En el 32 de la calle Sicilia en el madrileño barrio de Vallecas nació mi abuela materna. Es una casa baja de ladrillo, de una sola planta, con un pequeño patio interior cubierto por una gran parra y con un pozo de agua en el centro. Estaba dividida entonces, cuando mi abuela y sus hermanas eran pequeñas, en tres viviendas para familias diferentes. Su madre, Ángela María del Pilar, con seis bocas que alimentar y tras sufrir las inclemencias del golpe de Estado, en plena posguerra, guardaba a lo largo del año -"cuando se podían comprar cosas”, me cuenta— turrones, mantecados o frutos secos para ponerlos encima de la mesa de Navidad. Incluso los trozos de pan duro para hacer migas con ajo, aceite, pimentón y uvas. De su parra. Las uvas las compartían en cestitos con otras vecinas que tenían árboles frutales: la Balbina, ciruelas; otras tenían higos, granadas, guindas o madroños. La coliflor rebozada sólo con harina y agua, salpimentada y frita era otro de esos platos especiales de Navidad ya que “se gastaba más aceite”. Como capricho para todas, una vez al año, se podían permitir un par de granadas despepitadas bañadas en vino tinto con azúcar.
En esa misma casa, muchos años más tarde, nos despertaríamos mi hermana, todos los primos y yo, al olor del chocolate con churros para recibir el año de la forma más dulce posible. Envueltos en