos estéticos. Esa posición es instintivamente respaldada por el grueso público, al que le resulta difícil conciliar la coprofilia de un Mozart o la misantropía de un Cézanne, con el estatus de expresiones superiores del espíritu humano que sus obras han alcanzado en la estimación colectiva.

    En este contexto resulta particularmente interesante el debate que se generó en torno a una reciente exposición de retratos de Picasso, que tuvo lugar en Nueva York. La muestra incluía numerosas imágenes de las mujeres del artista, que en la visión pictórica de Picasso parecen no tener otra identidad que la de transitorios satélites amatorios, gravitando en torno al astro rey del arte de este siglo. Figuran estas mujeres a veces acariciadas y a veces destrozadas por su pincel, según si se encontraban en curso ascendente en las apetencias eróticas del artista o habían iniciado la inevitable caída hacia las profundidades de su hastío.

    En la exposición se manifestaba de modo evidente que la misma potencia de demiurgo con que Picasso se relacionaba con amantes y amigos, también dio vida a su pintura. Picasso se valía de todo y de todos, usándolos a su antojo, como si solo tuvieran existencia y sentido en función de sus deseos. En tal actitud, que puede merecer un reproche moral, reside también la particular fuerza y peculiaridad de su arte: la emoción estética que provoca es la que se siente frente a un tigre o a un trueno; es la delicia del asombro y del terror que inspiran los prodigios y la fuerza avasalladora de los elementos. No hay ambigüedades ni complicidades en las relaciones entre Picasso (o Wagner, si pensamos en un equivalente en el campo de la música) y su público: la dirección de su arte es siempre vertical, impositiva, emanando desde las alturas del genio hacia el estupefacto espectador. Pero, por cierto, hay otras vertientes de calidad artística. Entre ellas, la más opuesta a la esencia del arte de un Picasso es la de la empatía, esto es la capacidad del artista de establecer un vínculo de comunión con los espectadores, en quienes infunde la emoción de reconocerse en la obra, de experimentar que de alguna manera indecible les comunica algo que siempre habían sentido o sabido. Es la maravilla que suscita la develación, no el aturdimiento que provoca la revelación que nos cae desde el Olimpo.

    El debate sobre esta exposición de retratos ha permitido mirar desde un nuevo ángulo el vínculo entre la postura moral de los artistas y la calidad de su obra. En los creadores como Picasso, movidos por una fuerza sorda a todo lo que no sea su propia energía avasalladora, se advierte un claro continuo entre su vida personal y su arte, el cual bien puede ser de la más alta calidad, pero dentro una vertiente estética sobrehumana y, por lo mismo, un tanto inhumana. En cambio, otros grandes artistas muestran un quiebre aparente entre su historia personal y su obra. Puede ser que haya mucho que reprocharles como personas, pero en su arte son capaces de trascender sus falencias y comunicar una visión que los demás podemos sentir como propia, que nos envuelve y eleva.

    Esos espléndidos burgueses

    Diciembre 1997 [R.C.]

    Los paulistas suelen decir que Dios hizo a Río de Janeiro para alegría de los hombres; y que los hombres hicieron a Sao Paulo para alegría de Dios. Dentro de Europa los que podrían jactarse de ese modo, y con mayor razón, son sin duda los holandeses. En una tierra plana como un panqueque, arrinconados contra el mar, al cual le arrebataron pacientemente una superficie casi tan vasta como la que inicialmente les había asignado la geografía, los burgueses de Holanda forjaron un país ejemplar, a la vez sencillo y magnífico. Pocas naciones pueden exhibir el progreso cívico y la tolerancia de los holandeses; su industriosa creatividad; su viva curiosidad cosmopolita; su armoniosa conjunción de rigor e informalidad.

    El siglo XVII fue la edad dorada de la naciente república holandesa: junto a la conquista de los mares y a una extraordinaria expansión del comercio, florecieron y se difundieron las artes. En la efervescencia del espíritu emprendedor de esos años, no faltaron tampoco las grandes especulaciones, como la legendaria manía de los tulipanes, durante la cual un solo bulbo de la apetecida variedad Semper Augustus alcanzó el equivalente en precio a una propiedad en Amsterdam.

    El frenesí especulativo alcanzó también al arte, llegando a utilizarse las pinturas como moneda de cambio y garantía de préstamos.

    De esa época brillante ahora podemos admirar, en nuestro Museo de Bellas Artes, treinta cuadros de pintores de la ciudad de Utrecht. No se trata de una selección de lo mejor del siglo de oro; por de pronto, están ausentes Vermeer, Rembrandt y Hals, sus figuras cumbres, cuyas obras es extremadamente difícil que viajen a estas latitudes. Tampoco es una exposición representativa de las principales escuelas de la pintura holandesa de esa época. El atractivo de esta muestra, aparte del indudable encanto de muchas de las obras expuestas, radica en su enfoque especializado, en su sesgo local e histórico: los artistas provienen de un mismo centro urbano y abarcan no más de dos generaciones. Por ello, si bien todo espectador podrá disfrutar esta exposición, obtendrán aún más provecho quienes tengan alguna familiaridad con el arte holandés del siglo XVII.

    Entre las pinturas que nos ofrece el Museo hay algunas memorables, como una deleitosa escena pastoral, de radiante sensualidad, de Gerard van Honthorst, y un divertido paisaje de Abraham Bloemaert, con Tobías y el Arcángel Rafael relegados al fondo, mientras en el primer plano un hombre recostado nos da la espalda y un macho cabrío nos mira de frente. También se pueden admirar las obras de dos pintores que asimilaron la lección de Caravaggio: Hendrick ter Brugghen y Dirck van Baburen. Este último es conocido, además, como una de las influencias que recogió Vermeer. De hecho, un cuadro de van Baburen, La Alcahueta, estuvo en poder del maestro y aparece reproducido en dos de sus pinturas de interiores.

    Pero la obra más deslumbrante de la exposición es sin duda la Naturaleza Muerta Ostentosa, de Jan de Heem. El género de naturaleza muerta, uno de los favoritos del arte holandés del siglo XVII, llegó a ser un vehículo para contorsiones cada vez más elaboradas de virtuosismo pictórico. En este cuadro, de Heem incluye las más variadas conchas, frutas, telas, y otros objetos escogidos a propósito para demostrar su habilidad en la reproducción de todo tipo de texturas. Asombrosamente, este despliegue abigarrado de representación realista se sostiene razonablemente bien como composición.

    No se pierda esta exposición ni el catálogo que la acompaña, que también es típico del espíritu holandés: de excelente calidad y a precio asequible para buenos burgueses.

    Lo mejor de 1997: un recinto

    Enero 1998 [R.C.]

    La cubierta de la Enciclopedia Universal en CD-ROM incluye imágenes del Partenón y de la pirámide del Louvre... Nada muy original, pero confirma que uno de los emblemas del progreso son los grandes proyectos arquitectónicos. Al mismo tiempo, eleva a la perdurable categoría de cliché la noción más reciente de que los museos de arte han llegado a ser los nuevos templos.

    Seis siglos atrás, recorrer las catedrales de Europa equivalía a un levantamiento cartográfico del orgullo cívico, la proeza tecnológica, el afán de espiritualidad y los mejores logros artísticos de las pujantes ciudades de la época. Por supuesto, hoy en día ninguna línea de actividad puede resumir todas esas aspiraciones y conquistas. Pero si algo se le acerca, es la tendencia creciente a desarrollar innovadores museos de arte. Muchos de los grandes arquitectos de este siglo –Le Corbusier, Wright, Kahn, Pei, Moneo, Botta, Meier, Ando– han sido convocados a diseñar espacios de exposición que pasaron a simbolizar la búsqueda de identidad, distinción y trascendencia cultural de las respectivas ciudades.

    Por ello, no es sorprendente que el principal evento de arte de 1997 haya sido la inauguración del Museo Guggenheim en Bilbao, que muchos consideran como el clímax de esa tendencia. Concebido por el arquitecto Frank O. Gehry, este cautivante edificio, revestido de piedra, cristal y titanio, se extiende por 24.000 metros cuadrados, ofreciendo una silueta inolvidable, dominada por impensadas formas irregulares, ondulantes. A tres meses de su inauguración, ha pasado a ser el distintivo de la ciudad vasca.

    Salvo la ampliación del Louvre, de Pei, ninguno de los proyectos museológicos de las últimas décadas suscitó la controversia y el entusiasmo que ha generado este flamante Guggenheim Bilbao. No sería raro que en futuras enciclopedias las obras de Pei y de Gehry se presenten en collera, como logotipos del maridaje contemporáneo entre arquitectura, arte y búsqueda de identidad urbana.

    Lo curioso es que la propensión a levantar estos nuevos templos corre paralela a otra fuerte tendencia que, junto con multiplicar las modalidades de creación y difusión del arte, promueve la dispersión de recintos y canales de exhibición. Los soportes tradicionales y la corporeidad misma de la creación plástica, así como la aspiración a la permanencia de la obra, han sido puestos en cuestión por el arte conceptual, el video, las performances, las instalaciones y las múltiples posibilidades que ofrecen las redes computacionales de comunicación. Incluso las modalidades artísticas más tradicionales se ofrecen en localidades cada vez más heterogéneas y poco convencionales.

    Ambas corrientes no se contraponen sino que las más de las veces se complementan. Los museos modernos son a menudo el centro coordinador de creaciones que tienen lugar fuera de sus muros, o bien recogen y exponen los registros de arte inmaterial o efímero.

    Algo de eso se advierte en Santiago aunque, muy a la chilena, debidamente atenuado. En 1997 se confirmó la tendencia a la multiplicación de salas de arte, que ya incluyen, además de los pocos museos, nuevas galerías comerciales, edificios empresariales, ex-estaciones de ferrocarril, antiguas oficinas públicas y hasta una perrera en desuso.

    Pero la idea de una nueva gran casa de arte para la capital, que esté a la altura de los tiempos y de nuestros anhelos, ni siquiera empieza el necesario recorrido que lleva del limbo de los sueños al despuntar de los anteproyectos.

    Arte e Internet

    Febrero 1998 [R.C.]

    Uno de mis primeros recuerdos es que mi abuelita hablaba por teléfono a gritos. Sucede que cuando instalaron una planta en su pueblo, ella ya era mayorcita y nunca se acostumbró a la idea de que la pudieran escuchar a distancia sin levantar la voz. Cuando me tocó el turno de ser mayorcito, estaba empezando la era de los computadores personales. Por miedo a quedarme atrás, me apresuré a aprender la nueva tecnología, lo que ahora me permite navegar por Internet, no diré que como delfín, pero sí dignamente.

    Valgan estas palabras como comprensión y aliento para los que se resisten a la idea de sumergirse en Internet. Si son también de los que se oponen a las corrientes de vanguardia del arte contemporáneo, la expresión Arte e Internet les generará un doble rechazo. Pero es bueno que sepan que no hay vuelta atrás. El arte se producirá cada vez más por computadores y tecnologías afines, y se transmitirá, almacenará, admirará, comercializará y comentará cada vez más en el mundo sin orillas de Internet.

    Para empezar por casa, en estos momentos y hasta fines de marzo, se exhibe en la sala CTC, de Plaza Baquedano, una muestra de Gonzalo Mezza, nuestro principal cultor del arte virtual. A primera vista, los soportes de sus obras parecen tradicionales, pues las composiciones que Mezza ha organizado por medios computacionales están impresas en telas de gran tamaño. Pero su proyecto, que ya fue mostrado en menor escala en la última Bienal de Sao Paulo, incluye la posibilidad de diálogo creativo con usuarios de Internet, quienes pueden introducir variaciones en las ideas plásticas de Mezza, las cuales son exhibidas a su vez en el mundo virtual.

    Son muchos los artistas que intentan valerse de la multimedia computacional para ofrecer sus trabajos visuales, cinéticos y sonoros a los visitantes de Internet. La tecnología está todavía en pañales, pero es materia de tiempo... También es cuestión de tiempo que se descubra el modo de vender ejemplares múltiples de obras virtuales (a la manera como hoy se venden grabados) que los coleccionistas podrán recoger y reproducir, quizás en ediciones limitadas, utilizando tecnologías aún desconocidas.

    En cuanto a la exhibición de arte que ha sido producido por medios tradicionales, Internet tiene ya una impresionante variedad de reproducciones de obras que se encuentran en museos y galerías, además de las que muestran incontables particulares. Muchas están a la venta. También se puede comprar, a través de las diversas librerías de Internet, libros de arte que se envían a domicilio.

    Pero quizás la mayor ventaja que ofrece Internet a los amantes del arte es la posibilidad de participar en una tertulia con otros aficionados o expertos del mundo, en alguna de las salas de conversación de Internet. Mi lugar favorito es la sección de lectores de la revista virtual Slate, creada por el mismísimo Bill Gates. Como Slate no es una publicación impresa, no aparece a intervalos regulares, sino que se actualiza a cada rato, a medida que se escriben los artículos. La sección de lectores, a diferencia del viejo sistema de cartas al director, consiste en salas virtuales de conversación, donde se puede dialogar sobre los más variados temas.

    Si Ud. tiene acceso a Internet, la dirección de la revista es www.slate.com y la sección de lectores se llama The Fray. Busque la sala de conversación sobre arte. Puede simplemente quedarse como observador o escoger un seudónimo y sumarse a la charla. Los participantes pueden mostrar las obras de arte a las que se refieren en sus debates, las que encuentran en la misma Internet. Si la posibilidad de conversar desde su casa, en bata, con otros amantes del arte, no lo incentiva a entrar al mundo virtual, Ud. es un caso perdido, como mi recordada abuelita.

    Dos colosos en Manhattan

    Marzo 1998 [R.C.]

    El mes de febrero recién pasado se podía ver a los neoyorquinos marchar por las calles de Manhattan a paso ligero y jovial. En parte se debía a la corriente de El Niño, que esta temporada le regaló a Nueva York un invierno tenue, decididamente otoñal. También influía la oleada de confianza que los invade, por la sorprendente mejoría de la calidad de vida en su ciudad, bajo la administración del alcalde Rudolph Giuliani.

    El mundo del arte, del cual Nueva York es todavía centro indiscutido, se ha visto igualmente beneficiado. Los precios se recuperan sostenidamente, después del derrumbe de 1991, y se multiplican los barrios dedicados a galerías de arte. Lo que es mejor, siguen montándose exposiciones de primerísima calidad. Entre ellas se podían admirar en febrero sendas muestras de Anselm Kiefer y Bill Viola, quienes bien pueden aspirar, respectivamente, al título de mejor pintor y mejor instalacionista vivos.

    La exposición de Kiefer vino después de algunos años de escasa producción del notable artista alemán. Como sucede con los más grandes creadores, este nuevo paso en su evolución creativa es a la vez imprevisto y plenamente consecuente con su producción anterior. Kiefer siempre se ha interesado en la historia y los mitos, como constituyentes de la memoria, los sueños y el sentido moral colectivos. Esta vez nos lleva, a través de unos pocos cuadros de dimensiones colosales y de varios libros en ejemplar único, confeccionados por él, al mundo de las arenas incandescentes e inmemoriales, a la vieja luz del desierto, a monumentales construcciones babilónicas.

    La muestra de Bill Viola llegó al Museo Whitney (donde permanecerá hasta el 10 de mayo) en la segunda escala de una gira internacional que continuará hacia Europa, para culminar en Chicago, el año 2000.

    Viola comenzó como videísta, en los años setenta. Hoy día es más difícil (y quizás innecesario) clasificarlo. A falta de mejor término, podemos conceptuarlo como instalacionista, de la vertiente de los que construyen ambientes envolventes, esto es obras de arte que se vivencian desde dentro de ellas, en lugar de ser apreciadas a partir de la distancia del espectador respecto del objeto. Por ello, ni las referencias en libros ni las imágenes de sus trabajos en internet lo preparan a uno para el encuentro con sus obras. Cada instalación de Viola ocupa una sala completa de los dos pisos del Museo Whitney dedicados a la exhibición. En la primera, uno encuentra una cómoda, en medio del amplio espacio de la pieza. Sobre la cómoda, algunos objetos y un pequeño televisor en cuya pantalla se ve la cabeza de un hombre dormido. Por unos instantes, nada pasa. De pronto, las luces se apagan y se escucha un rumor súbito y alarmante, como un ventarrón premonitorio. Al mismo tiempo, se proyectan en las paredes escenas nocturnas de un bosque agitado. Advertimos instantáneamente que estamos dentro del sueño del hombre. El cuarto retorna luego a la normalidad; minutos más tarde, entramos en otras escenas de sueño. Cada una de las salas ofrece una instalación tan imprevista y decidora como ésta.

    Cuando hace treinta años se empezaban a balbucear los nuevos lenguajes de las artes plásticas, algunos, como John Baldessari,

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