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En contra de la creencia más extendida, Hécate no fue una diosa originariamente griega, sino que los estudios arrojan que su culto se desarrolló en un primer momento en Caria, en Asia Menor, propagándose posteriormente por toda la Hélade y gozando de gran celebridad en Tesalia (curiosamente, o no tanto, un emplazamiento muy vinculado a las mujeres hechiceras). La primera mención a ella la encontramos en el «Himno a Hécate», en la Teogonía de Hesíodo, en el siglo VIII a.C., quien señaló su origen como titánide (descendiente de Asteria y Perses), aunque tradiciones posteriores la emparentarían con Circe y Medea, hechiceras por excelencia de la literatura griega.
Según el relato de Hesíodo, a la deidad femenina, tras participar en la Titanomaquia –también lo haría en la Gigantomaquia– que se saldó con la victoria sobre los Titanes, Zeus le permite conservar sus antiguos privilegios como señora del cielo, la tierra y el mar. No fue una diosa del panteón olímpico, pero su papel como intermediaria era esencial para obtener el éxito en cualquier empresa humana relacionada con sus poderes (lo que hacía que invocarla fuera muy tentador). Como Ishtar en Mesopotamia, Hécate mostraba una doble faceta (luminosa y oscura a la vez): al ser una divinidad capaz de surcar la tierra, el cielo, los mares y el inframundo a placer, se le atribuyó el rol de creadora y destructora, sanadora y devoradora.
Al ayudar a Démeter en la búsqueda de su hija Perséfone (raptada por Hades) Hécate se convierte en diosa (2004) que los helenos tenían dos días consagrados a ella (el 13 de agosto y el 30 de noviembre) y los romanos le reservaban el día 29 de cada mes, lo que evidencia su gran importancia en el mundo clásico.