Dos historias mexicanas (de éxito) en la Serie Mundial
Víctor González entró a la oficina de Luis Fernando Méndez, el coordinador de pitcheo de la Academia de los Diablos Rojos en San Bartolo Coyotepec, Oaxaca. “No vengo solo, mi abuelo está allá afuera”, le dijo con timidez el muchacho de entonces 15 años. “Pues que pase”, le respondió. El hombre cruzó el umbral. Casi con la voz cortada le soltó: “Méndez, le pasó algo muy grave a mi hijo, lo navajearon. Necesito que ayudes mucho a mi nieto, anda muy triste y emocionalmente está mal”.
Tres meses antes, Méndez había conocido a Víctor en el campo de beisbol de Tuxpan, Nayarit, de donde es originario. Estaba corriendo en el outfield con unos chamacos. Llevaba puestos unos shorts y una playerita, según estaba practicando porque alguien del equipo de Torreón lo iba a scoutear al día siguiente.
Con el colmillo que el beisbol le ha dejado en 40 años, el famoso Carrito Méndez se maravilló con el talento nato de Víctor, un muchacho delgado, de 1.77 metros, con una soltura en el brazo izquierdo y una curva con mucha rotación que le salía facilito, porque cuando natura sí da no hace falta pedir prestado.
Méndez le pidió a Víctor que fuera dos días después a Santiago Ixcuintla, donde los Diablos Rojos jugarían. Hasta allá llegó acompañado de su padre con la emoción de que le hicieran unas pruebas como pítcher. Ahí mismo firmó su contrato. “Imagínate, Méndez, que mi muchacho jugara
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