Contra la nueva educación
Por Alberto Royo
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Contra la nueva educación pretende ejercer una crítica racional y razonada a una pedagogía oficial que desprecia el conocimiento y la cultura y apuesta, en opinión del autor, por la felicidad ignorante y la empleabilidad de ocasión.
El autor examina de forma mordaz los principales dogmas pedagógicos posmodernos, y elabora una defensa apasionada, pero no pasional, de la instrucción pública como motor de una sociedad avanzada, idealmente meritocrática y con una sólida base ética que ampare el derecho de todos al ascenso social.
Desde su condición de músico, profesor y ciudadano, Alberto Royo se muestra decidido a presentar batalla, consciente de que sus planteamientos no discurren con viento a favor sino que suponen, hoy, casi un acto subversivo, una provocación.
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Contra la nueva educación - Alberto Royo
vencer».
1.
El comienzo del declive
La burbuja new age
No voy a esconder mi postura radicalmente crítica (radical en el sentido de ir a las raíces, no en el de extremista o dogmática) en relación con las teorías del gran líder pedagógico-espiritual sir Ken Robinson y su legión de seguidores, algunos de los cuales (el propio Mr. Robinson en más de una ocasión) se dejarán ver a lo largo de estas páginas. Mis consideraciones sobre sus «pócimas milagrosas» y frases rimbombantes no provienen de prejuicios o animadversión personal, sino del convencimiento de su peligrosidad, más aún en estos tiempos en los que la «filosofía new age» está tan arraigada que quienes nos atrevemos a plantear objeciones nos convertimos de inmediato en agoreros, gruñones o directamente desagradables. Se nos niega, incluso, el derecho a ser optimistas o a considerar positivos valores como la creatividad o la innovación por el hecho de no postrarnos ante ellos y entrar en trance al tiempo que emitimos sonidos guturales y bailamos hasta el frenesí. Lo que reivindico es sencillamente que estos valores no ensombrezcan otros no solo complementarios, sino esenciales, para que aquellos puedan desarrollarse. Es más bien una cuestión de medida y de discernimiento de lo principal y lo accesorio, de mezclar con sentido los ingredientes que pueden, ya que no garantizar, pues esto es imposible, sí al menos aumentar las probabilidades de éxito en la tarea que fuere.
Salgo en auxilio de mi profesión ante los denominados «expertos educativos» y chamanes de la educación, pero no porque rechace lo emocional, lo espontáneo o lo renovador. Lo hago porque me preocupa la sobrevaloración de unos aspectos, como la empatía o la originalidad y la consiguiente subestimación de otros, como el esfuerzo, la constancia o el rigor; la exclusión de los que son objetivamente valorables en favor de otros cuya evaluación es mucho más compleja y, desde luego, más subjetiva. Y, por encima de todo, me inquieta la creencia posmoderna de que el éxito es más asequible de lo que en realidad es. Dice Paulo Coelho, ese «gran pensador» al que dedicaremos con todo merecimiento un espacio propio, que «cuando quieres realmente una cosa, todo el universo conspira para ayudarte a conseguirla». No hay que ser muy despierto para darse cuenta de que esto es una burda mentira urdida para hacer creer al ingenuo que solo con que desee algo, alcanzará el éxito. Es en este sentido y no en otro en el que deben interpretarse mis reproches hacia quienes, como sir Ken, falsean la realidad asegurando que «todos los niños tienen talento». Cualquier profesor sabe que hay alumnos talentosos, pero también «destalentados»; los hay con mucho talento y pocas ganas de trabajar, con poco talento y mucha capacidad de sacrificio, con todo de todo y sin nada de nada. Nadie puede negar que uno trabaja mejor si tiene cierta predisposición hacia una actividad, lo cual le permitirá, sin duda, disfrutar con su ocupación y, desde luego, mejorar su desempeño, pero afirmar que todos los niños tienen talento no deja de ser un engaño. Lo que sí puede decirse, lo que debería decirse, es que muchos de ellos, si perseveran, podrán terminar encontrando algo que hagan razonablemente bien; que es posible descubrir lo que a uno le gusta si se tiene tesón, que nadie descubre su vocación sin ahínco y la mayoría de las veces sin abordar tareas que, a priori, no despiertan en su interior una atracción irrefrenable. Porque ¿de verdad es beneficioso hablar del talento como de algo que prolifera, como si en nuestra sociedad hubiera excedente de talento? ¿Es esto realista? ¿Es sensato? El talento, como el conocimiento, es algo preciado justamente por lo contrario, porque no sobra, porque escasea. Por eso hay que cuidarlo, mimarlo y valorarlo. Afirmar que es corriente significa devaluarlo e intentar convencer de ello a los más jóvenes, una irresponsabilidad. Según Alberto Sánchez Bayo, autor de un libro titulado Arqueología del talento (Madrid, ESIC, 2007), «cuando hacemos con talento nos fundimos en nuestra naturaleza hasta el punto que sentimos que algo dirige nuestra acción». La frase, que a simple vista significa bastante poco, encierra, sin embargo, una idea muy habitual entre los escritores de libros de autoayuda: el embuste de que no somos nosotros los responsables de nuestros actos, que algo dirigirá nuestra acción, da igual si lo llamamos «talento», «creatividad» o «capacidad emprendedora». Son dogmas de fe. Hemos sustituido unos por otros, mientras insistimos en ser una sociedad laica. Toda una paradoja. Ahora rendimos pleitesía a otros dioses, pero dioses al fin y al cabo. Y la sumisión es el primer paso para llegar al