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Hacia el triunfo
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Hacia el triunfo

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Historia de un nadador que se hizo alpinista, luego ambientalista y economista ambiental. Hugo Rodríguez Barroso es el primer atleta del mundo en lograr el “Peak & Pond Challenge”, que consiste en ascender a la cumbre del Monte Everest y cruzar a nado el Canal de la Mancha, ambos en dos ocasiones, y el único en el Siglo XX. Estableció el récord mundial de distancia en nado mariposa en mar abierto de 70 km y realizó la hazaña de sobrevivencia extrema a mayor altitud en la historia, sin oxígeno, tienda ni sleeping bag en una noche de tormenta a 45 grados Celsius bajo cero.
Para Hugo el Triunfo no es ganar una medalla, un campeonato o trofeo, alcanzar una cumbre o lograr una travesía a nado, sino cambiar nuestro estilo de vida y hábitos de consumo para salvar al Planeta. El Cambio Climático ha puesto a la humanidad en el dilema de continuar con la devastación del Planeta o hacernos sostenibles: los seres humanos somos una parte microscópica del Planeta.
Como ambientalista, Hugo organizó en el 2000 una expedición al Everest para bajar más de 200 kilos de basura de los ocho mil metros de altura en la zona de la muerte. Las mismas labores las realizó su grupo en los volcanes mexicanos. En la actualidad promueve un nuevo modelo de desarrollo económico de su autoría, que denomina “Eco-economía: Revolución Industrial 5.0”, para generar la mayor riqueza económica en la historia mundial y alcanzar las cero emisiones de CO2 y GEI.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2023
ISBN9798215728291
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    Hacia el triunfo - Hugo Rodríguez Barroso

    Hacia El Triunfo

    por

    Hugo Rodríguez Barroso

    Publicado por 12 Editorial ©

    www.12editorial.com.mx

    D.R.: Hugo Rodríguez Barroso, 1997, 2002, 2004, 2007, 2015, 2019, 2022, 2023

    Imagen de portada: Foto de Pixabay - Foto Completa del Planeta Tierra desde el Espacio.

    Este ejemplar digital es para uso exclusivo del comprador original. Si usted lo está leyendo y no lo compró, por favor entre en amazon.com y adquiera su copia personal. Gracias por respetar el derecho de autor.

    - o -

    A Dios, a las montañas, a la naturaleza, al Planeta.

    A nuestro país.

    A mi madre.

    A mi padre, a mi queridísima Aída, a Martha y a Elsa.

    A Slavka, a Lourdes y a mi familia.

    A mis jefes, maestros y amistades.

    A los sherpas.

    A mis patrocinadores.

    A los periodistas que me apoyaron.

    A Maximus y Lucius.

    Y a quienes me han hecho ser mejor.

    HACIA EL TRIUNFO

    Comúnmente nos referimos al triunfo cuando alcanzamos un reto de cierta dificultad. Es común asociar al triunfo con lo que denominamos el éxito, la victoria, la gloria; también al obtener un grado académico, un puesto de trabajo en una institución, empresa u organización, un cargo de elección, o por cerrar una negociación favorable. Utilizamos el término triunfo cuando somos premiados con una medalla, coronamos una cumbre, logramos una travesía, ganamos un campeonato o somos galardonados con cualquier tipo de premio o deferencia testimonial.

    En mi humilde opinión, nada de esto, es el triunfo.

    Prólogo

    TRIUNFO. "Del lat. Triumphus".

    "1. m. Acción y efecto de triunfar (quedar victorioso)".

    Real Academia Española.

    Hoy hace 25 años, quizá meses de más, fue cuando por primera vez ascendía a la cumbre del Everest, una de las montañas más asombrosas del mundo; como el Iztaccíhuatl, ambas mi casa por siempre.

    El montañismo se puede prestar para contrastes inexplicables, por un lado generador de egos, de héroes falsos, de atletas superdotados, aunque la realidad sea otra; pero también procreador de personas y seres humanos en toda la extensión de la palabra, apegados a lo místico, emparentados con los Sherpas, promotores de una filosofía de vida que respeta antes que nada a la naturaleza, a los ecosistemas, a nuestro Hábitat, al Planeta y al universo; que en conjunto son la fuente de la vida y la esencia de la misma. Porque el ser humano y cada ser viviente y orgánico del Planeta, es una expresión del universo: totalmente efímera, pasajera.

    Fue el 23 de mayo de 1997 cuando a las 2:30 p. m. llegaba a la cima de la montaña más alta del mundo. La vivencia fue especial, única, no repetible. No solo por estar en un sitio en el que las nubes se convierten en el piso de tu existencia, y las estrellas se ven a la altura de tus pasos, sino porque, unas horas después de la cumbre, estaría transitando entre la vida y la muerte. La muerte mundana y material, que no la espiritual.

    Hacia las 3:30 p. m. me encontré imposibilitado de regresar al Campamento IV, de hacer el descenso para estar a salvo. Y cuando nunca debes dormir en altitud extrema porque no despiertas, luego de quedar inmóvil a tan solo 50 metros del punto más alto del planeta ―como resultado de haber ascendido con signos de enfermedad y debilidad― caí en un sueño profundo sin importar que el tiempo apremiaba y que una tormenta cercana me rodearía sin deferencias.

    Dos horas más tarde, y por alguna razón que aun hoy logro entender, desperté sin saber en dónde me encontraba carente de la energía necesaria para realizar el descenso al campamento. El Campo IV, el más cercano, estaba a cuando menos cinco horas de distancia en condiciones de plena energía corporal y mental. Hubo pues que bajar 150 metros para estar fuera de esa arista expuesta que conduce a la cumbre, para pasar la noche en tormenta, a la intemperie, sin oxígeno, sin tienda, sin bolsa de dormir, a 45 grados Celsius bajo cero, acomodado en una repisa de hielo y nieve cuyo flanco derecho remataba en la parte más alta de una pared vertical de 2,200 metros, y al izquierdo de 4,000 metros. Justo ante un promontorio de rocas que se convirtieron en mi única posibilidad para sobrevivir al igual que mi traje, botas y equipo.

    Sin ambición alguna y de ningún tipo, busqué la armonía con mi montaña, con la naturaleza, con Dios, que se presentó no solo para salvarme la vida, sino para cambiarme la vida.

    Lo recuerdo cada año, lo celebro en vez de mi cumpleaños, por haber sido espontáneo, nunca planeado ni menos estudiado, algo que simplemente emergió y me permitió entender la vida diferente. Me volví más exigente en algunos temas. Exigente conmigo mismo, implacablemente exigente conmigo mismo, y mucho más que con los demás, luego de constatar que un error te cuesta la vida y hasta la de los demás. Pero también condescendiente y, en efecto, crítico de la mediocridad, la injusticia, el abuso, la corrupción, con los que las practican a costa de la desgracia del prójimo; crítico de los depredadores del Planeta.

    Sin comprenderlo, sin importarme, me convertía en el primer ser humano en sobrevivir en tales condiciones a esa altitud, por arriba de los 8,600 metros de altitud. Lo manifiesto aquí mismo, no por el ego de olor quemado, sino para enmarcar el contexto. Una vez a salvo y al día siguiente de ese 23 de mayo, después de permanecer más de 34 horas en altitud extrema en el Everest y habiendo regresado al Campo IV. me pregunté, dándole cara a mi montaña con cariño y subordinación, ¿qué debía hacer por ella?, ¿qué debía hacer por mi país y por aspirar a tener un mundo mejor? No lo supe de inmediato, por supuesto. Me tomó tiempo entenderlo.

    A los dos años regresé para ascender al Everest como líder de una expedición mexicana, promoviendo una campaña social, educativa y ambiental. Tuve el privilegio de ascender por segunda ocasión, luego de dos intentos frustrados, uno a 8,000 metros de altitud y el otro a casi 8,400 metros. En el tercero, el definitivo hacia la cumbre, como premio al esfuerzo, a la voluntad y determinación, pudimos presenciar el amanecer más extraordinario de nuestras vidas, inmediatamente posterior a un gran espectáculo cósmico que vivimos desde los 8,400 metros en El Balcón, cuando al avanzar por una arista contemplamos estupefactos el único planetario real, en un cielo oscuro, muy oscuro, impregnado por miles de estrellas e infinitas hacia todos lados. Y hasta abajo.

    Un año después, en el 2000, regresé por tercera vez al Everest para bajar con cinco Sherpas, desde los 8,000 metros de altitud en el Collado Sur, cerca de 100 tanques de oxígeno abandonados por las primeras expediciones. Fueron más de 200 kilos de basura. Ésta sería mi forma de agradecer a mi montaña por mi primer ascenso y sobrevivencia a más de 8,600 metros de altitud. Lo propio hicimos con varios buenos montañistas mexicanos en los volcanes de México para ser congruentes.

    Pasaron los años. Busqué camino y pude hacer lo que siempre ansié: estudiar más, investigar, buscar respuestas sobre la condición humana, pero principalmente en materia ambiental y ecológica. En ese tránsito publiqué tres planes maestros: el primero en materia de Formación Cívica y Ética denominado Valores de Actitud para la Excelencia; el segundo en materia de Reingeniería Política, denominado La Prefectura Ciudadana; el tercero en materia de sostenibilidad para enfrentar el Cambio Climático denominado Mundo 2100, y el cuarto, y más importante, en materia de Economía Ambiental que propone un nuevo modelo de desarrollo económico para alcanzar el crecimiento sostenido local, regional y global, al tiempo en que se reducen efectivamente las emisiones de CO2 a la atmósfera y de gases efecto invernadero (GEI), con la finalidad de lograr la expansión económica con igualdad social.

    Hace cuatro años me pregunté cuál era el sentido de haber sobrevivido en aquella ocasión, entre el 23 y 24 de mayo de 1997. Esa de hace más de 25 años que me cambió por siempre, pero de la que yo mismo no apreciaba lo distintivo. Mi percepción fue que había cumplido con mi montaña, que había hecho algo en reciprocidad por su trato, pero no lo suficiente con mi país ni por el Planeta.

    Entonces logré avanzar en el cambio iniciado aquél 23 de mayo. Hoy no sé si existen coincidencias semejantes en mi camino, pero entiendo la dificultad de las aristas, los riscos, las grietas y de las paredes de hielo que enfrento a diario en una nueva labor, en una labor distinta a la de interactuar con las montañas, que también presenta obstáculos pero me confirma que la vida es un instante sostenido en una mano.

    De ese 23 de mayo de 1997 son más de 25 años hoy, hoy que me haces el favor de leer. Vale decirlo una vez más en virtud de que, ahora entiendo, con satisfacción y humildad, que ha valido tanto que puedo exclamar ¡finalmente he cumplido!

    Celebro un renacimiento, pero de vida metafísica. Y si la vida hoy se va, que se irá bien, pues la encontré y le di sentido. Afortunado creo, porque en la espiral existencial, cuando el tiempo se cumpla, subiré a la infinidad para no retornar a los ciclos de mezquindad en los que se atrapa el ser humano, luego de su complacencia, ignorancia supina y pasividad.

    Por eso, a todos ustedes les deseo de corazón, se tomen unos minutos para buscar su 23 de mayo. Ya sea al ver a sus hijos y entender la oportunidad, al observar a la Patria y al mundo para comprender la finalidad, o al vivir como parte de la naturaleza y entender la necesidad; la necesidad de cambiar.

    Siempre es momento de reinicializar y siempre apropiado defender nuestro Planeta, que no es una casa más sino nuestro origen y el todo de nuestro ser.

    Somos física y química integrados en biología, que interactúa consigo mismo, con las partes y el todo, en la geometría del espacio y tiempo, en la gravedad. Así es que brota del Planeta y, al final de su ciclo, regresa a él.

    Somos, cada uno de nosotros, una parte microscópica de la naturaleza y del Planeta.

    Somos el Planeta.

    Gracias.

    Libro Uno: Un Sobreviviente Del Everest

    Prefacio

    Eran cerca de las 4:30 a. m. y me dolían las articulaciones. Había despertado un par de horas antes y caminado trabajosamente hasta la banca en la que me encontraba. ¿Qué había sucedido? No lo sabía, pero aceptaba que había fracasado a pesar de haber entrenado un año completo y del esfuerzo hecho para viajar hasta aquel lugar e intentar lo que durante tanto tiempo había anhelado. Estaba oscuro y aún faltaba una hora para que amaneciera. Hacía frío y el viento corría a gran velocidad. Escuchaba un sonido ligero, como el que provoca el silencio; a lo lejos, el tronar de las olas que volvían al mar. El esplendor de la naturaleza me ayudaba a evadirme por momentos con suficiente facilidad, aunque solo para regresar y volver a tomar conciencia de mi situación. Resultaba tortuoso regresar a la realidad y darme cuenta de que todo había terminado, por eso prefería perderme en ese panorama de grises variados en el que se entremezclaban las luces de los muelles de Dover.

    Apenas unas horas antes había estado nadando en el Canal de la Mancha, intentando en condiciones adversas un cruce individual en una travesía de 11 horas y media, en agua irremediablemente más fría que de costumbre, a unos 13 grados Celsius con caídas hasta los 11. El fuerte oleaje arreció en las últimas tres horas, con marejadas de hasta tres metros y medio de altura que en gran parte del recorrido se sumaron a la neblina.

    Tras haber nadado 51 y medio kilómetros solo me habían faltado tres para llegar a la otra orilla. Tuve que abandonar por hipotermia. En realidad, Margarita Nolasco, quien me acompañaba en el bote, debió sacarme del agua pues yo estaba extraviado en mi interior, ya no solo ensimismado, simplemente había perdido la razón, como si me hubiese quedado dormido mientras nadaba, sin dolor, tranquilamente. Y entonces, sentado en esa banca que empezaba a iluminarse de amarillo en la mañana del 1º. de septiembre de 1985, debo aceptar que buscaba afanosamente una respuesta; necesitaba justificaciones y culpables. Pero de hecho yo era el responsable de lo sucedido. Con el tiempo comprendería que debía convertir aquel fracaso en un logro. Permanecer inerte ante tal hecho me marcaría como un perdedor para siempre. Así pues, era mi obligación moral capitalizar la experiencia y trabajar arduamente para lograr lo que me proponía. Un año más tarde crucé a nado el Canal de la Mancha.

    En esto pensaba, ¡qué curioso! Escuchaba otra vez el sonido del viento moviéndose raudo y a ratos percibía el mismo silencio en ese intenso frío. Pronto oscurecería, pero esta vez no había olas ni mar; era nieve, hielo y una grandiosa montaña. ¿Serían los últimos tres kilómetros? Estaba en el Collado Sur, a casi 8,000 metros de altura sobre el nivel del mar, en el Campo IV del Everest, a tan solo 848 metros de su cumbre. Era el 22 de mayo de 1997 y en un par de horas saldría mi expedición hacia la cumbre. ¡Qué maravilla!, para eso estaba ahí; pero me sentía extraño.

    Unos minutos más tarde experimenté un raro agotamiento. ¿Sería la altitud? No. Me percaté de que era la garganta, otra vez la misma infección que había padecido un mes atrás. Casi enseguida aumentó mi temperatura corporal y me sobrevino un fuerte debilitamiento que me llevó a pensar que no podría intentar la cumbre. No creía lo que sucedía justo antes del ascenso más importante de mi vida, un día que significaba tanto por lo ya realizado. En cinco horas podríamos partir rumbo a la cumbre y yo estaba enfermo. No sabía si debía salir con el grupo de cumbre, si sería prudente. ¿Qué hacer? Sería una de las decisiones más importantes que debería tomar. Tomé una pastilla para el dolor de cabeza, pues no traía nada más, y dormí algunos minutos. Al despertar seguía cansado. Eran las 7:00 p. m. y Jon dudaba que saliéramos ya que el viento había incrementado su fuerza con el paso de las horas. Volví a dormir.

    A las 9:00 p. m. se confirmó que el grupo intentaría la cumbre. Yo no sabía cómo me sentiría. Estancado en mi debilitamiento, caí dormido otra vez. 30 minutos después abrí los ojos. Se acercaba la hora de salida y debía decidir. Pensé en el esfuerzo invertido entrenando durante casi dos años y después para llegar al Himalaya. Repasé mi trabajo de aclimatación en la montaña, recordé a mi familia, a mis amistades, a mis patrocinadores. Sabía que, de no intentar la cumbre en esta ocasión, no habría otra oportunidad en la temporada ni en el año. Quizá nunca más.

    El inicio

    El sábado 15 de marzo por fin estaba en el aeropuerto de la Ciudad de México a punto de abordar el avión que saldría a las 8:50 p. m. rumbo a Frankfurt. Me acompañaban mi madre, Aída mi hermana y algunas amistades. Tenía que ir a la sala 21. Me despedí. Fue entonces cuando me sobrevino la emoción por el lugar al que me dirigía. El adiós fue rápido, aunque nada fácil.

    Ya en el avión surgieron remembranzas de los días previos a la salida, sobre las prisas y los desaguisados. Estaba en calma, la tensión casi había desaparecido porque había alcanzado a concretar los preparativos. En alguno de los asientos viajaba Andrés Delgado. En el aeropuerto de Frankfurt nos uniríamos con Viviana Bravo, Carlos Guevara y Luis Javier Corona. A ellos dos los conocía de dos meses antes, apenas por una plática ligera y breve sostenida en La Joya, la base del Iztaccíhuatl.

    Andrés se dedicaba al montañismo y la escalada en roca de manera profesional. Era guía tanto en los volcanes mexicanos como en el Aconcagua y otras montañas. A sus 27 años había ascendido por la Ruta Norte el Cho Oyu, de 8,201 metros, e intentado la cumbre por el Espolón Noreste del Broad Peak, de 8,047 metros. El año anterior había participado en una expedición comercial alemana que escalaría el Everest por el Collado Norte, sin embargo su ascenso se frustró luego de sufrir congelamiento en los pies cuando quedó atrapado en el último campamento a 7,800 metros. Entonces bajó con la ayuda de sus compañeros y los sherpas. Viviana estudiaba letras inglesas en Lausana, Suiza, y nos habíamos presentado el año anterior. Era novia de Andrés, simpática y con buen manejo del francés. Le gustaba bailar y conocía de escalada en roca y montañismo. Tenía 25 años de edad, pelo castaño corto, ojos cafés, rostro amable y una sobrada fortaleza.

    Esperamos cinco horas en Frankfurt para luego partir rumbo a Katmandú, la capital del Reino de Nepal, nuestro destino final. Llegamos el 17 a las 9:30 a. m. a Katmandú, que también es conocida como Katnipur y se encuentra cerca de los ríos Vishnumati y Baghmati, a 1,317 metros de altitud.

    Nepal se ubica en el corazón del Himalaya, entre la India —al sur— y China —al norte—. Mide 800 kilómetros de este a oeste, 250 de sur a norte, y tiene una superficie total de 140,797 kilómetros cuadrados con una población de 21 millones de habitantes. Su tasa de crecimiento es del 2.3% anual, la de natalidad del 39% y la de mortandad del 13%. La densidad de población es de 152 habitantes por kilómetro cuadrado. El 12% de la población vive en las ciudades y el resto en poblaciones rurales. Katmandú viene de ´kath´, madera, y ´mandir´, templo. Otras ciudades importantes son Biratnagar, Patán, Pokhara y Birganj. Existen unos 60 grupos étnicos: baragaunle, brahmans, chhetris, darai, dhanwar, dolpo, gurungs, limbus, loba, magars, majhi, manangis, musalman, newars, rais, sherpas, sunwars, tamangs, terai tharus, thakalis, los tibetanos y otros. El idioma oficial es el nepalés, pero hay casi 50 lenguajes y dialectos. El alfabetismo es del 37.7%.

    Su forma de gobierno monárquica con un Primer Ministro y un Consejo de Ministros. El poder legislativo está integrado por el Consejo Nacional de 60 miembros y la Cámara de Representantes de 250. El máximo órgano del poder judicial es la Corte Suprema, seguida por la Corte de Apelación y la Corte de Distrito. Las principales religiones son la hinduista (91.5%), la budista (5%) y la musulmana (2.8%). Su economía es subdesarrollada. La unidad monetaria es la rupia y el ingreso per cápita 190 dólares. Su tasa de inflación es del 11.5% anual. Sus principales exportaciones son manufacturas (59.3%), alimentos y animales vivos (11.4%) y materias primas (2.8%). Nepal es uno de los países con mayor afluencia turística en la región. Sus grandes atractivos son la singular belleza de la cordillera del Himalaya y el monte más alto del mundo, el Everest, situado a 27° 59´ latitud Norte y 86° 55´ longitud Este, en Mahalangur Himal, en la región del Khumbú, al oriente de Nepal y en colindancia con el Tíbet.

    Durante cuatro días permanecí en la ciudad haciendo algunos trámites además de entregar mis cargas, que irían al Campo Base del Everest. Ya había conocido a Jon Tinker, líder de la expedición, y a Nick Kekus, el guía. Jon era amable y parecía muy accesible. Nick era serio y cordial; coordinaba la salida del grupo y el envío de cargas, y entre sus pendientes tenía recibir el permiso del gobierno de Nepal para que nuestra expedición escalara el Sagarmatha, también conocido como Chomolungma.

    Sagarmatha es el nombre del Everest en nepalés y significa El Gran Removedor del Mar de la Existencia, y Chomolungma en lengua tibetana quiere decir La Más Sublime Divinidad.

    La mayoría de la gente haría el acercamiento al Campo Base del Everest mediante una caminata de aclimatación por la región del Khumbú, empezando en Lukla, para llegar el 3 de abril. Serían 14 días de recorrido en los que la altitud variaría de los 2,850 a los 5,300 metros, que es casi la altura del Popocatépetl. En dicha altitud tendríamos nuestro hogar por cerca de dos meses. A medida que el organismo se encuentra a mayor altitud se va reduciendo la presión parcial de oxígeno en la atmósfera, a tal grado que en la cima del Everest se respira solo un tercio del oxígeno que se inhalaría al nivel del mar. Algunos investigadores han clasificado la altitud en cuatro rangos; altitud moderada entre los 1,500 y los 2,440 metros; altitud entre los 2,440 y los 4,270 metros; gran altitud entre los 4,270 y los 5,490 metros; y altitud extrema entre los 5,490 y los 8,848 metros.

    Una vez en la montaña iniciaríamos la aclimatación en altitud extrema, donde la cantidad de oxígeno en el aire es muy reducida y su transporte a los tejidos del cuerpo es precario. Para lograr una adecuada aclimatación ascenderíamos a los campamentos avanzados gradualmente, con descansos de tres días, una buena alimentación y rehidratación constante, para así propiciar mayor producción de glóbulos rojos, que son las células sanguíneas encargadas de transportar el oxígeno a los tejidos. Para mantener la viscosidad idónea de la sangre sería indispensable hidratarse correctamente, pues de no hacerlo la producción de glóbulos rojos aumentaría tanto que la sangre se tornaría viscosa al grado de disminuir el riego sanguíneo de los tejidos, con la consiguiente reducción del aporte de oxígeno —hipoxia—, hasta el punto en que podría sobrevenir un edema pulmonar o cerebral e incluso la muerte. El éxito o fracaso de un ascenso depende en primera instancia de la aclimatación; este trabajo constituye la única vía para adaptar al organismo a la escasez de oxígeno en altitud extrema.

    Desde su descubrimiento el Everest ha sido motivo de atracción para todos los montañistas del mundo, aunque el historial de ascensos a la cima apenas comenzó en el siglo XX. La montaña recibió su nombre en honor al coronel inglés Sir George Everest, quien tuvo como tarea investigar la altura del coloso por encargo de la Real Sociedad Geográfica. En la década de los veinte se realizaron los primeros intentos para alcanzar la cumbre. El 29 de mayo de 1953, la décima expedición inglesa llegó a la cima por el Collado Sur con el sherpa Tenzing Norgay y el neozelandés Edmund Hillary. En 1975 ascendió la primera mujer, Junko Tabei, con el sherpa Ang Tsering, ambos miembros de una expedición japonesa. Tres años después el austriaco Peter Habeler y el italiano Reinhold Messner lograron el primer ascenso sin oxígeno.

    Hasta 1972 habían logrado la cumbre 28 personas y otras 28 habían muerto en el intento, es decir, por uno que llegaba otro moría. Hacia finales de 1996 habían alcanzado la cima 846 personas y muerto 147; de cada 6 personas una había muerto. Tan solo en 1996, un año antes de mi expedición, habían muerto 15 montañistas luego de hacer cumbre, la mayoría de ellos por verse atrapados en una tormenta entre los 8,100 y 8,300 metros de altitud, en una de las más grandes tragedias del Everest. No es la montaña lo que conquistamos, sino a nosotros mismos (Edmund Hillary).

    En la mañana del jueves 21 de marzo salí por helicóptero a Lukla, localidad situada a 2,850 metros de altura. Desde el aire, la sensación de dirigirme a la cordillera del Himalaya se tornó extraordinaria. Al aterrizar experimenté incertidumbre. En ese momento nombré a mi expedición: México en la Cima del Mundo. En el helipuerto encontré a Viviana, Andrés, Carlos y Luis Javier, que estaban ahí desde el día anterior. Carlos tenía 24 años de edad y estudiaba la licenciatura en administración. Además de ser montañista amateur, al igual que yo, practicaba desde niño Karate Do y Tae Kwon Do. Era un joven nada introvertido y de charla amena. No ocultaba su optimismo y conseguía contagiar a los demás. Luis Javier tenía 26 años y se había aficionado al montañismo en la preparatoria al igual que sus hermanos. Siempre serio, discreto y honesto, había estudiado ingeniería mecánica y en sistemas energéticos y laboraba en un banco. Era un par apasionado por las montañas.

    Sin más demora, los cinco iniciamos la caminata rumbo a Namche Bazaar. Nunca antes había visto el Himalaya. La naturaleza ante nosotros lucía amigable y dispuesta a recibirnos. Dimos los primeros pasos sobre un camino cubierto de una tierra de buen olor, nada húmeda, entre suntuosos bosques y pastos descoloridos por el invierno que ese mismo día había terminado. La llegada de la primavera daba inicio a las expediciones y a la llegada de turistas de diversas latitudes. Era bellísimo estar ahí; un lugar espectacular por sus grandes arroyos y árboles robustos, pero sobre todo por la gente de la región, sin duda excepcional. Y eso que todavía no se asomaban las montañas.

    Los caminantes expresábamos nuestro azoro por el simple hecho de avanzar en silencio. Los sherpas nos saludaban: ¡Namasté! Nosotros contestábamos igual, con agradecimiento: ¡honro ese lugar en ti donde reside el universo entero! Un saludo para todos aquellos que coincidíamos en el camino. El sherpa, la persona originaria de la región, conocedora de veredas, de riscos, del clima, también proveedora de servicios, que ofrece su mejor actitud durante la estancia de los extranjeros en el Himalaya, es quien hace posible el gozo de los montañistas y alpinistas. Es como un hermano.

    Una vez perfiladas cuatro horas de caminata nos detuvimos en Monsju, a 3,147 metros de altitud. Acordamos pernoctar en una casa de té o lodge, semejante a una cabaña, modesta pero acogedora. Cenamos noodles y chapatis —tortillas grandes— con queso. Extendimos las bolsas de dormir y, por primera vez en el Himalaya, siendo no más de las 7:00 p. m., nos pusimos a descansar.

    Por la mañana desayunamos y nos dispusimos a caminar rumbo a Namche Bazaar. Nos acompañaban tres sherpas que pastoreaban a los tres yaks o bueyes de pelo largo que llevaban a cuestas nuestros sacos con los sleeping bags, tiendas, equipo, comida y lo indispensable para hacer la aclimatación durante nuestro camino al Campo Base del Everest. Pasant sherpa estaba a cargo. Nos conduciría a la montaña Island Peak, de 6,189 metros, cercana a la cara sur del Lhotse. Al cabo de tres horas de caminata y después de una larga pendiente nos ubicamos en Namche que, bastante extensa, se alza hasta los 3,450 metros. Entre repisas y desniveles irregulares se dejan ver sus callejones de tierra y sus casas, muchas de ellas de dos pisos, que parecen resguardadas por la vegetación verde y amarilla. Es una villa afamada por su mercado de los sábados.

    Al terminar de comer, y luego de comprar un piolet, tres o cuatro botellas para agua y nada más, seguimos con dirección a Tengboche, el lugar del monasterio de los lamas, a 3,840 metros. Tres pequeños sherpas nos despidieron con la generosidad del niño, y unos cuantos minutos después ya estábamos sumergidos en nosotros mismos, disfrutando de la naturaleza a lo largo de una vereda poco extenuante. Me puse los audífonos del walkman, y al escuchar la primera canción de la cinta que Liza —excelente amiga y primera nadadora mexicana en cruzar el Canal de la Mancha— me había regalado, sentí que la sangre me hervía; con la naturaleza alrededor la combinación resultaba simplemente sublime.

    Para llegar a Punki Tanka, a 3,618 metros, descendimos por una angosta brecha trazada años atrás por los sherpas. Ahí pernoctamos y al día siguiente continuamos hacia Tengboche. Antes de situarnos en el sagrado sitio debimos transitar una cuesta que en uno de sus recodos nos dejó ver el primer gran pico nevado, quizá no de gran altura, pero cuya nieve contrastaba con los bosques y las nubes grises. Nos íbamos encontrando con gente que ascendía lo mismo que con otra que bajaba. Era asombroso ver las cargas que los sherpas eran capaces de soportar en las subidas y en cualquier otra parte del recorrido. Muchos eran personas muy jóvenes, algunos adultos y mujeres también, avanzando y rezagándose. Todos fuertes. ¡Namasté!

    De modo desigual frente a los árboles, entre arbustos y hierbas altas, atrás del zacate y el pasto quemado por las heladas, apareció una cúpula de singular geometría. Era el acceso al monasterio, lugar obligado para tomar fotografías. Había también un monumento con banderas de oración y hacia el fondo, por la derecha, el edificio principal. Era un sitio casi indescriptible cuya atmósfera especial invitaba a la oración. La singular arquitectura del lugar obligaba a centrar la atención en él sin distracciones, pero al virar mi mirada, ya de por sí sensibilizada por la cordillera que a lo lejos me confirmaba que estaba en el Himalaya, mi impacto fue aún mayor al admirar el horizonte que remataba en una pirámide de impresionante majestuosidad, una punta de diamante que significaba la vida de muchos, la razón de nuestro estar ahí; el Everest se erguía desde Tengboche, señalaba su cumbre, nos saludaba, ¡y vaya saludo! Simplemente no podía mirar hacia otro punto, no había nada mejor.

    Todos estábamos emocionados. Perplejos, admirábamos el paisaje sin decir palabra. Nuestra comunicación interpersonal se daba a nivel espiritual. Parafraseando a Doug Larson, el verdadero júbilo es cuando sientes que podrías tocar una estrella sin ponerte de puntillas. Y pasaron varios minutos. Era fabuloso. Hacia allá íbamos, a la grandiosa montaña, al cielo.

    Visitamos el monasterio. Un amigable sacerdote lama nos dio acceso. Nos quitamos las botas para entrar y quedamos pasmados por su ambiente. Un par de horas más tarde estábamos en Pangboche, a 3,956 metros, para pasar la noche. Como de costumbre, nos acomodamos cerca del calor de la chimenea al centro de la casa de té para hidratarnos, y sin demora pedimos la cena a las atentas damas que siempre estaban atareadas.

    Amanecía temprano, a las 6:00 a. m. A veces demorábamos en levantarnos, por lo que tardábamos en empezar la caminata. Esto resultaba irrelevante, no había prisa, se trataba de que nos aclimatáramos y nuestro paso debía ser cauteloso, lo que además nos permitía disfrutar cada momento. El día siguiente avanzamos a Dingboche, a 4,358 metros, a unas tres o cuatro horas de ahí; después hasta Chokung, dos horas más. Como una agradable coincidencia, al detenernos entre las casas de aquella villa para tomar agua y té, nos topamos con Yuri Contreras, que había iniciado su acercamiento cinco días antes. Qué gusto verlo, éramos amigos de tiempo atrás. Habíamos compartido ascensos en México e incluso fuimos juntos por primera vez al Aconcagua, en los Andes, con Rogerio González, otro buen amigo. Yuri, de 33 años, era médico ortopedista. Recordé cuando él participaba en triatlones y yo en natación de larga distancia. En aquel entonces le comenté acerca de mis prácticas de velocidad en el Popocatépetl para incrementar mi capacidad aeróbica. Así, el accedió a entrenar de la misma forma. Lo hicimos con tal frecuencia que dejé de ir solo a la montaña por una larga temporada. En la mayoría de nuestros ascensos competíamos por llegar al cráter.

    Me resultó interesante escuchar sus pronósticos para la primavera. Él ya había alcanzado la cumbre del Chomolungma el año anterior, al primer intento. Además, de alguna manera hablábamos el mismo lenguaje porque no éramos escaladores profesionales, sino gente dedicada a la academia y a trabajar de tiempo completo en nuestras respectivas profesiones. Creo que estábamos orgullosos de ser amateurs, porque la formación de las personas debe ser integral, fundamentada en la educación familiar, desarrollada en las instituciones de enseñanza, enriquecida en la sociedad y forjada con nacionalismo; siendo el deporte un elemento adicional, nutritivo durante los estudios, el trabajo y a lo largo de la vida. Es parte del todo, nunca el fin.

    Pernoctamos en Chokung, a 4,753 metros, y por la mañana salimos al Campo Base del Island Peak, a 5,087 metros, donde descansaríamos un día entero. El 26 de marzo, durante el cumpleaños de mi hermana Aída, a quien he admirado más que a nadie en la vida, haríamos un primer ascenso en esta montaña, nada forzado. Otro día intentaríamos la cumbre. Al llegar al campamento instalé mi tienda, Carlos y Luis Javier la suya, y Andrés y Viviana levantaron la tercera.

    Al amanecer nos internamos en la montaña. Andrés se había adelantado, y al encontrarse a Yuri subieron a la par hasta la cumbre. Viviana se quedó en el Campo Base, los otros tres alcanzamos los 5,900 metros y ahí decidimos detenernos pues tan solo se trataba de un ejercicio de aclimatación. Ya volveríamos a subir, o cuando menos eso creíamos porque así estaba planeado. Nos sentamos en unas rocas justo antes del hielo a disfrutar el panorama, a tomar agua, a hablar de las incomodidades de las botas que calzábamos y de nuestras expectativas en la vida. En fin, que filosofamos. Fue interesante la plática, eso sí, literalmente de altura. Coincidíamos en mucho a pesar de que ellos eran más jóvenes pues teníamos una educación similar y pertenecíamos a familias parecidas. Después de una hora bajamos.

    Algunos días antes me había notado una ligera molestia en el tendón de Aquiles de la pierna derecha, que ahora se había vuelto más intensa. Me comencé a aplicar el ungüento que usualmente me aliviaba al entrenar; un preparado que en sus indicaciones de uso señalaba: debe aplicarse a contrapelo, porque era para ganado lesionado. Esta molestia continuaría a lo largo de la expedición, así que debí encontrar la maña para caminar. Cuando el dolor era más fuerte recordaba a Friedrich Nietzsche: En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer, son las dos grandes fuerzas conservadoras de la especie. Se trataba de un tirón que había degenerado en un pequeño esguince, meses después me explicaría el médico en México.

    Llegamos al Campo Base del Island Peak. Ahí pasamos otras dos noches para luego regresar a Chokung. En esta pequeña villa subimos al cerro Chokung Ri, hasta los 5,650 metros. El 30 de marzo bajamos a Pheriche para descansar a 4,288 metros durante tres días, tiempo tras el cual reiniciaríamos nuestro trayecto al Campo Base del Everest, donde nos encontraríamos con nuestros compañeros de expedición. La estancia en Pheriche fue cómoda, en una casa de té en la que estuvimos a resguardo del viento que fluye por el corredor formado desde el Ama Dablam. Pheriche es una villa por la que pasan caminantes de todas partes acompañados lo mismo por porteadores que por yaks bien cargados. Ahí comimos, platicamos y nos recuperamos. También visitamos la clínica, donde aprovechamos la ocasión para que Anita, la doctora canadiense a cargo, revisara nuestro estado de salud.

    Cualquier padecimiento que tuviéramos giraba en torno a la altitud, desde un dolor de cabeza, gripa o resequedad en la garganta hasta un edema. La variación en la altura parecía convertirse en el enemigo a vencer, sin embargo, había que transformar dicha circunstancia en una ventaja; aclimatarnos para cumplir.

    En la casa de té tratábamos a menudo el tema de la logística y la ruta en la montaña. Existen unas 15 vías de ascenso al Everest; su cumbre se encuentra a 8,848 metros. Por el Collado Sur se dibuja una travesía bellísima compuesta por todo lo que se puede buscar en una montaña. El Campo Base se instala a 5,300 metros y de ahí se sigue por la Cascada de Hielo, un río congelado en el que grandes bloques helados forman amplias y profundas grietas lo mismo que paredes de poca o mucha altura. Los mayores riesgos los constituyen las grietas, los derrumbes de bloques y la caída de avalanchas por las paredes del Lho La y Nuptse, que flanquean la cascada.

    Por arriba de la cascada se ubica el Campo I, a 6,100 metros, que se instala con la finalidad de que los montañistas pasen una sola noche en su proceso de aclimatación y para dejar cargas que luego se moverán a los campamentos superiores. El Campo I también está expuesto a las avalanchas.

    De este punto y hasta el Campo II, situado a 6,400 metros, se camina por el Valle del Silencio; una explanada de unos tres kilómetros y medio de largo enclavada entre el Lho La, el Everest, el Lhotse y el Nuptse. El Campo Avanzado II se instala en la base de la pirámide del Everest y de aquí se camina hasta la plataforma de la pared del Lhotse para ascender casi en vertical hasta al Campo III, a 7,300 metros. Esta pendiente continúa en la misma dirección para dar vuelta a la izquierda en horizontal hasta la Banda Amarilla; luego vuelve a elevarse por el Espolón de Los Ginebrinos y alcanza el Campo IV a 7,925 metros; casi los ocho mil.

    El mayor riesgo lo constituyen las formaciones de hielo en la ruta y las pendientes pronunciadas, donde pueden ocurrir caídas mortales. A partir del último campamento emerge el Collado Sur, que conduce al alpinista hasta la cumbre. Aproximadamente a los 8,400 metros se ubica El Balcón, sitio donde se llegó a instalar un quinto campamento en expediciones de antaño. Desde ahí se asciende, con el Tíbet por la derecha, por una arista que se adelgaza justo antes de la Cumbre Sur, a 8,760 metros. En seguida están el famoso Paso Hillary y la última arista hasta la cumbre principal.

    La cumbre del Everest se ubica a 8,848 metros y se mueve anualmente cerca de un centímetro debido al movimiento de las placas tectónicas que presionan al continente asiático. Hace cien millones de años, del continente australiano se desprendió una gran placa continental, que 60 millones de años después chocó con Asia. Esa porción de tierra es lo que conocemos como la India, que al colisionar se desplazó por debajo del continente asiático, presionando la corteza terrestre hacia arriba hasta formar la cordillera del Himalaya, con una longitud de 2,400 kilómetros, para dar origen entre muchas otras montañas al Everest. Las placas tectónicas de la India continúan presionando las placas de Asia, por lo que el Everest continúa experimentando un ligero pero constante desplazamiento.

    La ruta del Collado Sur es la clásica, la tradicional, por donde se han logrado la mayoría de los ascensos. Lo mismo es ruta elegida por montañistas amateurs que han plantado las banderas de sus países en lo más alto, que por los profesionales que en algunas ocasiones han tenido que intentarla dos veces o más. Todos tienen mérito, principalmente los sherpas. El Everest es lo que es.

    El Campo Base

    Llegamos a Lobuche el 2 de abril, una villa francamente insalubre formada por cuatro casas de té con dormitorios tipo albergue. La caminata no había tardado siquiera tres horas. Cada vez estábamos más cerca y la atmósfera del Chomolungma ya se dejaba sentir. Pronto empezaría lo mejor.

    Y precisamente el día siguiente, después de habernos detenido en Gorak Shep para comer, a 5,170 metros, entramos al Campo Base del Everest a través de una copiosa nevada. Se apreciaba una multitud de tiendas, sobre todo rojas, instaladas al fondo, las del campamento de Malasia; también abundaban las amarillas. El sitio parecía una herradura. Por la punta izquierda se veía el Pumori, al frente el Lho La, volteando a la derecha la Cascada de Hielo y hacia mi diestra el Nuptse.

    La cascada parecía una escalinata de singular finura y delicadeza, toda blanca, como el mármol, extendida ampliamente en su base y cerrándose por arriba para terminar en un gran descanso que conduciría al escalador por una puerta imaginaria que se desvanecía entre las nubes, seguramente al espacio más maravilloso en el mundo. Seguía nevando, así que la vista se cortaba antes de los 6,000 metros. En muchos puntos se veía a los sherpas trabajar afanosamente, construyendo con piedras sobrepuestas amplias cocinas o comedores, o haciendo plataformas sobre el glaciar para instalar las tiendas de las aproximadamente 300 personas que viviríamos ahí durante dos meses. Me fui adentrando poco a poco, esquivando el hielo y pisando las grandes rocas que, en desorden, se desdoblaban horizontalmente. Me detuve a disfrutar el paisaje y tomé las primeras fotografías de ese lugar, único sin duda. Estaba en el Campo Base del Everest. ¡Vaya dicha! ¡Qué inolvidable privilegio!

    Viviana, Andrés, Carlos y Luis Javier llegaron después y se dirigieron a su campamento. Su líder, Mal Duff, seguía en Katmandú. ¿Dónde estaría mi grupo? No conocía a la mayoría de mis compañeros de expedición. Sabía que ya habían llegado porque el día anterior habían pernoctado en Gorak Shep. Mientras caminaba hacia esa enorme colonia de tiendas multicolores, buscaba y preguntaba por la ubicación de mi guía y mis compañeros. Finalmente los encontré.

    Jon Tinker estaba en la cocina. Me invitó a pasar y los sherpas me ofrecieron té. La cocina era larga, verde con blanco, con hornillas anchas para derretir hielo, con ollas grandes, provisiones por todos lados, trastes alineados y limpios, hasta numerados. La mayoría de los sherpas me miraba. Era el último miembro de la expedición en arribar al Campo Base. No me conocían porque el acercamiento lo había hecho por mi cuenta, con los demás mexicanos. Seguramente se preguntaban muchas cosas sobre mí, tal como yo sobre ellos. Me sentía como recién llegado a un internado. Me faltaba conocer a mis compañeros.

    Fuimos a la tienda comedor, yo un tanto nervioso. Jon abrió dos puertas de lona de vinil y entramos. Estaban casi todos. Eran como las 4:00 p. m. Qué maravilla, en la tienda principal había un calentador, también luz y música. Privaban una temperatura y un ambiente agradables. Me presenté con los escaladores islandeses; Björn Olafsson, Hallgrímur Magnússon, Einar K. Stefánsson y su equipo de apoyo para las comunicaciones; Hördur Magnússon y Jon Pór Víglundsson. Después con los ingleses; Chris Brown, Chris Watts, Chris Jones y Eric Blakeley. Faltaban Mark Warham, que estaba descansando en su tienda pues tenía malestar por la altura, y Nick Kekus, que se había quedado en Katmandú porque el permiso de la expedición seguía pendiente pues había nuevo ministro de turismo y las cosas estaban detenidas. Los sherpas y mis compañeros de grupo se percibían amables.

    La tienda comedor era amarilla por fuera y blanca en su interior, tipo hangar, con techo redondo. Al centro estaba la mesa, armada con dos largos tablones sostenidos por tres barriles azules de plástico, cubierta de manteles floreados y hule transparente. Encima había termos con agua caliente y leche, frascos de cátsup y mostaza, aderezos variados, mermeladas, pepinillos y muchos productos enlatados. Por supuesto también había té negro, café, azúcar, saborizante para agua, mantequilla y hasta una grabadora, así como radios para comunicarse a los campamentos avanzados. Había medicinas, revistas y libros y varias sillas, 12 o 14, además de unos barriles topando con la lona que contenían papas y frituras, galletas dulces y saladas, pasas con chocolate, gomas de sabor y más comida chatarra. Las botanas y golosinas se acabarían pronto.

    Instalé mi tienda y desempaqué algunas cosas que necesitaría para la noche. Los tres sacos de equipo que había enviado con la expedición ya estaban ahí. Jon me mostró el sitio donde pondría mi tienda, así como la ubicación de la letrina, que cuando menos permanecía cubierta por una lona azul. Un rato más tarde nos volvimos a encontrar todos en la tienda principal, a la que entró Mark iniciando un catarro. Jon sirvió la cena y al final nos invitó a adentrarnos un poco en la Cascada de Hielo en la siguiente mañana.

    Sería emocionante. Mucho había leído y oído de la famosa cascada. Por fin sabría cómo era, qué se sentía estar en ella. Recordé las palabras de Peter Habeler: la Cascada de Hielo del Khumbú separa a los niños de los hombres, a los alpinistas de los turistas. De hecho, la única idea que tenía sobre lo que representaba una expedición al Everest me la había formado del libro de Habeler. No sabía nada más.

    Durante la noche cayeron tal vez dos avalanchas, nada de peligro para quienes estábamos en el Campo Base, sin embargo su estruendo prolongado despertaba a cualquiera, y por ser la primera ocasión en que las escuchaba, volver a conciliar el sueño no me resultó fácil. Qué situación, realmente era un inexperto en esto. Había llegado al montañismo porque cuando entrenaba como nadador de larga distancia me preparaba en el Popocatépetl para mejorar mi condición física y aumentar los glóbulos rojos en mi torrente sanguíneo. Trabajar por arriba de los 5,000 metros había sido un complemento en mi preparación.

    Mi primer ascenso al Popocatépetl fue en junio de 1987; nunca imaginé que diez años después estaría en el Everest. No era montañista de carrera, menos de los que se dicen escaladores puros. Algunas personas me cuestionaban porque yo no era montañista ni escalador, y en todo caso porque del Aconcagua me había ido directo al Everest, es decir, de 6,962 metros a 8,848 metros, sin probar antes en un pico de 8,000 metros, de menor dificultad que el Sagarmatha. Pero las montañas son de la humanidad, no de unos cuantos. La supina ignorancia, decía Descartes; o como expresó William Shakespeare: aquellos a quienes la hartura da indigestiones están tan enfermos como quienes el vacío los hace morir de hambre. No es mediana dicha, en verdad, la de estar colocado ni demasiado arriba ni demasiado abajo; lo superfluo torna blancos más aprisa los cabellos; pero el sencillo bienestar vive más largo tiempo. Días después se me haría tan familiar el ruido de las avalanchas por las noches que ni me inmutaría.

    En la mañana salimos rumbo a la cascada. Era el 4 de abril. Varios sherpas ascendían, de nuestro grupo solamente cinco. Nos pusimos los crampones donde empezaba el hielo. Subíamos y bajábamos pequeños montones de nieve dura que poco a poco eran más grandes. Yo inicié atrás, no quería forzarme, pero pronto iría esperando a que avanzaran los de adelante. Chris Watts evolucionaba en penúltimo puesto. Mantenía buen paso. Trepábamos los bloques más altos pisando de lado, luego de frente, buscando posiciones, disfrutando la atmósfera. Venían grietas pequeñas, tramos verticales de poca altura; nos protegíamos en las cuerdas fijas.

    Llegamos a la primera escalera que, acostada, nos permitiría cruzar una grieta. Los pies apenas encajaban entre un peldaño y otro, y los crampones daban el tamaño exacto. Como era la primera vez que lo hacía, claro, debía hacerlo despacio. Las escaleras que se usan son de aluminio, idénticas a las que hay en las casas para subir a la azotea. En muchas ocasiones se llegan a atar dos escaleras para formar puentes largos en grietas anchas. El recorrido por la cascada obliga con frecuencia a caminar sobre estas escaleras puente, ya que la conformación de los bloques de hielo y nieve hace común la presencia de grietas profundas y anchas, algunas hasta de 40 metros de profundidad. También se atraviesan grietas angostas en las que tan solo hay cuerdas fijas.

    No alcanzamos el Campo I pues se trataba de avanzar un poco y ganar algo de altura, sobre todo porque mis compañeros de expedición no habían tocado los 5,800 metros. Fue una buena oportunidad para mejorar mi adaptación al enrarecimiento del aire. Me sentía fuerte y bastante motivado por haber estado en la Cascada de Hielo. Regresé al Campo Base contento por haber caminado por primera vez sobre las escaleras de aluminio.

    Las escaleras y cuerdas fijas las instalaba un grupo de sherpas que trabajaba exclusivamente en la cascada. Estaban contratados por Mal Duff y Henry Todd, los líderes de las otras dos expediciones inglesas, que tenían a su cargo el mantenimiento de la ruta. Ambos cobraban a las demás expediciones una cuota única, como si fuese una autopista. Éstos eran los topógrafos del Khumbú. Subían hasta 6,100 metros durante cuatro días para descansar uno. Constantemente reponían tramos de cuerda, reubicaban escaleras y adecuaban la ruta según los cambios del glaciar, porque la cascada se mueve diariamente y sobrevienen derrumbes de los bloques de hielo. Al terminar la cascada había siete escaleras armadas verticalmente una sobre otra para salir al Campo I. Esto ayudaba a subir a un techo de hielo que llegaba hasta la base de una pequeña pared. A partir de ahí había cuerdas fijas para cruzar las grietas hacia el Campo II, en las que también se ponían escaleras cuando así lo requerían. La sensación dentro de la cascada era única, peligrosa ciertamente, pero inigualable; como estar en la sala de un examen profesional en calidad de sustentante, con nerviosismo e inquietud pero a la vez alegría.

    El proceso de aclimatación debía resultarnos menos complicado a los mexicanos que a los otros extranjeros dado que en la Ciudad de México vivimos a 2,239 metros y porque a menos de dos horas en automóvil podemos practicar sistemáticamente en el Iztaccíhuatl hasta los 5,230 metros. Los sherpas, claro, cuentan con el Himalaya y por ende han desarrollado un metabolismo asombroso. En mi caso me daba confianza el entrenamiento de los dos años anteriores y la base que había formado desde mis inicios como nadador de larga distancia, también el recordar la ocasión en que subí tres veces seguidas el Popocatépetl en 21 horas y media, mi ascenso al Aconcagua en solitario, el haber ascendido en dos horas el Iztaccíhuatl, mis 46 ascensos a esta hermosa montaña en los 52 fines de semana de 1996, las noches de enero a marzo de 1997 en las que dormí en el pecho del Iztaccíhuatl; también abonaban a mi confianza mi cruce del Canal de la Mancha y los 70 kilómetros de mi récord mundial de mariposa en mar abierto. Las cosas más bellas son las que inspira la locura y escribe la razón (André Gide).

    Después de un día de descanso volvimos a entrar a la cascada. En esta ocasión toqué el Campo I al igual que Jon, que había salido con los sherpas alrededor de las 4:00 a. m. No me tomó más de tres horas y media alcanzar los 6,100 metros. El regreso fue cansado porque el sol estaba en su apogeo; hacía mucho calor y casi no había viento.

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