UNA BUENA ENSALADA
Hasta 1977 la creencia popular era pensar que sólo Las Vegas garantizaba éxtasis de felicidad, pero nada que ver con la realidad. La dosis más alta de este sentimiento se hizo con un nuevo dueño a finales de esa década de excesos y gamberrismo nocturno neoyorquino: Studio 54. Este local, a diferencia de su principal competencia en el desierto de Nevada, no nació para mantener en secreto lo que allí ocurriera; sus entrañas estaban diseñadas para ser deseadas, consumidas y aireadas. Nada de lo que allí pasara se quedaría entre sus paredes porque el principal objetivo de esta sala fue convertir el ideal en una realidad y dejar que de ello disfrutaran dioses y mortales.
Aunque lo primero que hay que decir de este club, anteriormente un teatro de Broadway, situado en la calle 54 –de ahí su nombre–, entre la Séptima y la Octava Avenida, es que no fue sólo una discoteca de moda, sino el símbolo de una época o, por extensión, de varias. A pesar de que sus comienzos no auguraban una posición predominante en la historia nocturna de una ciudad, ocurrió. Dar con la clave del éxito costó a sus dueños, Ian Schrager (1946) y Steve Rubell (1943-1989), un cambio de localización en el mapa –de Queens a Manhattan, ya que si querían que aquello diera que
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