El príncipe
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El príncipe - Nicolás Maquiavelo
I
De las diferentes clases de principados y el modo de adquirirlos
Todos los estados y gobiernos que han regido sobre los hombres han sido esencialmente repúblicas o principados.
Los principados pueden ser hereditarios, si la familia del gobernante ha regido por generaciones, o son nuevas si han sido consolidadas recientemente.
Estos principados pueden ser enteramente nuevos, como de Felrancesco Sforza tomó Milán, o pueden tratarse de principados que añaden territorios nuevos a los que han heredado por medio de la conquista de los mismos, tal como la del Rey de España cuando tomó Nápoles.
Un terreno adicional obtenido mediante conquista puede estar habituado a vivir bajo un monarca, o puede estar acostumbrado a una vida con las libertades que proporciona un gobierno autónomo, y puede ser conquistado por el ejército del nuevo mandatario o por las fuerzas militares de un tercero, ya sea que dicha conquista sea cosa de suerte o de mérito.
II
De los principados hereditarios
No me detendré en consideraciones sobre las repúblicas, ya que he escrito ampliamente sobre ellas en otros escritos. En lugar de eso, me concentraré en los principados, tomando como base los escenarios mencionados previamente, y disertando sobre cómo puede gobernarse y mantenerse cada tipo de estado.
Empezaré por señalar que los principados hereditarios, en los que los habitantes se han acostumbrado a la familia del gobernante, son más fáciles de conservar que los principados nuevos; lo único que debe hacer el monarca es evitar alterar el orden establecido por sus predecesores, haciendo ajustes solo cuando las circunstancias así lo ameriten y, bajo el supuesto de que dispone de capacidades suficientes, podrá mantener su reino de por vida. Solo causas extraordinarias e incontenibles podrán arrebatarle su posición, e incluso si esto llega a suceder, podrá recuperarlo tan pronto como la autoridad ocupante tenga problemas.
Se puede encontrar un ejemplo de este escenario en Italia, durante el ducado de Ferrara. En 1484 y en 1510, respectivamente, dicho ducado fue conquistado brevemente por potencias extranjeras, primero por los venecianos y luego por el papa Julio II, pero estas derrotas poco afectaron los territorios con una familia regente ampliamente consolidada. Un gobernante que ha heredado su poder no tiene muchas razones para perturbar a sus súbditos, por lo cual tiene más posibilidades de ser apreciado por ellos. A menos que se esfuerce por ganarse su desprecio, es razonable suponer que su pueblo le deseará éxito en sus proyectos. Cuando una dinastía sobrevive por generaciones, los recuerdos se desvanecen y, de igual manera, los motivos para el cambio; las sublevaciones, por el contrario, siempre dejan preparado el andamiaje para el cambio.
III
De los principados mixtos
Cuando un principado es nuevo, su manejo puede ser más difícil. Si no son completamente nuevos, sino que se trata de nuevos territorios añadidos a un principado existente, escenario que denominaremos principado mixto, las fluctuaciones e incertidumbres son causadas principalmente por un problema que es inevitable para todo nuevo régimen: el hecho de que los hombres se apresuran a pensar que pueden mejorar su situación —y es esta misma convicción la que los lleva a alzarse en armas y rebelarse— para luego descubrir que se equivocaban, y que las cosas han empeorado en lugar de mejorar. De nuevo, esto corresponde al curso natural de las cosas: un gobernante está destinado a alterar a la población de sus nuevos territorios, primero con la ocupación de su ejército y luego con todas las injusticias que naturalmente sucede a cualquier invasión.
Entonces no solamente se encontrarán enemigos entre las personas cuyos intereses se han visto afectados en el momento de la ocupación del territorio, sino que también surgirán adversarios entre las personas que inicialmente apoyaron al nuevo regente a ocupar el territorio, por el simple hecho de que no se pueden complacer todas sus peticiones. Además, no se puede usar la fuerza con ellos, porque todavía le son necesarios; porque, sin importar qué tan sólido sea su ejército, siempre se necesita del apoyo de los nativos para ocupar el nuevo territorio.
Esta es una de las razones por las cuales Luis XII, rey de Francia, pudo tomarse Milán casi tan rápidamente como lo perdió. La primera vez que esto le ocurrió al duque Ludovico, fue capaz de retomar la ciudad mediante sus propias fuerzas militares, debido a que las personas que le habían abierto las puertas a Luis, se percataron de que no obtendrían los beneficios que esperaban recibir de él, y se rehusaban a aceptar las duras condiciones impuestas por el nuevo rey. Cabe mencionar que los territorios rebeldes no se pierden tan fácil cuando se conquistan por segunda vez, porque su regente, aprovechándose de la rebelión, vacila menos en asegurar su poder castigando a los delincuentes y traidores, vigilando a los sospechosos y reforzando los frentes más débiles. De modo que, si para hacer que Francia perdiera Milán la primera vez bastó con que el duque Ludovico hiciese un poco de ruido en las fronteras, para hacérselo perder la segunda se necesitó que todo el mundo confabulara en su contra, y que sus ejércitos fuesen aniquilados y arrojados de Italia, lo cual se explica por las razones ya mencionadas.
Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la primera como la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido discutidas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de los que disponía, o de los que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en el lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.
Sobra decir que cualquier territorio anexado al reino de un gobernante conquistador puede o no inscribirse en la misma región geográfica y compartir el mismo idioma. Cuando este es el caso, es fácil conservarlos, sobre todo cuando sus habitantes no están acostumbrados a la libertad de la autogobernanza, y para afianzarse en el poder, basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba previamente. Siempre que se respeten las costumbres que se observaban y las ventajas de las que se gozaba, los hombres permanecen sosegados, como se ha visto en el caso de Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están adscritos a Francia desde hace tanto tiempo. Y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe tener cuidado en dos aspectos: primero que la descendencia del anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Se verá cómo en brevísimo tiempo el principado adquirido pasa a constituir un solo organismo en unidad con el principado conquistador.
Pero cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las dificultades y se precisa de mucha suerte y aún mayor habilidad para conservarlos; y una de las mejores y más eficaces estrategias sería que la persona que los adquiriera fuera a vivir en ellos. Esto haría la adquicisión más segura y más duradera. Porque, de esta manera, pueden percatarse de los desórdenes y posibles revoluciones desde su incepción, y se les puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se entera cuando han adquirido dimensiones mayores y ya no pueden contenerse. Además, los representantes del príncipe no pueden explotar las provincias a su antojo, y los súbditos están más satisfechos porque pueden recurrir a su príncipe fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y de e temerle, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que deseen apoderarse del Estado tendrían que tener sumo cuidado. Mientras el príncipe resida en este nuevo territorio, solo podrán arrebatárselo con muchísima dificultad.
Otra buena solución es establecer asentamientos o colonias en una o dos ciudades clave en aquel Estado para ligarse a él. De no hacer esto, es preciso mantener numerosas tropas. En las colonias no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y solo se perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro considerable; y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos.
En conclusión, las colonias no cuestan mucho, es más fácil ganar fidelidad en ellas y entrañan menos peligro; los damnificados no pueden causar molestias debido a que han sido reducidos a la pobreza y están aislados, como ya he dicho. Pero debe tener en mente que a los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos, porque tal vez puedan sobreponerse a las ofensas leves, pero no de las graves; así que la ofensa que se haga a un hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse. Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto será mucho mayor: el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. La incomodidad y los perjuicios que todos sufren, hace que todos se conviertan en enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inútil como las colonias resultan útiles.
El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniar estrategias para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre sucede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo, están descontentos de su gobierno; como ya se vio cuando los etolios llamaron a los romanos a