Napoleón y María Walewska. La fiel amante del emperador
Por Jorge Zicolillo
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Cuando Napoleón Bonaparte entró en la ciudad de Varsovia, una muchacha se aproximó a él y le extendió una carta donde abogaba por los derechos de su país. Era María Walewska, una joven polaca cuya belleza no escapó a los ojos del Gobernador. Esta es la conmovedora historia de aquel amor, la historia de dos seres, con todas las debilidades de que estamos hechos, los cuales se prodigaron un amor singular. Napoleón y María se separaron y se volvieron a unir en diferentes etapas de sus vidas. Ella fue su "esposa polaca", una entre las otras; tuvieron un hijo, pero nunca se casaron. En el primó siempre la razón de Estado y tarde, en su ocaso y destierro, terminaría sus días aferrado al anillo en que ella grabara su promesa de eterna entrega. Esta es la historia de dos seres cuyas venturas y desencuentros nos seguirán conmoviendo a través de los siglos.
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Napoleón y María Walewska. La fiel amante del emperador - Jorge Zicolillo
El príncipe Joachim de Murat tenía plena conciencia del respeto y la admiración que producía entre sus hombres, y de los suspiros que levantaba entre las mujeres. El pelo largo hasta los hombros, el uniforme de terciopelo verde por debajo de la capa adornada con piel de marta, y el sombrero mosquetero
con su larga pluma blanca, lo hacían ver como lo que él mismo deseaba ser: un rey.
Y esa mañana del 26 de noviembre de 1806, nublada por la llovizna, él, el héroe de Jena, el cuñado del Emperador, el mariscal de Francia, sujetaba con firmeza las riendas tachonadas de plata de su caballo que avanzaba al paso.
Entraba a Varsovia; acaso, su futuro reino.
A lo lejos, una multitud bramaba; sombreros al aire y muchachas apretujadas y curiosas esperaban con ansiedad la entrada triunfal de la tropa francesa. En mitad de la calle, un comité de recepción encabezado por el príncipe Jozef Poniatowski aguardaba a los libertadores
.
Pocos días antes, en el mismo momento en que se tuvo la certeza de que las tropas francesas marchaban hacia Polonia, Varsovia se había convertido en un polvorín revolucionario. La gente en las calles, a pedradas limpias, había expulsado al gobernador militar prusiano y a sus tropas de la capital polaca; la misma suerte habían corrido varios destacamentos rusos que eran parte de la ocupación.
¡Jeszcze Polska nie zginela! Efectivamente, Polonia no había muerto todavía.
Entre la multitud, el barro (ese famoso quinto elemento
del que habló Napoleón al conocer Polonia) y el grupo de patriotas exaltados que aguardaban el ingreso de las tropas, una muchacha de pelo castaño claro y ojos muy celestes controlaba apenas la respiración. Esperaba ver la figura del hombre al que más había admirado desde su infancia: Napoleón Bonaparte.
Pero esa mañana, sólo el príncipe de Murat entró a Varsovia al frente de los soldados franceses. Y tres días más tarde, cuando parecía que ésta vez sí sería el turno del corso, la multitud recibió alborozada al vencedor de Auerstaedt, el mariscal Louis Davout.
María Walewska, la joven condesa de veinte años, debería esperar todavía para conocer al hombre más grande de Europa.
A los polacos, que aquellas dos mañanas recibieron a la avanzada gala, los envolvía la misma esperanza que a María: recuperar una patria. Porque Dios está con Napoleón, y Napoleón con nosotros
.
Aunque eso no era, exactamente, lo que el gran corso pensaba...
Esta es la historia de un gran amor, pero es también el relato de las circunstancias temporales que lo hicieron posible, lo cobijaron a veces, y lo hostigaron la mayor parte del tiempo.
Esta es la historia de la ambición de un hombre que tarde descubre lo que ha perdido, pero que en realidad, aunque tiene gestos de abnegación, de tener la oportunidad de vivir de nuevo sin duda cometería los mismos errores.
Si otra vez naciera, Napoleón volvería a hacer primar la razón de Estado y su conciencia de un destino superior por sobre el amor, ese terrenal lugar común en que incurren los simples mortales.
Si naciera de nuevo, María volvería a privilegiar el amor, así, indivisible, como suelen experimentarlo ciertas mujeres: amor a la patria, amor a un hombre, amor a la verdad, amor a sus hijos.
Sería imposible hablar de destinos individuales sin detenernos al menos un poco en los detalles históricos, políticos, diplomáticos de un siglo determinante en la gran Historia universal.
Esta es la historia de una época turbulenta, marcada por el heroísmo y la pólvora, la época en que Europa soñaba ya con consolidar sus diferencias nacionales y esa aspiración convivía o luchaba con algunos sueños imperiales. Es la historia también, en parte del problema polaco
, de una nación invadida muchas veces y heroica siempre.
Pero por sobre todo, es la historia de dos seres, con todas las debilidades y arrojos de que estamos hechos, dos seres que se prodigaron un amor singular, cada uno a su manera. Dos seres cuyas venturas y desencuentros nos seguirán conmoviendo a través de los siglos.
Capítulo I
Una mujer que es un pueblo
Esa mañana de noviembre de 1806 en que el príncipe de Murat entró a Varsovia, hacía ya once años que Polonia había dejado de existir como reino, como Estado, incluso como país. Rusia, Prusia y Austria se habían repartido por tercera vez un territorio que, siendo uno de los más grandes de Europa, carecía por completo de una dirigencia que estuviese a la altura de las circunstancias. Gobernado por una nobleza parasitaria, ególatra y obtusa en la geopolítica, el pueblo polaco estaba empobrecido, su ejército casi desmantelado y sin recursos, y su comercio quebrado por falta de infraestructura.
La princesa de Kent escribe, hablando de la política polaca del siglo XVIII:
"Esta tierra de 32.000 millas cuadradas de planicie y una población de quince millones de habitantes era gobernada por una clase feudal. Como el reino era electivo, los 200.000 nobles que tenían derecho a sentarse en la Dieta y votar por un monarca, también podían rechazar cualquier reforma que él propusiese a través del veto. Esta ley de total aceptación, llamada liberum veto hizo que ningún gobernante de Polonia, no importa cuán bien intencionado fuese, y ningún ministro, por más capaz que fuese, pudiese lograr algo".
Pero para esa nobleza, que proclamaba a los cuatro vientos su patriotismo, Francia era la referencia cultural, y el francés la lengua de la corte.
En aquellos tiempos, tironeados por intereses económicos, en Polonia coexistían tres vertientes políticas. Una pro austriaca, liderada por la familia Potocki; otra pro rusa, regenteada por la familia Czartoryski; y la tercera integrada por los patriotas, a su vez divididos entre sí.
La historia de lucha polaca sería, sin embargo, incomprensible, si la tajante definición de la princesa de Kent no hubiese sido reformulada según pasaron los años.
Estanislao Augusto Poniatowski -tío de Jozef, el príncipe que aquellos días de noviembre recibió a las tropas galas- era rey de Polonia desde 1764 por obra y gracia de Catalina la Grande de Rusia, quien había sido su amante. El monarca polaco, impuesto por la Reina de todas las Rusias, era un diplomático culto, educado e inteligente, que además amaba a su tierra. Sin embargo, su poder era tan limitado como poderoso el de las bayonetas rusas que ocupaban buena parte del antiguo territorio polaco. Por añadidura, pronto Catalina olvidó las horas de dicha pasadas junto a su amante y se transformó en su enemiga; condición que habría de compartir con Federico II, rey de Prusia.
Así, la situación de Estanislao Augusto se volvió asfixiante políticamente, al punto de que era Repnin, el embajador ruso, quien verdaderamente ostentaba el poder en Polonia. El rey, había logrado desarrollar la vida cultural y artística de su país, haciendo las delicias de poetas, científicos y educadores, pero no gobernaba objetivamente su patria.
Sin embargo, las maravillosas paradojas de la historia llegarían en auxilio del jaqueado monarca.
En 1787, un año después de que María Laczynska, la futura condesa Walewska, hubiese nacido, Turquía, acérrimo enemigo histórico de Polonia, le declaró la guerra a Rusia y cambió el tablero político de la región.
Dos elementos confluyeron entonces para preparar el terreno de lo que luego Napoleón Bonaparte definiría como el problema polaco
. En 1773, o sea catorce años antes del comienzo de la guerra ruso-turca, el Papa Clemente XIV había disuelto la Compañía de Jesús, con lo cual una ingente cantidad de recursos económicos pasó a las arcas del gobierno polaco. De la mano sabia del rey y el grupo de intelectuales que lo rodeaba, esos fondos fueron a dar mayoritariamente a una educación pública que habría de transformarse en la más avanzada de su tiempo: siete años de formación primaria, seis de secundaria y el control de la Universidad sobre las escuelas.
La revolución educativa llegó hasta fronteras impensadas para época: carácter universal de la enseñanza, educación para ambos sexos y tanto para burgueses como para campesinos. Este último dato, lejos estaba de ser menor. Tanto, que de aquellas escuelas en las que profesores del extranjero especialmente contratados daban clases de literatura, pintura, geometría y agricultura, surgiría quien habría de ser uno de los mayores héroes de la historia polaca: Tadeusz Kosciuszko.
El segundo elemento que la cabriola histórica sumaría a favor de Estanislao Augusto y la bullente resistencia polaca, era el retiro de las tropas rusas, requeridas en los frentes de combate contra los turcos.
Sin Catalina operando desde el Consejo Permanente que gobernaba Polonia y sin bayonetas a la vista, el Parlamento se convirtió en Confederación, disolvió al Consejo y comenzó a elaborar una Constitución Nacional.
Algunos elementos de la futura carta magna marcaban las huellas patriotas: el trono sería hereditario; la religión oficial sería la católica; la burguesía adquiría los mismos derechos que los nobles; el campesinado enterraba de hecho la esclavitud para ganar los contratos de trabajo.
El 3 de mayo de 1791, en la Catedral de San Juan, en Varsovia, se juró la nueva constitución polaca. En Roma, entretanto, Pío VII declaró a la fecha como el día de la Virgen de Czestochowa, patrona de Polonia.
La historia, nuevamente había jugado a los dados. Sin la decidida colaboración
turca poco de esto hubiese sido posible.
Pero los tiempos de vino y rosas se terminaban. El 9 de enero del año siguiente, Rusia firmó la paz con Turquía y volvió a mirar, esta vez con espanto, lo que ocurría en Polonia. Decidió, entonces, que era el momento de que la bota cosaca volviese a aplastar la cabeza de los insurrectos de Varsovia.
Una estirpe de lucha
Nada de todo aquello ignoraba la joven condesa Walewska la mañana en que salió a esperar al hombre que tanto admiraba. Había nacido en un hogar que, aunque empobrecido a partir de 1772, cuando Polonia sufrió su primer desmembramiento, gozaba de un prestigio que no había desaparecido junto con el dinero. Los Laczynski tenían en su haber una larga historia de coraje y patriotismo, y a Mateusz, padre de María, le quedaba aún por escribir una última página de gloria.
María, pese a no tener la suerte de sus dos hermanos mayores, Benedykt, que fue enviado a estudiar a la Escuela Militar de París, y Teodoro, quien se formó en una exclusiva escuela de Varsovia, había recibido una educación excelente, tanto como Honour y Catalina, su dos hermanas. Las tres niñas habían sido educadas por uno de los mejores preceptores de aquellos años: Nicolás Chopin, padre del músico.
No era extraño entonces que la bella condesa conociese a la perfección la historia de su patria, y exhibiese una filosa capacidad de análisis político. No era raro porque, de muchas maneras, la historia de Polonia se mezclaba trágicamente con la de la familia Laczynski.
Un par de meses después de la paz con Turquía, Rusia estaba lista para reimplantar a sangre y fuego su ocupación en Polonia. Los tiempos, sin embargo, no eran los mismos que antes de la guerra. Aquel 3 de mayo en que se juró la Constitución, Inglaterra había firmado un acuerdo con Prusia, al que se sumó Francia, para defender a Polonia, declarándole la guerra a Rusia. Y si bien Catalina, repartiendo oro a diestra y siniestra había logrado que aquel acuerdo se anulara, necesitaba una poderosa pantalla política para reingresar a Polonia.
Así, en el mes de abril de 1792, en San Petersburgo, el gobierno ruso se reunió con tres poderosos nobles polacos: Severino Rzewuski, Javier Branicki y Félix Potocki, quienes le solicitaron formalmente a la emperadora la intervención militar a Polonia, a fin de que se derogara la Constitución.
En mayo, las tropas rusas entraron nuevamente en Polonia, derrotando a los patriotas que los enfrentaron, entre