Contra la inocencia
Por Rafael Gumucio
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En Contra la inocencia encontramos altas dosis del mejor género ensayístico: las ideas se van hilvanando con humor y ferocidad, dando pie a las contradicciones que demanda cualquier acto reflexivo. Gumucio aniquila la moralista división entre alta y baja cultura que suele ejercer la academia y con erudición reflexiona prescindiendo de cualquier cita autorizada, tachando todo totalitarismo.
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Contra la inocencia - Rafael Gumucio
Contra la belleza
Cleopatra, según dicen los arqueólogos, era fea. Pericles era deforme, Sócrates sucio, Homero ciego, Napoleón pequeño. Nadie recuerda la cara ni el cuerpo de ningún actor del teatro The Globe de Shakespeare; Shakespeare mismo era un hombre común, casi tan común como Mahoma o Cristo. Nadie se dio el trabajo de alabar su físico en vida. Yo, en cambio, viví de niño y adolescente rodeado de héroes bellos. Actrices y modelos, por cierto, pero también políticos como el Che Guevara, cantantes como Jim Morrison, poetas como Rimbaud, actores como James Dean, presentes en afiches y rayados en los muros, referentes obligados de todo debate. Imágenes que reemplazaban mil palabras. La belleza fue para mi generación un argumento político más, una forma de convicción que se nos impuso sin preguntarnos, un atributo inevitable del poder ejercido por hombres y mujeres de mediana de edad, aparentemente sanos, sonrientes, ejecutivos de sí mismos que bajan y suben de helicópteros y limusinas con la agilidad y el bronceado del gimnasio.
La foto de Yalta en febrero de 1945 fue una especie de despedida: Churchill como último líder mundial con derecho a la gordura; Roosevelt, el último presidente norteamericano que pudo guardar como un secreto su invalidez; Stalin, el último revolucionario con cuerpo y cara de funcionario que convirtió en motivo de culto sus bigotes sobre una cara regordeta y un ceño fruncido de eterna desconfianza que al comunista fanático le recordaba el papá que no tuvieron. Eran más jóvenes de lo que les gustaba mostrarse, no buscaban ser sanos o atléticos. Los unía, más allá de cualquier otra cosa, eso. Mientras Mussolini y Hitler se exhibían como campeones que no tienen frío ni calor, como acróbatas que se lanzan por encima de sus cuerpos a galvanizar las masas, los líderes de Yalta hacían válidos sus resfríos, sus caras de poco contento, sus inevitables figuras de jubilados en esta ciudad para tuberculosos en que Chéjov escribió los mejores cuentos sobre la debilidad inexpugnable del hombre común.
Los héroes de nuestros tiempos no tienen invalidez que mostrar, no engordan, aunque tengan hijos no son el padre de nadie, una tribu de guardaespaldas los sigue mientras hacen footing alrededor de la Casa Blanca. Se enferman en secreto, se estiran la cara para no envejecer, se casan con modelos, son ellos mismos modelos, karatecas, profesores de bluyines y coletas. El rostro de los héroes musculosos, decididos, cuadrados, que al principio ilustraba la portada de los manifiestos, se convirtió en el manifiesto mismo. El cuerpo, el rostro, heredado y tribal, gobernaban por sobre la razón, desprestigiada por no ser capaz de concebir una imagen de ella medianamente atractiva.
La belleza, en especial ese tipo directo y fatal de belleza de los afiches y los comerciales, la belleza evidente que se convirtió en mi adolescencia y juventud en la principal moneda de intercambio del mundo. Un mundo que concibió como una fatalidad inevitable la desigualdad del ingreso, la especulación financiera sin fin ni control. Un mundo que pensaba que su orden era justamente el crecimiento sin fin del producto, la lucha desatada de los apetitos, el brillo, la ligereza, todo lo que se puede comprender de un solo vistazo, todo eso que sabemos cuando vemos un rostro o un cuerpo bello, la idea de que la injusticia, la excepción, la desigualdad no son solo una realidad que debemos asimilar, sino también un sueño en que nos gusta de vez en cuando acurrucarnos.
Fue una fiesta de la que decidí no participar. Me despeiné lo que pude. Evité cualquier señal visible de poder. No fui feo siquiera, sino esa cosa más imperdonable en estos tiempos, que es ser descuidado. No pude, sin embargo, encerrado en mi pieza bailar la música de los vecinos. No quise ser bello porque no quería morir joven. La belleza era inmortal porque sabía morir antes de que sus proporciones, su exactitud y su frescor se marchitaran. El sistema productivo entero aprendió la lección, la durabilidad de un producto se convirtió en un atributo inútil. Los sistemas operativos, los iPod se hicieron iPad, el MacBook renovaba cada año su versión. De lo antiguo se admiraba justamente su inutilidad. Sabía pocas cosas de niño, aunque sabía una muy bien: no tenía permiso (de mi mamá, de mi país) para morir. No quería que me mataran, no quería ser uno de esos a los que mataban. Todo eso me prometía la belleza. El resto de mi vida he visto cumplir una y otra vez esa promesa: la muerte, siempre la muerte, tan bella y terrible, tan impasible y decisiva. Porque solo en la muerte la belleza cumple su sentido.
Me apuro, confundo, quiero demasiado luego llegar al final. Quizás es necesario, antes de continuar, que les presente mis cartas credenciales.
Shirley Temple reencarnada
Sé de lo que hablo. Aunque parezca imposible a la luz de mis fotos actuales, yo fui alguna vez parte del clan de los bellos. Durante mis primeros doce años de vida, me acostumbré a posar para toda suerte de fotógrafos y estudiantes de cine. Reencarnación apenas masculina de Shirley Temple, jugaba con mi pálida cara redonda y mis largos rizos de cabellera negra. Mis pésimas notas en el colegio eran perdonadas por la profesora, que veía en mí una versión idealizada de un hijo que nunca tuvo. Atravesaba entonces la calle sin mirar el semáforo, protegido por un aura que desconocía y que obligaba a los motoristas a frenar y destrozarse la cabeza sin rozarme siquiera. Me acostumbré a caminar solo en el patio sin sentir la más mínima sensación de soledad. Siempre rodeado de niñas que querían jugar conmigo sin que lo pidiera. Nunca sentí ganas de conquistar a ninguna de ellas.
Era un niño bonito: poseía algo que no había ganado, que no había luchado por tener, que era mío por azar. Sin necesidad de cometer ninguna injusticia, era siempre injusto. Privilegiado de nacimiento, era cruel jugando solo o con alguien. Era yo –supe de pronto–, y los niños lindos como yo, quienes impedíamos que se hiciera realidad el famoso socialismo del que hablaban siempre en casa. Porque incluso ganando todos el mismo sueldo, viviendo en el mismo barrio, teniendo la misma educación, seguirían naciendo niños más bellos que otros.
¿Eran Dios en su bondad o los genes que heredé de algún modo «capitalistas»? Eliminado el dinero y la especulación, ¿no seguirían nuestros apetitos sexuales las mismas leyes de oferta y demanda que supuestamente regían nuestro consumo? Podían abolirse todos los mercados, pero seguirá el mercado del sexo o del amor con sus niños de anteojos y frenillos, con sus niñas gordas salpicadas de huellas de peste cristal mal cuidada, caminando solas en el gimnasio. No tuve tiempo de responder esa pregunta. Pronto, demasiado pronto pienso, mis dientes se quebraron jugando handball. Mi cuerpo suspendido en el aire ¿cuántos segundos? Menos de uno, tiempo suficiente para ver mis dientes contra el suelo de asfalto, la sangre saliendo de mi boca de manera exagerada, creando un charco, un profesor llevándome de urgencia a la enfermería, los otros niños presenciando la escena, horrorizados, aterrados.
Suspendido en el aire, vi mi rostro ya desvirgado, liberado, espantado, extasiado de no tener que