Desde que Plinio el Joven se refiriera en una de sus cartas sobre el caso sobrenatural de aquel fantasma inquieto que, privado del merecido descanso eterno, disturbaba una mansión en Atenas, el fenómeno de las casas encantadas se ha resistido a ser resuelto. Apariciones, olores nauseabundos, sensaciones inexplicables de opresión o congoja y movimiento de objetos sin causa física aparente son algunos de los hechos inexplicables que se reportan con más frecuencia en los estudios de espacios encantados y malditos. Pero, ¿sabemos cómo se producen realmente? Si es posible registrar estas irregularidades mediante aparatos tecnológicos como los medidores de campos electromagnéticos y las cámaras térmicas, ¿es plausible que, introduciendo estas anomalías físicas de manera voluntaria en un espacio controlado, los individuos puedan participar de vivencias paranormales?
Partiendo de estos presupuestos, en el año 2004 el arquitecto Usman Haque se propuso recrear artificialmente las condiciones ambientales necesarias para que una casa se perciba como embrujada. No se trataba, por supuesto, de simular una infestación mediante la proyección de imágenes, el fingimiento de presencias sobrenaturales o la introducción de efectos de sonido, sino de determinar hasta qué punto determinadas condiciones ambientales podían fomentar que un sujeto viviese experiencias susceptibles de interpretarse como paranormales. En las últimas dos décadas de investigación