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Granta 1: Rebaño + 1
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Las frases son hoy proyectiles o lemas que los algoritmos copian millones de veces por instante para generar palabras clave que nos definan por nuestras supuestas pulsiones y pasiones y nuestros comportamientos cívicos. El "ingeniero de almas" es ahora un ingeniero trufado de psicólogo de masas. Para otros, el individuo ha dejado de ser una entidad social o política o moral y se ha convertido en buñuelo de datos para los anunciantes: barato y al instante. La manada de consumidores queda enchufada, uno a uno, a la máquina ubicua que nunca duerme y que sabe que las mujeres están embarazadas antes de que ellas mismas lo sepan. Cabe recordar de nuevo el implacable diagnóstico de Rafael Sánchez Ferlosio: la vida privada ha invadido la vida pública.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2015
ISBN9788416495603
Granta 1: Rebaño + 1
Autor

Varios Autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</p> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>.</p> <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <em>La estrella roja</em> (1910) y <em>El ingeniero Menni</em> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Granta 1 - Varios Autores


    Í N D I C E

    Decíamos ayer...

    Caminando hasta Kobe

    Haruki Murakami

    Corrientes tiene payé

    Hebe Uhart

    Infratierra

    Robert MacFarlane

    Utopía socavada

    Kjartan Fløgstad

    Una carta

    Eudora Welty

    Chicas

    Harold Pinter

    Mujeres tituladas

    Carta anónima

    Proivido chicas. Esceto mamá

    A. S. Byatt

    Manual del futuro

    Enrique Vila-Matas

    Mapa de seis cosas imposibles

    Lila Azam Zanganeh

    Entrevista con Max

    Juanjo Sáez

    Variaciones sobre un tema de Mister Donut

    David Mitchell

    ¿Fin?

    John Barth

    El archivo

    Proyecto de estudio Visual Data

    (a partir de un relato de Sebastià Jovani)

    Nadie

    Lina Meruane

    Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío

    Herta Müller

    La vida sexual de las jóvenes africanas

    Taiye Selasi

    Boko Haram y el gris terror

    Lola Huete Machado

    Sobre la experiencia de la ficción

    Antonio Muñoz Molina

    Colaboradores


    Decíamos ayer...

    Grey, enjambre, amigos. También jauría, seguidores, yunta. Piara. «La lengua es un espejo del alma: así como el hombre se expresa, así es», escribió el liberto Publio Siro hace dos mil años y pico. Pero como de nuevo están cambiando los nombres, el tecnólogo Jaron Lanier lo cita como divisa en su conocido manifiesto. En esta época mercadológica virtual, de algoritmos y del idiolecto de la publicidad, cabe recordar la ambigüedad esencial de la lengua desde que Clitemnestra dio la bienvenida a Agamenón o, si se prefiere, desde que la serpiente ofreció fruta vedada a dos ladrones en un huerto hace unos milenios. Nuestra primera revuelta, el primer no, por ejemplo, fue incitación de la curiosidad femenina.

    Y Lanier advierte sobre el creciente «maoísmo digital»: cuando ya creíamos que las añejas fuerzas de la colectivización habían amainado, se nos pretende estabular cada vez más: «un programa que te pide que interactúes con un ordenador como si fuera una persona, te pide que aceptes, en lo más recóndito, que tú también podrías ser concebido como un programa». ¿Qué es un ciudadano entonces? ¿Qué es una persona? Y Lanier responde: «no es una fórmula fácil, sino una aventura, un misterio, un acto de fe». Tal vez. Lo que sí es indudable es que cuanto más distraídos, menos individuos.

    La intromisión corporativa y estatal con sus artefactos técnicos está alterando los supuestos políticos, morales, estéticos y cognitivos, mientras que por otro lado los carnavales y sus disfraces abonan los tradicionales automatismos del pensamiento grupal implantando falsos consensos. Esta coerción se diagnosticó hace mucho más de medio siglo (Adorno, McLuhan) y sólo constatamos su aceleración. Mario Vargas Llosa ha señalado que «la salud de una narrativa suele significar una crisis profunda de la realidad que la inspira». Pues bien, en este número de la nueva época de Granta, el decimocuarto desde su fundación en este idioma, presentamos crónicas, relatos y otras variedades de la experiencia literaria como una suerte de larga oración fractal que pretende describir estos tiempos y esas acrecentadas fuerzas, aislando sus características y presentándolas en conversación a través de fronteras, idiomas e incluso épocas con el ánimo de propiciar el debate. Un artefacto textual del japonés, alemán, inglés, noruego y español cuyas piezas móviles amplían su función al resonar con los sentidos ocultos que los textos dejan entrever bajo la superficie. Un diálogo en las sombras cuyo sentido más profundo se revela en la promiscuidad del collage y que instan al lector a recorrer algunos pasajes ocultos. Con la intención de presentar el modo en que leemos ahora, pues los nombres están cambiando.

    Las frases son hoy proyectiles o lemas que los algoritmos copian millones de veces por instante para generar palabras clave que nos definan por nuestras supuestas pulsiones y pasiones y nuestros comportamientos cívicos. El «ingeniero de almas» es ahora un ingeniero trufado de psicólogo de masas. Para otros, el individuo ha dejado de ser una entidad social o política o moral y se ha convertido en buñuelo de datos para los anunciantes: barato y al instante. La manada de consumidores queda enchufada, uno a uno, a la máquina ubicua que nunca duerme y que sabe que las mujeres están embarazadas antes de que ellas mismas lo sepan. Cabe recordar de nuevo el implacable diagnóstico de Rafael Sánchez Ferlosio: la vida privada ha invadido la vida pública.

    El novelista John Barth, autor del borgesiano manifiesto de 1967 La literatura del agotamiento , se pregunta en estas páginas en un breve texto paradójico si podrá seguir escribiendo. «La relación entre los hechos y la ficción, la vida y el arte –escribe Barth en su novela Letters –, no es imitativa en uno u otro sentido, sino de reciprocidad, de permanente colaboración y reverberación.»

    Uno de los ecos que explora este número de Granta en Español: Enrique Vila-Matas nos ofrece un atisbo del taller del escritor, cuya obsesión con la cita auténtica, con la deformada e incluso con la falsa, crea una suerte de «necrópolis de citas» que al cabo conforman un relato procedente de otra novela. El viaje de Murakami Haruki a Kobe y de Hebe Uhart a Corrientes, son crónica del paisaje desaparecido y de los nombres que lo sustituyen: Uhart encuentra un carnaval en la delirante búsqueda de un centro, y Murakami sólo da con lo ajeno y el individuo convertido en consabido número. Continuando con la tradición de la crónica de viajes que siempre ha divulgado esta revista, Robert MacFarlane se interna en la ajenidad profunda de las cuevas y sus laberintos subterráneos, a lo indiferenciado, sólo para que al cabo el lector vuelva a la superficie y se vea de nuevo socavado en el hundimiento de una comunidad utópica asentada sobre minas y que describe Kjartan Fløgstad.

    También reverberan en este número el punto de vista, la perspectiva, el fragmento, la ciencia ficción y los recursos del cine y lo fantástico como contraparte del vértigo y el cambio de paradigmas de la colectivización contemporánea: el cuento de Lina Meruane, como en una reciente pintada de Banksy, imagina a un asesino del metro que puede perpetrar sus crímenes con impunidad porque sus víctimas están hipnotizadas por un juego en sus terminales móviles; David Mitchell deconstruye una misma escena desde seis perspectivas, lo cual a su vez resuena con las seis cosas imposibles con la que seduce la colorida prosa de Lila Azam Zanganeh. Esta relación se extrema con el reverso estructural, reducido a data, del cuento relatado sin palabras de Sebastià Jovani. Y con palabras e imágenes Juanjo Sáez entrevista a Max.

    Y el otro eco que resuena en estas páginas se refiere a uno de los supuestos esenciales de nuestro pacto cívico, pero que en algunas otras tierras ha encontrado oposición violenta: la educación que incluso se escamotea ya como derecho adquirido. Ana María Matute recordó en una entrevista que en su época «a las niñas más o menos bien no les permitían estudiar; a mí me prohibieron ir a la universidad. Ahora soy una doctora honoris causa. Me vengué». Las pesquisas en el archivo dieron con un artículo publicado en la prehistórica Granta de 1887 y en la que se debate el acceso de las mujeres a Cambridge: «Ya tenemos encima a las arpías, y esta vez llegan con gran fuerza». Ésta repercute con una muy ingeniosa de Eudora Welty que solicita empleo en The New Yorker en 1933, y con los recuerdos de A. S. Byatt como alumna de Cambridge en los años cincuenta. Y así contrastan con la frustrada fantasía del protagonista del breve y contundente escorzo de Harold Pinter. Dos complejos relatos de Herta Müller y de Taiye Selasi son ritos de paso unidos por la palabra «tío», por los intentos de dominación del cuerpo y la identidad de las mujeres. Todo ello cierra con un breve recuento de las alumnas secuestradas de su colegio por Boko Haram, despojadas de su identidad por asistir a la escuela. Los «medios sociales», en los cuales los consumidores invaden la plaza pública hipnotizados con fotografías de sus vacaciones y de sí mismos, parecen haber olvidado a estas jovencitas, reducidas a la sumisión colectiva.

    «Contar historias es un don tan natural como el instinto de la lengua –afirma Antonio Muñoz Molina en estas páginas–, es una parte de la vida diaria tan común como el aire que respiramos, y está tan arraigada en nosotros como nuestros recuerdos y deseos ocultos.» Entre el canto colectivo de Whitman y la identidad plural de Lucifer, cabe menos preguntarse por el yo, por su consistencia binaria, que por la grey astrosa vigilada, convertida en masa, en obediente consumidora en estos días aciagos.

    Valerie Miles y Aurelio Major

    11 de septiembre de 2014

    1

    Fue en mayo de este año ¹ cuando se me ocurrió la idea de emprender una pausada caminata, yo solo, desde Nishinomiya hasta Sannomiya, en Kobe. Se dio la casualidad de que tenía que parar en Kioto por cuestiones de trabajo y aproveché para desplazarme hasta Nishinomiya. Si miramos un mapa, veremos que entre esta ciudad y Kobe media una distancia de unos quince kilómetros. No está precisamente «ahí al lado», pero confío hasta cierto punto en mis piernas y sé que no voy a sufrir para terminar el trayecto.

    Aunque nací en Kioto, y así consta en el registro, mi familia enseguida se mudó a Shukugawa, en la ciudad de Nishinomiya, prefectura de Hyōgo, y al poco tiempo a la vecina Ashiya, en donde pasé la mayor parte de mi adolescencia. Como mi instituto estaba en Kobe, al pie de la montaña, cuando salía a divertirme, lo hacía, naturalmente, por Sannomiya, el centro de la ciudad. Así es como se forma el típico «chico Hanshin-kan», es decir, del área comprendida entre Kobe y Osaka. Por aquel entonces –no quiero decir, por supuesto, que no lo siga siendo–, aquélla era una excelente zona para transitar de la infancia a la pubertad. Tranquila y sosegada, se respiraba un ambiente de cierta libertad, estaba bendecida por el mar y la montaña y a un paso de la gran ciudad. Se podía ir a conciertos, hojear libros baratos de tapa blanda en las librerías de segunda mano, frecuentar clubs de jazz o ver películas de la Nouvelle Vague en salas de arte y ensayo. En lo que a moda se refiere, las cazadoras Van eran lo más.

    Pero al entrar en la universidad me marché a Tokio, allí me casé, conseguí un empleo y, desde entonces, apenas regresé al área de Hanshin. Aunque de cuando en cuando volviese a casa, tan pronto como resolvía lo que me había llevado hasta allí, me subía en el shinkansen, el tren bala, y regresaba a Tokio. Por una parte llevaba una vida ajetreada, además de haber pasado largos periodos en el extranjero. A eso hay que añadir ciertas circunstancias privadas. En este mundo hay personas que se sienten constantemente compelidas a regresar a su tierra natal y personas que, por el contrario, sienten que ya no pueden volver. Lo que separa a ambas es, en la mayoría de los casos, una determinada fuerza del destino, independiente del peso de nuestros sentimientos hacia el terruño. Y, guste o no, parece que yo pertenezco al segundo grupo.

    Mi hogar estuvo durante mucho tiempo en Ashiya, pero tras el Gran Terremoto de Hanshin-Awaji, en enero de 1995, se volvió prácticamente inhabitable y mis padres enseguida se mudaron a Kioto. Con lo cual, ya no existe ningún vínculo concreto que me una con esta tierra; aparte de una pila de recuerdos (que supone un importante patrimonio para mí). Por eso, en sentido estricto, ya no puedo llamarlo «hogar». Ello me produce un sentimiento de pérdida. Dentro de mi cuerpo el eje de la memoria chirría levemente. De un modo muy físico.

    Sin embargo, ahora que lo pienso, quizá fue precisamente ése el motivo por el que quise recorrer a pie, paso a paso, la zona. Tal vez deseaba examinar cómo se reflejaría ante mis ojos ese «terruño» con el que perdí un vínculo tangible. ¿Qué clase de sombra de mí mismo (o sombra de una sombra) hallaría?

    Otro motivo fue que quería saber qué efecto había ejercido el terremoto de hacía dos años en la ciudad en donde me crié. He visitado Kobe varias veces tras la catástrofe y excuso decir que me impactó la profundidad de la impronta que ha dejado. Pero de ello ya habían transcurrido dos años y quería observar con mis propios ojos cuál era el aspecto real de esa ciudad que al fin parecía haber recobrado la calma, qué fue lo que esa tremenda brutalidad le arrebató y qué dejó en pie. Porque seguramente guardase no poca relación con mi yo presente.

    Desciendo en la estación Hanshin de Nishinomiya, el punto de partida, calzado con zapatillas de suela de goma para caminar y con un bolso en bandolera en el que llevo una libreta y una pequeña cámara de fotos, y me echo a caminar sin prisa hacia el Oeste. El tiempo era tan bueno que hacían falta gafas de sol. Primero atravieso las galerías de pequeños comercios situadas del lado sur. Cuando estaba en primaria solía venir de compras en bicicleta. Como la biblioteca municipal también queda cerca, cuando tenía tiempo libre me pasaba y devoraba distintos tipos de obras juveniles en la sala de lectura. También había una juguetería especializada en maquetas. Por eso me resulta tan nostálgico este lugar.

    Ha transcurrido tanto tiempo desde la última vez que vine que las galerías se han transformado de tal manera que me resultan casi irreconocibles. No puedo juzgar a ciencia cierta hasta qué punto esos cambios son fruto del paso natural del tiempo o derivados de los daños materiales causados por la catástrofe. Con todo, las huellas del terremoto de hace dos años son evidentes. Aquí y allá me encuentro con los descampados que han dejado los edificios derruidos, como huecos de dientes arrancados, y las hileras de casetas prefabricadas que los unen. En los solares deslindados con cuerdas crece la hierba verde de verano y en el asfalto de la calle se abren todavía funestas grietas. En comparación con la zona comercial del centro de Kobe, que ha atraído ampliamente la atención pública y ha experimentado una veloz reconstrucción, el vacío que aquí ha quedado resulta pesado, aturdidor, callado y profundo. Esto, por supuesto, no sólo ocurre en las galerías comerciales de Nishinomiya. Alrededor de Kobe tienen que existir numerosos lugares que siguen cargando con la misma clase de heridas; muchos todavía por relatar.

    Una vez atravesadas las galerías y cruzado la calle, nos encontramos con el santuario Ebisu de Nishinomiya. Se trata de un templo sintoísta de grandes dimensiones. Dentro del recinto sagrado hay una densa arboleda. Cuando todavía era un niño pequeño, aquél era para mí y mis amigos un sitio estupendo en donde jugar. Pero ahora las cicatrices duelen con tan sólo mirarlas. La mayoría de las enormes farolas de piedra dispuestas a lo largo de la autopista nacional Hanshin están descabezadas. Las luminarias yacen desordenadamente en el suelo, al pie de las farolas, como si las hubieran cercenado con un arma afilada. Las bases que han quedado se yerguen pesadas y mudas, convertidas en estatuas que han perdido el rumbo y el sentido, como imágenes simbólicas aparecidas en sueños.

    El viejo puente de piedra desde el que, de pequeño, solía pescar camarones (se mete harina de udon, a modo de cebo, en una botella vacía atada con un cordel y se introduce ésta en el agua. Los camarones pican y sólo hay que tirar de la botella hacia arriba. Es fácil) ha quedado desmoronado. El agua está negra y turbia como si la hubieran hervido durante horas, y las tortugas, quién sabe cuántos años tendrán, airean pausadamente sus caparazones sobre las rocas secas, probablemente ajenas a todo. Las marcas de la violenta destrucción permanecen vivas por todas partes, de tal modo que la zona parece unas ruinas. Tan sólo la frondosa arboleda de antaño sigue ahí, remontando el tiempo oscura y silenciosa, tal y como yo la recuerdo.

    Sentado en un banco del recinto del santuario, bajo el sol de principios de verano, vuelvo a echar un vistazo a mi alrededor y me empapo de lo que veo. Procuro asimilarlo en mi interior de forma natural. En mi conciencia, en la piel. Como «algo que pude haber sido». Pero exige mucho tiempo. Obviamente.

    2

    Desde Nishinomiya me dirijo a Shukugawa. Todavía falta un trecho para el mediodía. La temperatura hace que, al caminar a paso ligero, empiece a sudar un poco. Más o menos me hago una idea de por dónde voy, sin necesidad de mirar el mapa, pero no todas las calles me suenan. Hay lugares que no recuerdo en absoluto, a pesar de que en otro tiempo seguramente los frecuenté. Me pregunto cómo es posible que no me suenen. Para ser exactos, se puede decir que incluso me siento desconcertado. Como si, al regresar a casa, hubieran reemplazado todo el mobiliario.

    Sin embargo, enseguida se esclarece el motivo: los lugares descampados se han invertido, como el positivo y el negativo de una fotografía. Es decir, los terrenos vacíos en su día ahora ya no lo están y en donde antes se había edificado ahora hay descampados. Por lo general, porque los primeros se han convertido en urbanizaciones y porque en los segundos el terremoto ha asolado las viejas casas. Debido a la superposición de estos dos hechos, la imagen del antiguo barrio guardada en mi memoria se ha tornado en una fantasía de manera sinérgica, por así decirlo.

    La vieja casa cercana a Shukugawa en la que una vez viví había desaparecido. En su lugar habían levantado una especie de viviendas adosadas. El campo de deportes de un instituto cercano servía ahora de residencia temporal para los damnificados por el terremoto y en la zona en donde solíamos jugar al béisbol se secaban al sol, apelotonados, la colada y los futones de la gente que allí vivía. Por más que observara fijamente el panorama, apenas quedaban vestigios de antaño. El agua del río Shukugawa era bella y transparente como antes, pero me resultó extraño ver cómo habían solidificado el lecho con cemento.

    Camino un poco hacia el mar y entro en un pequeño restaurante de sushi próximo. Al ser domingo, están ajetreados atendiendo pedidos a domicilio. El joven que salió a repartir los pedidos tarda en regresar y el chef se afana en atender el teléfono. Una escena típica en cualquier lugar de Japón. Mientras no me traen lo que he pedido, bebo de una botella mediana de cerveza y miro la televisión sin prestarle realmente demasiada atención. El gobernador de la prefectura de Hyōgo le está contando no sé qué cosa a la presentadora acerca de las tareas de reconstrucción. Estoy intentando recordar qué era de lo que hablaban, pero lo he olvidado por completo.

    Antiguamente, cuando uno se subía al malecón, el mar se extendía inmediatamente frente a sus ojos. Sin ningún obstáculo de por medio. De pequeño, en verano iba a nadar allí casi todos los días. Me gustaba el mar y

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