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Hapa na sasa: Aquí y ahora
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Libro electrónico344 páginas

Hapa na sasa: Aquí y ahora

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«Ahora que la desinformación y las noticias falsas constituyen un riesgo gravísimo para la calidad de la democracia y para nuestra convivencia, resultan más importantes que nunca los testimonios veraces de quienes defienden los valores más nobles. Hay demasiada manipulación de los datos en un contexto de exceso de información con un grave déficit de formación y de conocimiento riguroso».    
   
   
Del prólogo de Cristina Narbona.
Hapa na sasa. Aquí y ahora es un libro autobiográfico de un explorador contemporáneo, pero al más puro estilo romántico. En sus páginas descubrirás una historia de superación, de amor por la naturaleza y de pasión por la vida que te llevará a recorrer medio mundo de la mano de uno de las naturalistas más importantes de nuestro país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2022
ISBN9788419174680
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    Hapa na sasa - Luis Miguel Domínguez

    Vallecas, años 60

    Nazco en 1963, y para que os hagáis una idea de cuál era el ambiente natural que nos rodeaba por aquellos años, aporto aquí una noticia publicada en el diario ABC en las navidades del año siguiente a mi nacimiento: «Una loba en el Puente de Toledo. 1964».

    Esta narración comienza con la hazaña de una lobita que llegó en su caminar hasta el mismo centro de la ciudad de Madrid, en pleno siglo XX, pienso que aprovechando la naturaleza ribereña del río Manzanares, por entonces salvaje y no canalizado, y en busca de un posible bocado que llevarse a las fauces de entre la carroña desdeñada a diario en el Matadero de Legazpi, muy cerca de donde encontró la muerte y donde abundaba la carne.

    Al leer la noticia publicada por la prensa de la época ya te habrás dado cuenta de dos cosas: por una parte, el final sangriento de su epopeya y, por otra, el tono hiriente, torcido y alarmante de la redacción. Aquella navidad de 1964 yo tenía un año de edad y a escasa distancia de mi Vallecas natal, a tiros se iba a postergar el reinado del lobo ibérico en la provincia de Madrid por varias décadas. Ese era el ambiente en toda España acerca de su fauna silvestre y contra él he escrito este libro.

    Imagen

    ABC, 27 de diciembre de 1964.

    Yo crezco en el seno de una familia trabajadora del Puente de Vallecas. En aquel Madrid de pueblo todos provenían de diferentes comarcas de España. Y estoy seguro de que ese fue el germen de mi vocación naturalista y sobre todo de mi interés por la diversidad cultural. De hecho, tengo la sensación de pertenecer a la última generación que disfrutaba en los periodos vacacionales de un esencial contacto con la naturaleza, gracias a que nuestros padres o madres eran de pueblo y por lo general todavía mantenían casa o posibles en distintos rincones de España.

    Por todo ello, cuando me preguntan si yo soy de pueblo contesto instintivamente casi que sí, sabiendo que no es literal pero tampoco mentira porque, aunque existe el pueblo de Vallecas, yo no vivía allí. Yo vivía en el Puente de Vallecas, es decir, un barrio de la capital, pero con un fuerte sabor a pueblo.

    El barrio de Puente de Vallecas lleva ese nombre por el famoso puente proyectado y construido por Pedro de Ribera sobre el arroyo Abroñigal. La entrada a la capital por medio de la carretera de Valencia tuvo una gran influencia para el establecimiento de locales comerciales y viviendas durante el siglo XVIII. Al respecto recuerdo aquí un detalle muy interesante. Hasta el día de hoy, cuando mi madre se refiere a «la Carretera», en realidad se trata de la Avenida de la Albufera, seguramente por donde mis abuelos maternos, o sea sus padres, en plenos años 50 llegaron a la ciudad de Madrid desde la provincia de Toledo, y como ellos miles de pueblerinos de toda España que encontraron en Vallecas sus hogares. Además de con sus costumbres, llegaron portando con ellos sus estilos arquitectónicos, que en ocasiones aplicaban de noche para que nadie los viera construir las casas y no llegaran posteriormente los correspondientes impuestos.

    Y así se construyó entero el Pozo del Tío Raimundo y Las Palomeras y buena parte de Entrevías, generando así una fisonomía arquitectónica muy representativa de todas las regiones de España. Por ejemplo, todas las primaveras la fachada interior de mi casa se jalbegaba con cal como en cualquier pueblo de Castilla La Mancha, Extremadura o de Andalucía, y mi madre y las vecinas se sentaban todos los atardeceres a la puerta de casa a coser, desarrollando así unas dotes artesanas de honda raíz, ya que hacían maravillosas mantelerías al estilo de Lagartera. Era una belleza contemplarlo mientras los cachorros jugábamos en un ambiente verdaderamente humanizado y cálido, liderado sobre todo por tía Clement que, junto a su marido, el tío Quico, formaban un paradigmático matrimonio de todo lo aquí expuesto, de agricultores llegados a la ciudad desde el toledano municipio de Las Herencias. Aunque eran los vecinos más apegados a mi familia, yo los sentía como los abuelos que no pude tener, pues murieron muy jóvenes todos ellos.

    De tía Clement aprendí por vía de la tradición oral todo tipo de chascarrillos, frases y refranes que aún hoy me acompañan trufando mi prosodia de experiencias mundanas en el fondo y en la forma. Ella era una persona de grandes dotes narrativas, realmente inolvidable y con un sentido del humor popular y certero. Recuerdo cómo me explicó un día que en su tierra denominaban a las encinas «médicos de verano», al convertirse sus copas sombrías y frescas, cuando el sol apretaba, en refugio para los labradores desfallecidos que segaban por entonces con hoz y a mano. Definición que no he vuelto a oír jamás y que me parece de una delicadeza maravillosa. En otra ocasión, estando ya tío Quico muy malito aquejado por un cáncer, le pregunté a ella por su salud y me dijo con la rapidez de una bala: «Bien, hijo, el tío Quico está bien, todavía lava a mano», dándome a entender con cara de pilla que aún se masturbaba y por tanto que no parecía irse a morir muy pronto. Lo recuerdo ahora, cuarenta años después, para todos vosotros, y me parto con esta lección de cultura popular que tanto agradezco.

    Por la tarde, a veces, al volver del colegio ejercía la labor de escribano para mi madre, con el consultorio de Elena Francis de fondo, a través de una de aquellas radios gigantes de válvulas, tela y madera y la evocadora sintonía de Glenn Miller con su «Indian Summer». Mi madre me dictaba las cartas que enviaba a su hermana Carmen y a su cuñado Aniceto, que eran emigrantes en Alemania. No olvido cómo siempre, sin ser especialmente religiosa, pero por tradición, me obligaba a encabezar la misiva con una cruz que yo pintaba a boli. Y qué decir de los sobres de correo por avión con esas franjas de colores como las del Barber Pole de las barberías en el canto. Ella lo hacía porque según decía mi caligrafía era mejor que la suya, pero la verdad, es que a mí me hacía feliz ayudarle y me hacía sentirme importante y mayor. Aquellas tardes, mi madre siempre se emocionaba y lloraba recordando a su hermana, pero yo estaba a su ladito para consolarle.

    Cada día, nuestros sentidos se veían agasajados por el olor que desprendían las perolas de Magdalena o Feli, las vecinas de abajo, y que en el fuego cumplían toda una función tribal consistente en sincronizar los jugos gástricos de la comunidad; y también los trinos de los canarios, que en todas las casas menos en la mía, pues nunca nos gustaron los pájaros enjaulados, cantaban sus letanías de cautividad sonora y musical, otorgándole al ambiente una cierta melancolía casera y colorista.

    Las estaciones iban pasando y yo las disfrutaba todas: crudos inviernos de nieve y sabañones, a veces con la necesidad de abrirnos paso a palazos entre la nieve acumulada en la galería para poder ir al colegio y de bolsas de agua caliente en la cama cada noche; y como contraste unas noches de verano ardientes como teas. Recuerdo escuchar en alguna de los meses de julio o agosto el grito de la guerra más divertida desde mi cama: «¡Aquí no llega, la manga riega!», que provocaba así a los empleados del Ayuntamiento que venían cada noche a regar las calles y que en ese mismo momento se dedicaban a hacer tiro al blanco en todos y cada uno de los osados sonámbulos incapaces de pegar ojo y que en ropa interior bajaban a la calle a refrescarse. Con frecuencia, toda esta fiesta se veía interrumpida con la aparición del sereno, que con su chuzo de recia madera gallega, solía abortar la operación para que aquello no se desmadrara. Muchas veces pienso que las batallas navales tan populares hoy en Vallecas, como parte de la celebración de la Virgen del Carmen, tuvieron su origen en aquellas noches de calor agobiante en las que los seres humanos reclamaban mayor calidad de vida y fresquito en verano.

    Era una vida de barrio y hermandad. No teníamos entonces ni un duro ni tampoco centro de salud, pero para esas cuestiones importantes gozábamos de otro espacio de nombre más entrañable y bello, la Casa de Socorro.

    Cuando las grullas pasaban en su nomadeo por Europa, con sus trompeteos retumbando en las esquinas del cielo, o llegaban los vencejos de África, yo los veía a todos, pues una amplia franja de cielo estaba a mi disposición, ya que no había edificios que me encajonaran.

    Entre aquellas cuatro paredes se fue forjando mi espíritu naturalista y científico. Recuerdo que mi habitación parecía un osario, pues no había salida al campo que no me reportara un regalo en forma de cráneo o pluma, y para mí exhibirlos era un orgullo, de manera que siempre tenían un hueco en mis paredes.

    Al respecto, lo mejor fue cuando mis padres consideraron que yo ya era mayor para dormir en la misma habitación que mis hermanas, y se sacaron de la manga una habitación para mí, pues no había superficie posible y a costa de reducir aún más el angosto pasillo le ganaron unos centímetros, que con la ayuda de un tabique se convirtió en una habitación, donde la cama formaba parte de un mueble plegable. Yo ya cerraba mi puerta y tenía a mi disposición un lugar exclusivo en el universo. Un mundo propio. Para mí, era una gozada analizar antes de cenar las egagrópilas recogidas en el campo: esas bolas de pelo y huesos que regurgitan sobre todo las rapaces nocturnas después de hacer la digestión. Con una lupa y mis claves de teriología yo ya era capaz de saber cuál era la alimentación de esa pareja de lechuzas que yo tenía controladas. Me hice un experto en micromamíferos, a los que identificaba por el número de alveolos que presentaban sus microscópicos maxilares. Cada hueso que entraba en casa era primero hervido con lejía y luego blanqueado con agua oxigenada. Después me metía en la cama muchas veces con la linterna de petaca y con la colcha me hacía una tienda de campaña en la que me quedaba hasta altas horas de la madrugada, aprendiéndome los nombres científicos en latín o griego del reino animal, con todos los libros que tuviera a mi disposición. Además, así si mi madre abría la puerta, pensaba que yo ya dormía, o eso creía yo.

    Y así íbamos viviendo mis tres hermanas, mis padres y yo en una casa de unos cuarenta metros cuadrados, pero con horizonte, aunque con tabiques tan finos como el papel de fumar, a través de los que se oía todo. Y es que en realidad todo eran secretos a voces en mi barrio. Aprovecho la ocasión para disculparme con mis vecinos, pues mi pasión por la percusión hizo que los reyes magos un año me trajeran unos bongos Honsuy con los que no paré de ensayar Entre dos aguas, de Paco de Lucía, hasta que le cogí el tranquillo a la rumba del maestro.

    Hasta que fui bien mayorcito no pude tener habitación propia, por tanto, pertenezco a la generación del sofá cama, eso quiere decir que si venía algún invitado a casa yo no podría acostarme hasta que no se fuera. Por otro lado, mis padres conocían muy bien mi pasión por los bichos y no dudaron en ponerme el póster de un elefante africano en pleno salón, cosa que siempre les agradeceré. Aquel Loxodonta africana presidía todas las celebraciones familiares.

    Luis, mi padre, era representante de productos cárnicos, y portaba un maletín con un aroma a chorizo que me hacía la boca agua cuando pasaba cerca de mí. En él, el señor Domínguez, como todos le llamaban, guardaba las muestras que le ayudarían a vender por los mercados de Madrid. Tuvimos por ello el privilegio en casa de probar antes que nadie de nuestro entorno el fuet, ya que mi padre fue el que introdujo en el mercado de Madrid esta delicatessen catalana. La noche anterior al día en que mi padre iba a salir a venderlo en la plaza de Madrid, por vez primera, cortó unas rodajas muy finas y como quien da la comunión, subido a una silla y conocedor de su condición de prócer, nos fue regalando a mi madre, a mis hermanas y a mí esa novedosa textura de sabor harinoso desconocido. Y lo mismo con los quesos más diversos de España y Europa, ya que en la familia éramos expertos en distinguir una sarta de una vela o longaniza, y por supuesto el valor del cerdo ibérico por encima de otros sin pedigrí. Distinguíamos a la primera un roquefort de un queso azul danés, aunque nuestra economía, como la del resto de los españoles, nos hiciera prohibitivo ese catálogo de productos en el menú del día.

    Durante un tiempo mi padre fue el jefe de ventas de la marca de embutidos de Girona Casademont. No paró de trabajar en toda su vida, vestido como un pincel y con los zapatos más limpios que nunca he vuelto a ver calzar a nadie. En colaboración con mi madre tiró del carro familiar siempre con estrecheces, aunque nunca nos faltó de nada y mi vocación fue siempre respetada, atendida y potenciada. En verano casi siempre era imposible descansar, pues faltaba el dinero necesario y recuerdo a mi madre en el pasillo de casa con el teléfono góndola de color rojo hablando con mis tías que sí se iban siempre de veraneo y cerrando la conversación con un lacónico «bueno, pues daros un bañito por nosotros…», lo cual a mí me sentaba como una patada.

    De cómo me convertí en un niño ganzúa

    Siempre tuve en aquellos años un sobrenombre relacionado con mi aspecto físico, me llamaban el Chichitas, y es que yo era muy delgadito, lo que iba a poder ser aprovechado por todo el vecindario en uno de los capítulos más extraños pero más entrañables de mi vida.

    La casa en la que vivíamos era una corrala y la galería era lo más importante, pues en ese corredor techado realmente hacíamos la vida, en contacto con el aire libre. Todas las casas tenían ventanas interiores que daban a la corrala y todas esas ventanas estaban protegidas con unas rejas más o menos artísticas al gusto y origen de cada familia. No sé en qué momento, pero recuerdo perfectamente que me acabé especializando en abrir las puertas de todos mis vecinos.

    Todo comenzaba con un grito, fuera a la hora que fuera: «Eugenia, ¿está el Chichitas?». Alguien preguntaba por mí por el patio común a mi madre. Yo ya sabía inmediatamente lo que eso suponía, una gran concentración por mi parte y respirar hondo. Minutos después, cuando yo salía de mi casa, era jaleado y muy bien recibido por todos, una sensación muy bonita, la verdad, como un héroe de la antigua Grecia al volver a la polis después de haber acometido una importante batalla. Y eso antes de actuar, así que ya puedes imaginar cuántos parabienes habría después de mi actuación.

    Casi siempre los hombres más forzudos de la casa, los hijos de la señora Clement, que trabajaban en el matadero de Legazpi y lo mismo levantaban un buey con una mano que un hacha como si fuera una pluma, se encargaban de estrujar el hierro de las rejas de la ventana elegida hasta combarlo y abrir el hueco necesario para que yo metiera la cabeza. Luego, el resto de la operación ya era pan comido para mí. Mi padre, con la ayuda de alguien, me cogía en volandas hasta que mi cabeza y mis hombros atravesaban como un ariete el entrerrejado y luego yo ya me apañaba, empujando si es que afortunadamente se habían dejado la ventana abierta por dentro, pues había un momento agobiante cuando había pasado la cabeza y entonces no había marcha atrás. Ya me concentraba para hacerme un hueco y entrar en la casa.

    He de decir, para que nadie se llame a engaño, que esto ocurrió muchas veces, pero solo cuando un golpe de viento había cerrado de golpe una puerta o cuando un descuido había dejado las llaves dentro y la familia fuera de casa. O sea, era un servicio a la comunidad por mi parte por el que nunca acepté propina alguna y mis padres mucho menos. Recuerdo cada vez que salía abriendo la puerta de una casa que no era la mía, una gran satisfacción, y los aplausos de mis vecinos formados de manera espontánea en una especie de pasillo triunfal en mi honor. Hoy en día un montón de impedimentos legales imposibilitarían una historia heroica y casera tan tierna como esta, que retrata una época con realismo mágico del bueno.

    La flor del pan

    Mi casa estaba en la avenida del Monte Igueldo 77, justo encima de una tahona llamada La flor del pan. Eso hizo que mi niñez y juventud estuvieran aderezadas por un aroma a la madre de la masa, realmente delicioso. Recuerdo de aquello, además de fogonazos en la pituitaria, algo aún más social: los trabajadores de la tahona se incorporaban a su puesto de trabajo justo cuando nosotros nos íbamos a dormir, y por tanto durante toda la noche eran como ángeles de la guarda llevando a cabo el milagro del pan nuestro de cada día.

    Todo en mi barrio era así, una alegre mezcla de sacrificio y esfuerzo. Un ambiente obrero muy inspirador para un niño que veía prosperar a la peña, a pleno pulmón y con mucho esfuerzo. Yo creo que por ello soy clasista, y mucho. Clasista de abajo arriba y no de arriba abajo, como siempre suele mirar el clásico clasismo.

    Tengo muy claro desde siempre que la vida no otorga las mismas oportunidades a todos, y no se puede vivir sin ser conscientes de ello. Digamos que me considero un hombre de izquierdas en defensa propia y conmigo no va el «sálvese quien pueda». No sé si soy rojo o azul, pero en todo caso más interesado de siempre por lo común, general y colectivo que por lo estrictamente privado y particular. Desconfío a la vez que me dan arcadas de las personas que dicen ser apolíticas, sencillamente porque el mero hecho de autodenominarse así ya es un acto político, y esto me parece especialmente sangrante en el ámbito de la defensa de la naturaleza. ¡Cuántas veces he tenido que oír que esa cuestión no es ni de derechas ni de izquierdas!, mientras los poderes asentados en la pura derecha neoliberal destrozaban inexorablemente los ecosistemas.

    En aquellos años, un momento ideal para examinarte de ideología en la vida cotidiana era la celebración del Primero de mayo. Durante demasiados años, la actualidad tramposa nos hizo creer que la represión franquista solo se dio en País Vasco y Cataluña con mayor virulencia. Mentira cochina, pues Vallecas fue siempre un barrio maldito y maltratado. Yo recuerdo, por ejemplo, a los antidisturbios de la Policía Armada a primera hora de la mañana, posicionándose en todos los tejados que rodeaban nuestra casa, muchas horas antes de que en la tarde noche tuviera inicio la manifestación, en un ambiente denso y tenso, y con el aire revolucionado y con olor a cebolla por los botes de humo.

    Recuerdo que un año, ya de noche, apareció de pronto mi padre portando su maletín con olor a chorizo en mitad de aquella batalla campal que se había montado en mi calle. Estaba claro que ese currante de punta en blanco se iba a llevar un buen revolcón y mi madre, mis hermanas y yo estábamos viéndolo todo desde la ventana de casa. Efectivamente, los grises nos dieron a todos un buen susto, pues después de pedirle la documentación a mi padre le frieron a porrazos. No olvido el contacto puntiagudo de las cachiporras, como así las llamábamos, en la boca del estómago de mi padre, cosa que me encabronaba a gran velocidad, pues pensaba yo en las consecuencias que todo ello tendría en su salud, ya que siempre estuvo aquejado de una úlcera de duodeno que no le dejaba vivir en paz. El objetivo de aquellas operaciones policiales exacerbadas evidentemente estaba cumplido: sembrar el miedo en territorio comanche y es que, con seguridad, evidentemente todos nos iríamos a la cama temblando y llorando, muertos de miedo.

    Pero a pesar de ello, el corazón civil de mi barrio funcionaba como un reloj. Por ejemplo, en mi misma calle recuerdo los siguientes comercios de proximidad, siempre en marcha y casi organizados por gremios como en una ciudadela medieval.

    Para empezar, la panadería justo debajo de casa, primero regentada por Conchita, una mujer muy agradable de la que destacaría sus delantales siempre inmaculados a juego con la limpieza que aportaba aquel mostrador de mármol con volutas como si se tratara de un altar pagano, pura tahona. Años después llegó la alegría de la huerta, Manoli, de la que es difícil olvidar sus turgentes pechos y su simpatía. Una especie de estanquera de Amarcord mucho más delgada y proporcionada, con gran pechonalidad también, pero a la vallecana.

    En la misma acera, puerta con puerta, la bodega jalonada con esas tinajas de barro esmaltadas en rojo coral y los sifones en fila sobre el mostrador de madera y zinc, tecnología punta de la época. Allí iba yo, mandado por mi madre, a por vino embocado, aunque nunca supe lo que era; y a llevar siempre en una bolsa aparte los recipientes de cristal ya usados, en un acto tan natural como responsable de reutilización en aquella España en la que aún no sabíamos la teoría de la economía circular, aunque la practicáramos con gran dedicación.

    Más allá, a la entrada del descampado en el que todos los veranos se instalaban como balas de cañón las sandías, estaba la frutería de la Ruperta y la lechería del señor Candi, al que primero le comprábamos la leche a granel, en nuestras lecheras de latón, hasta que aparecieron mucho antes que el tetra brik las bolsas de leche y las botellas de cristal Clesa. Me recuerdo entrando solemne como a un museo a la tienda de ultramarinos del señor Matías, una persona muy agradable y guapa, con un guardapolvo blanco y unas cajas circulares de madera a la entrada, donde las sardinas y arenques se presentaban como ruletas de la fortuna, y en los estantes, colecciones policromadas de conservas en latas realmente preciosas, especialmente las decoradas con motivos marineros.

    El momento mágico para alguien como yo era la compra de fideos de cabellín. Impresionante el sonido de esa pasta tan delicada al estallar estrujada sobre el papel de estraza y todos aquellos procesos de una especie de bricolaje del día a día que se llevaban a cabo en esos establecimientos y que a mí me fascinaban por la exactitud en la ejecución. En este sentido, recuerdo aquí el corte manual del bacalao en salazón con esa especie de guillotina que sonaba con sus golpes secos a eficacia. Pero la gran fiesta para mis sentidos estaba en el momento de moler café. Allí había unos grandes recipientes de cristal con tapadera donde volcábamos el café en grano que a mi madre periódicamente le traía mi tía Micaela de Entrevías de estraperlo, por sus contactos con Portugal y sus colonias cafeteras. El aroma envolvía toda la tienda en décimas de segundo y yo, que soy más de Cola Cao que cafetero, desde entonces no puedo resistirme a la carga nostálgica olfativa del café.

    Otro comercio icónico en mi panorama cotidiano era la carbonería del señor Joaquín, en la que mi madre hacía semanalmente un pedido de astillas y carbón que aquel hombre subía saco al hombro hasta el tercer piso donde vivíamos y con lo que cocinábamos y calentábamos el agua para bañarnos, gracias a una primitiva placa de hierro del estilo de las instaladas en todo el norte de España, desde el Bierzo leonés hasta Pirineos.

    Más allá estaba la peluquería entrañable de Tomás y María, establecimiento fundamentalmente de señoras y a donde a mí me gustaba acompañar a mi madre, porque mientras ella se peinaba yo jugaba con mi amigo Joseto, hijo de los peluqueros, y con su hermano Carmelo.

    Cierro este apartado dedicado a mi barrio con la mercería La Palomita y Curtidos Ramón, en dirección contraria y a donde jamás volví después de que mi madre me mandara en una ocasión a comprar ojetes para una costura suya del Burda. Me dio tanta vergüenza aquello, que nunca pude volver a atravesar aquella puerta.

    Franco muere

    De pronto Franco muere. Bueno tardó cuarenta años. Francisco Franco, ese ente que sobrevolaba nuestras vidas y que intervenía en ellas con omnipotencia y omnipresencia. Y mi padre decidió esa noche del invierno de 1975 ir a verle en el ataúd. Recuerdo aquella gran cola, en el silencio de la noche y amordazados todos por las bufandas y los malditos verdugos azul marino, pues hacía un frío criminal. Recuerdo también que dimos varias vueltas al Campo del Moro y otras tantas a los Jardines de Sabatini hasta llegar a la capilla ardiente instalada en el Palacio Real, a eso de las tres o las cuatro de la madrugada; pero cuando por fin me vi delante del féretro agarrado de la mano de mi padre, entendí qué cojones hacíamos allí sin ser franquistas. Estaba claro el objetivo: comprobar, por nosotros mismos, si realmente el Caudillo había muerto y verle la cara, algo que mis padres, en cuarenta años, no habían podido hacer jamás frente a

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