Desde la segunda mitad del siglo xix, todas las potencias tenían buques de acero. Debían combinar el grosor de su coraza, la potencia de fuego de sus cañones y la velocidad, pues a mayor magnitud de los primeros elementos, más lentitud en la marcha del navío. Así surgieron los acorazados, torpederos, destructores… y los submarinos. Los primeros debían asegurar el dominio de sus respectivas armadas con sus poderosos cañones y batir al enemigo a distancia. Sus planchas de acero de más 60 mm de espesor les conferían protección, pero tenían el problema de la puntería, ya que, aunque su artillería alcanzaba los 32 km, era difícil apuntar con aguas agitadas, porque los telémetros solo permitían cierta fiabilidad en distancias inferiores a 15 km. Para contrarrestar a los acorazados surgieron los torpederos, mucho más pequeños y rápidos, pero capaces de actuar con gran eficacia; y, en respuesta a estos, los destructores, más ligeros y tan rápidos como los torpederos.
Los alemanes mejoraron el tamaño, la velocidad y la capacidad de inmersión de sus submarinos
BAJO LA SUPERFICIE DEL MAR
Pero el arma que más impactó fue el submarino, buque pequeño,