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América en Madrid: cultura material, arte e imágenes
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Libro electrónico672 páginas8 horas

América en Madrid: cultura material, arte e imágenes

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Este libro es el resultado del proyecto de investigación Presencia de América en Madrid y ha visto la luz gracias a la colaboración entre la Comunidad de Madrid y la Agencia Estatal de Investigación. Tiene por objeto visibilizar la huella de la cultura material, el arte, las imágenes e incluso las lecturas americanas existente en Madrid. A través de una colección de estudios, se ofrecen testimonios de una circulación global y de la capacidad de las imágenes, los objetos y las personas para generar relatos a un lado y otro del Atlántico. El ámbito de la religiosidad, las bibliotecas, el coleccionismo y el comercio, entre otros, testimonian que estas imágenes han estado presentes en Madrid de forma silente, a menudo imbricadas en la vida cotidiana como algo normal por el uso que se ha hecho de ellas y, sin embargo, han sido invisibles para buena parte de la historiografía. Visibilizar la presencia del Nuevo Mundo en el Viejo Mundo es un ejercicio de análisis cultural que estrecha lazos entre ambos lados del Atlántico y, a la vez, ayuda a entender mejor Europa y la construcción de sus referentes y señas de identidad. Como señala James S. Amelang en la introducción de este libro colectivo que reúne a especialistas de diferentes centros de investigación nacionales y extranjeros: "Más contribuciones del mismo tipo de alcance amplio y ambicioso que anima este volumen tienen mucho que ofrecer a presentes y futuros lectores interesados en la que fue la mayor y más duradera red de contactos culturales entre Europa y América del pasado".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2024
ISBN9783968695129
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    América en Madrid - Luisa Elena Alcalá

    I. MADRID URBS REGIA: RECEPCIÓN E IRRADIACIÓN

    ¿EL NUEVO MUNDO EN EL VIEJO? LA AUSENCIA

    DE IMPERIO EN EL MADRID MODERNO

    ¹

    James S. Amelang

    Universidad Autónoma de Madrid

    El aristócrata escocés lord Ros informaba en 1610 a su tío abuelo inglés, Robert Cecil, sobre sus viajes por España. Si bien Barcelona y Zaragoza lo impresionaron favorablemente, su opinión sobre Madrid fue mucho menos amable. A sus ojos, la construcción improvisada y la arquitectura desordenada de la ciudad la convertían en una mera tienda de campaña para la corte. Unos sesenta años más tarde, sin embargo, su homólogo francés Jouvin de Rochefort, que publicó en París, a partir de 1672, su Voyageur d’Europe en ocho volúmenes, elogió no solo a España, sino también a su capital. Madrid, escribió, era un gran lugar. ¿Por qué? Porque puede llamarse la capital del mundo con más razón que la Roma pagana, pues en ella pueden verse las rarezas de las Indias².

    Esta última frase es especialmente intrigante. No había, como bien sabía el autor, nada nuevo en vincular la noción del centro del mundo con la exhibición de objetos de orígenes lejanos. Y es que ésta había sido, durante mucho tiempo, una imagen asociada con la antigua Roma, que afirmaba conscientemente su condición de caput mundi a través de la absorción y exhibición de la gama más amplia posible de rarezas, que además se hacían visibles en todo el paisaje urbano. Sin embargo, el hecho de que el Madrid moderno reivindicara el mismo papel habría sorprendido a muchos observadores contemporáneos, si bien más como un ejercicio de retórica que de realidad. Nadie hubiera dudado de que Madrid era la capital del imperio más grande del mundo occidental, si no del mundo entero. Sin embargo, era mucho menos evidente que fuera el centro de un vasto sistema transatlántico de transferencias culturales, políticas y económicas, y que estas adquisiciones jugaran un papel importante en la configuración de la imagen de la ciudad. A primera vista, la dimensión visual del colonialismo brillaba por su ausencia y, en términos de exhibición pública, el imperio de ultramar de España era prácticamente invisible.

    Para ser más claro, no estoy argumentando que América no fuera importante para y en el Madrid de la Edad Moderna. Lo que sugiero es que, a pesar de su importancia, América era en gran parte prácticamente invisible en la capital imperial, y siguió siéndolo mientras Madrid mantuvo ese papel. Esta hipótesis tiene su origen en una línea de argumentación que comenzó en 1970 con la obra The Old World and the New de John Elliott, en la que se cuestionaba la suposición fácil –que databa del propio siglo XVI– de que el descubrimiento del Nuevo Mundo tuvo un impacto inmediato y profundo en el Viejo³. Pero mientras que The Old World and the New se centraba en la cultura europea en su conjunto, mi esfuerzo, mucho más modesto, se ocupa de un contexto urbano específico: el de la ciudad de Madrid. Además, mientras que Elliott circunscribió sus observaciones al período de contacto inicial, mi análisis extiende su tesis hacia momentos futuros.

    También me apresuro a añadir que no habría nada raro en el descuido o rechazo inicial de Madrid a la representación del imperio. Por lo que se refiere al uso de símbolos y referencias de su arquitectura y arte público, la mayoría de las capitales europeas no se convirtieron explícitamente en capitales imperiales hasta el siglo XIX, precisamente cuando Madrid empezó a perder ese estatus. El Madrid moderno era, en este sentido, bastante similar a Londres o París (o incluso Estambul), en tanto que ninguna de estas ciudades exhibía públicamente sus posesiones provenientes de tierras lejanas. En todo caso, era mucho más probable encontrar restos y recordatorios de las colonias lejanas en otros centros urbanos metropolitanos que no fueran capitales. En el contexto español, esto ocurrió en los grandes emporios comerciales de Lisboa –parte de la Monarquía Hispánica desde 1580 a 1640– y, sobre todo, en Sevilla. Allí, el imperio era mucho más evidente, en base a factores que abarcan desde la presencia física de sus habitantes hasta los muchos signos y símbolos, directos e indirectos, que se encontraban en la ciudad. Sin embargo, incluso en estos lugares tuvo que transcurrir algún tiempo para que el arte y la arquitectura locales reflejaran las conexiones existentes con el Nuevo Mundo. De hecho, la Sevilla renacentista carecía en gran medida de referencias a las posesiones de ultramar, con la única excepción de la pintura de Alejo Fernández conocida como la Virgen de los navegantes, en la capilla de la Casa de Contratación, el organismo real que supervisaba los asuntos oficiales relacionados con las Américas. Tendría que pasar al menos otra generación antes de que la influencia americana comenzara a dejar su impronta pública en la ciudad, a través de jardines botánicos, colecciones de objetos exóticos y similares⁴.

    Este ensayo breve y provisional, que no es más que un sondeo preliminar dentro de un proyecto a más largo plazo sobre cómo la gente veía y escribía sobre las ciudades de la Era Moderna, desarrollará en primer lugar, y desmontará en parte posteriormente, la aparente paradoja de la invisibilidad del imperio en una ciudad que no podría haber existido sin él. Para ello se analizarán ocho puntos, comenzando por el más evidente.

    1. MADRID, COMO CIUDAD, ABSORBIÓ MUCHO DE OTROS LUGARES y esto incluía, sobre todo, a sus habitantes. Después de que el rey Felipe II trasladara su corte a Madrid en 1561, decenas de miles de inmigrantes acudieron en masa a la nueva capital, en su mayoría desde las aldeas, pueblos y otras ciudades del centro peninsular⁵. Madrid reclutó de manera similar, pero desde el exterior, a sus élites, tanto burocráticas como comerciales⁶. Esta dependencia de fuentes externas de lo que ahora se llama capital humano se convirtió en la pieza central de la doble reputación de Madrid. Por un lado, durante siglos, Madrid ha sido vituperado como símbolo de parasitismo, tanto demográfico, como económico. Sus rivales, con no poca envidia, desdeñan con sarcasmo que se convirtiera en una gran ciudad no gracias a sus propios esfuerzos, sino al trazo de la pluma de un monarca. Por otro lado, fue elogiada –al menos al principio, como se verá– como una ciudad singularmente abierta, incluso cosmopolita. No es casualidad que uno de los primeros elogios de Madrid escritos tras su elevación a la categoría de capital –su autor fue, significativamente, un humanista holandés llamado Hendrik Cock– la retratara como una ciudad habitada por una amplia gama de extranjeros. Desde comerciantes flamencos que vendían pinturas, hasta trabajadores domésticos franceses, pasando por codiciosos banqueros genoveses que trataron con plata española e incluso esclavos africanos⁷. Nótese, sin embargo, que esta lista no incluye americanos, entendidos en el sentido amplio del término. No se puede cuestionar que Madrid era una ciudad abierta que atraía a muchos forasteros; pero de lo que sí se puede dudar es de que la apertura y el carácter cosmopolita de la ciudad acomodara también a todas las personas procedentes del Nuevo Mundo.

    2. APARENTEMENTE, EL MADRID MODERNO ALBERGÓ A POCOS AMERICANOS, QUIENES, A SU VEZ, DEJARON TRAS DE SÍ MENOS SEÑALES DE SU PRESENCIA DE LO HABITUAL. Esta es una afirmación bastante arriesgada, dado el escaso conocimiento que tenemos de gran parte del pasado de la ciudad. Y es que, aunque los estudios del Madrid moderno se han acelerado e intensificado últimamente, todavía hay muchos aspectos de la historia social y cultural de esta metrópoli de los que sabemos muy poco. Por lo tanto, mucho de lo que voy a decir sobre la cuestión de las transferencias e influencias culturales internacionales de la ciudad y las huellas que éstas dejaron es muy especulativo y debe tomarse con mucha prudencia. Además, téngase en cuenta que nuestra ignorancia se agrava aún más cuando hablamos de la dimensión americana. Para empezar, que yo sepa, no existe ni un solo estudio sobre la presencia física en Madrid de americanos. Seguramente debió de haber algunos de cada categoría social, pero no han sido registrados todavía en el gran censo que ofrece la historiografía de las ciudades⁸. La sensación de invisibilidad se profundiza cuando se tiene en consideración la falta de referencias al Nuevo Mundo en el ámbito cultural más importante en la España moderna, que es el de la religión. Entre todas las capillas y altares de las muchas iglesias del Madrid moderno, solo conozco una de origen americano: en el monasterio carmelita calzado situado cerca de la Puerta del Sol, en el centro de la ciudad, se puede encontrar una estatua de Nuestra Señora de Guadalupe, situada entre varias Vírgenes. Según indica un letrero cercano, su presencia allí se debe al hecho de que la capilla que lo albergaba fue terminada a mediados del siglo XVII gracias al dinero enviado para este fin por un tal fray Ambrosio Vallejo, un español que había sido nombrado obispo de Popayán en Colombia. Vallejo fue enterrado en la capilla mayor, ya que, al morir, el Consejo de Indias asumió su patrocinio sobre este espacio central de la iglesia⁹. Por lo que se refiere a las cofradías, de las más de seiscientas fundadas en el Madrid moderno que se han documentado, solo hubo una organizada por americanos. Se trata de la congregación de Nuestra Señora de Guadalupe, fundada en el monasterio agustino de San Felipe el Real, en la fecha relativamente tardía de 1743¹⁰. En conjunto, da la impresión de que el único grupo vinculado al Nuevo Mundo capaz –gracias a su importante presencia y recursos– de dejar una huella perceptible en el paisaje espiritual de Madrid fue la red de mercaderes portugueses, en gran medida de origen judeoconverso, que jugaron un papel clave en la integración de la economía imperial española en los intercambios transatlánticos de la Europa del siglo XVII¹¹. Al menos un sitio religioso fue identificado con este grupo, la ermita de San Antonio –popularmente conocida como de los portugueses– construida en 1635 en el recinto del segundo sitio real de Madrid, el palacio del Buen Retiro¹². Aparte de este lugar –y hay que subrayar que se asoció muy indirectamente con el Nuevo Mundo– es difícil pensar en otros espacios americanos dentro de la capital.

    3. SIN EMBARGO, HABÍA LÍMITES A LA INVISIBILIDAD, ESPECIALMENTE ALREDEDOR DE LA CORTE. Ahora podemos retroceder y preguntarnos en qué otros lugares podríamos encontrar referencias americanas. Sin duda, en Madrid se podían encontrar algunos objetos exóticos y los lugares más propicios para ello eran los palacios, ya sean reales o de otros tipos. En primer lugar, y en el primer puesto en importancia, se encuentra el antiguo Palacio Real, conocido como el Alcázar, sede de la corte. Pero había otros lugares, la mayoría ubicados a un día de viaje alrededor de la ciudad, que albergaban de forma intermitente al rey, su familia y sus sirvientes. El más famoso de estos lugares es el palacio de Felipe II en El Escorial, construido entre 1563 y 1584. Otro importante lugar de residencia de la década de 1630 es el ya mencionado palacio del Buen Retiro. Como sucedía en la mayoría de las cortes, el lugar central de la Monarquía Hispánica atrajo no solo a políticos y vividores, sino también a intelectuales y artistas de todos sus territorios, sobre todo de Italia y de los Países Bajos. Como era de esperar, estos visitantes eruditos son los que, con frecuencia, brindan los testimonios más reveladores acerca de los objetos y las prácticas culturales de la corte.

    El Nuevo Mundo se dio a conocer ante estos reporteros de dos maneras: a través de colecciones de bienes relacionados con sus habitantes, y por medio de esquemas decorativos que evocaban el mundo de ultramar. Un testimonio de lo anterior proviene de la pluma del comerciante levantino Robert Bargrave, que visitó Madrid en 1655. Como a muchos otros, le impresionó menos la ciudad en sí que el palacio de Felipe II en El Escorial, el famoso Prodigio de España¹³. Allí visitó la biblioteca y comentó sobre los manuscritos y libros de origen exótico que le fueron mostrados, que incluían un Corán persa y varios libros de la India. En la Real Armería del Alcázar vio, además, el botín turco capturado en Lepanto y armaduras chinas, entre otros objetos de interés¹⁴. Poco después, Jean Muret, adjunto temporalmente a la embajada de Francia en Madrid, registró de manera similar los artefactos procedentes del extranjero que examinó en un edificio contiguo al palacio del Buen Retiro. Entre ellos, los objetos americanos incluían desde tapices hechos con corteza de árbol y la ropa ceremonial que usaban Moctezuma y los últimos Incas, hasta espejos de obsidiana y cortinas de cama hechas con plumas¹⁵. No es sorprendente que otros visitantes de la ciudad escribieran relatos similares de los objetos inusuales que adornaban las residencias reales y que solo podían ser inspeccionados por unos pocos privilegiados.

    Pero lo que Bargrave y Muret vieron fue simplemente la punta del más formidable iceberg de exotismo de la Europa moderna. Si bien las colecciones reales de todo el continente albergaban y exhibían los objetos exóticos más importantes procedentes del extranjero, los españoles desempeñaron el papel más destacado en la transmisión y exhibición temprana de objetos americanos¹⁶. Aunque la acumulación por parte de la realeza de arte y otros objetos del Nuevo Mundo comenzó con el primer viaje de Colón, la exhibición de objetos exóticos no comenzó hasta la llegada de los obsequios que Hernán Cortés envió desde Veracruz a Carlos V en 1519¹⁷. El emperador recién coronado exhibió inmediatamente los tesoros y trofeos mexicanos, primero en Toledo y Valladolid y más tarde en los Países Bajos. Un pasaje frecuentemente citado en el diario de viaje de Albrecht Dürer registra la profunda impresión que le causaron estas maravillosas obras de arte producidas por el sutil ingenio de los hombres en tierras extranjeras cuando las vio durante una visita a Bruselas en 1520¹⁸.

    Los relatos de viajes también brindan un valioso testimonio de cómo la corte hacía gala de sus colecciones de objetos americanos a través de la representación de posesiones en ultramar como parte de la decoración de las residencias reales. Por ejemplo, cuando el comerciante de Leipzig, Jakob Cuelbis, visitó el Alcázar en 1599, registró en su cuaderno el programa iconográfico de su Gran Salón, que incluía un gran plano de la Ciudad de México en las Indias y dos pinturas de la isla de China¹⁹. El mismo edificio también fue adornado con mapas y otras vistas pintadas y gráficas de lugares del Nuevo Mundo, que se colgaron especialmente en el anexo periférico conocido como Pasadizo de la Encarnación²⁰. También partes del palacio de El Escorial presentaban esquemas decorativos similares que evocaban el imperio de ultramar. De hecho, albergaba el que podría decirse que era el espacio más americano en las cercanías de Madrid: la sala de los aposentos reales que Felipe II había decorado con dibujos de fauna y flora de la expedición de Francisco Hernández a Yucatán en la década de 1570²¹.

    El mismo tipo de referencias se replicaron en el resto de la ciudad, aunque en menor medida. Los objetos culturales del Nuevo Mundo y más allá, incluida Asia, también se podían encontrar en un segundo espacio, el de las colecciones aristocráticas y otras privadas que estaban repartidas por Madrid²². Una vez más, los relatos de viajeros acuden al rescate del historiador en busca de documentación acerca de los espacios interiores de esta época. El anticuario italiano Cassiano dal Pozzo dejó un detallado registro de su visita a Madrid en 1626 en compañía del legado papal, el cardenal Francesco Barberini. Su diario enumera y describe muchos de los lugares en los que uno podría entrar en contacto con representaciones y objetos del Nuevo Mundo. Estos incluían, en primer lugar, a los propios americanos, como el arzobispo de Ciudad de México, que estando de paso fue quien pronunció el Te Deum en la entrada oficial de Barberini. El grupo papal también visitó muchos conventos y monasterios. En uno de los más imponentes, el conocido con el sugerente nombre de Colegio Imperial de los Jesuitas, los estudiantes representaron una obra de teatro para Cassiano y los demás en una sala con tapices de la India, colocada allí para disfrazar la elaborada maquinaria escénica empleada. Los visitantes frecuentaban los lugares nobles asiduamente y, tras visitar la casa de los Borja, Cassiano anotó en su diario que las muchas piezas de objetos americanos expuestas allí habían sido traídas por el cabeza de familia, don Francisco de Borja y Aragón, que recientemente había servido como el virrey del Perú. Los italianos también entraron en contacto con otros elementos visuales y con textos relacionados con las Américas. En un momento les presentaron a Gregorio de Bolívar, fraile menor observante, que había pasado unos treinta años en las Indias. Bolívar fue el autor de un mapa y una descripción del Nuevo Mundo muy detallados que había entregado al favorito real, el conde duque de Olivares, y del que también prometió una copia a Barberini. Finalmente, también visitaron un pequeño jardín botánico perteneciente al boticario Diego de Cortavilla y Senabria, que tenía diversas plantas indias curiosas. Después de entregar al Cardenal algunas semillas y frutos, Cortavilla le obsequió con un "librito de diversos simples [remedios botánicos] indios con dibujos y [detalles de] sus virtudes

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