En el mes de mayo de 1943 estaba bastante claro que los aliados intentarían una invasión del viejo continente. La pregunta que se hacían desde la Cancillería alemana y desde el Palazzo Venezia en Roma era: ¿por dónde se haría? La decisión ya se había tomado meses antes, durante la Conferencia de Casablanca, que se celebró entre los días 14 y 24 de enero de ese mismo año, donde Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill y los líderes de la Francia Libre, los generales De Gaulle y Giraud, reunidos en el marroquí Hotel Anfa, se inclinaron por Sicilia. Un movimiento minuciosamente orquestado para asestar una herida de muerte a los ejércitos de Hitler.
La invasión no era un secreto, pues Roosevelt presentó los resultados de la conferencia al pueblo estadounidense en una comparecencia radiofónica el 12 de febrero: debía buscarse la rendición sin condiciones de las potencias del Eje, apoyar a la Unión Soviética en el frente del este, reconocer el liderazgo de la Francia Libre y llevar a cabo la invasión de una Europa sometida por los fascismos, que, recalcó, ese año no se produciría por el Canal de la Mancha, el destino más lógico. Hitler y su Alto Estado Mayor —el Oberkommando der Wehrmacht, OKW—, eran conscientes de la inminencia de un desembarco enemigo