Lisboa y Madrid fueron dos de los centros neurálgicos de las relaciones diplomáticas y los servicios de inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial en Europa. A pesar de tratarse de capitales de países aparentemente neutrales, su situación geoestratégica —puerta de entrada del Mediterráneo, frontera europea con el norte de África y con la Francia ocupada por los Pirineos, puertos hacia el Atlántico—, convirtieron a la península ibérica en un enclave muy preciado tanto por los servicios de espionaje alemán e italiano como por los aliados, principalmente los británicos. Todos ellos querían ganarse el apoyo de unos hipotéticos contendientes que podrían contribuir a decantar la balanza de la victoria hacia uno u otro bando.
Es más, los alemanes intentaron que Franco entrase en la Segunda Guerra Mundial, pero a su vez Churchill y sus hombres fuertes negociaron con generales y mandamases del Gobierno español precisamente para asegurarse de lo contrario, en uno de los episodios largamente ocultados de aquel tiempo. Aunque la evolución de la guerra provocaría que el Gobierno español se viera obligado a cambiar de estrategia, pues sabía de la necesidad de ayuda anglo-estadounidense en una posguerra que estaba siendo terrible, lo cierto es que el régimen franquista no ocultó su germanofilia ni su afinidad para con las potencias del Eje desde antes incluso de que estallara el conflicto.
Muchos generales y ministros franquistas (Ramón Serrano Suñer o el Conde de Mayalde, entre otros) eran abiertamente favorables al Tercer Reich, y el propio Franco debía mucho de su victoria al apoyo dado tanto por alemanes como por italianos. El propio dictador español posaba en sus primeros años al poder, en su despacho, rubricando documentos, con un retrato del mismísimo Hitler sobre el escritorio. Además, ideológicamente el régimen comulgaba con los totalitarismos de derechas, sin embargo, los nacionales también estaban en deuda con el país vecino, Portugal, que contribuyó considerablemente