TURISTAS ACCIDENTALES
Al lado de mi oficina había un restaurante coreano que era un auténtico enigma por un extraño fenómeno que se repetía a la hora de la comida cada día del año. Sobre las doce, se agolpaban hordas de turistas coreanos, ciegospasado, carne dura… Pues bien, yo diría que era uno de los locales que mejor negocio hacía del barrio, en el que no faltan sitios estupendos. Cada vez que pasaba por delante y contemplaba a los grupos de coreanos haciendo cola (algunos venían hasta cinco días consecutivos), pensaba en cuando viajaba por carretera con mi familia y mi padre siempre decía que había que pararse donde hubiera más camiones; nos pasábamos el rato contando los camiones de los sitios para finalmente pararnos en algún lugar infame, que siempre me hacía dudar del criterio de los camioneros a la hora de comer. Otra cosa que nunca he conseguido entender es esa clase de viajero que se pasa el día buscando restaurantes de su nación de origen y quejándose de la comida del país en el que se encuentra. O que se lleva en la maleta latas de fabada y un par de morcillas y reza para que no se las confisquen en la aduana. Viajar, para mí, pasa por la aventura de montarse en una línea de metro hasta la parada final solo para probar la comida de un puesto callejero de comida de Mongolia en medio de la nada. Pasa también por el riesgo de detestar los de cabra de Mongolia y volver en el metro con una acidez terrible. Y, sobre todo, pasa por que el hecho de que no me gustaran esos no me quitó las ganas de arriesgar, de probar y de descubrir.
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