El 1 de septiembre de 1939, Europa estalló en mil pedazos. Las pretensiones del Reich sobre Dánzig y el corredor polaco condujeron a la invasión de Polonia por las tropas alemanas, con Francia y Gran Bretaña como convidadas de piedra. Tras declarar la guerra al agresor, una calma chicha —la drôle de guerre, o guerra de broma, según la terminología francesa—estancó a los ejércitos de ambos bandos, que velaron armas hasta el segundo zarpazo de la bestia nazi, ya en la primavera de 1940.
España reaccionó a las hostilidades con un decreto publicado en el Boletín Oficial del Estado el 4 de septiembre, en el que se ordenaba «la más estricta neutralidad en relación con el conflicto europeo». Un día antes, el Caudillo se había dirigido por radio a los gobernantes de las naciones implicadas para recordarles «los dolores y tragedias» que habían padecido los españoles y para apelar a su «buen sentido y responsabilidad», con el foco puesto en el cataclismo económico que resultaría de la extensión de la discordia.
En los primeros compases de la guerra imperaba la prudencia y el régimen camufló sus intenciones
A la sazón, Juan Luis Beigbeder dirigía la cartera de Exteriores, y así sería hasta octubre de 1940, cuando lo reemplazara el «cuñadísimo» Ramón Serrano Suñer, a quien el embajador Von Stohrer consideraba «el más ardiente germanófilo de España». Desde luego, Beigbeder no era un aliadófilo convencido —solo tras su defenestración se arrimó al embajador británico Samuel Hoare y, de hecho, fue él quien facilitó el repostaje de los submarinos alemanes en los puertos españoles—; pero, en los primeros compases de la guerra, aún imperaba la prudencia y, hasta que Alemania no se paseó por el frente occidental, el régimen camufló