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Además de uno de los futbolistas con más talento y carisma del fútbol británico de todos los tiempos —en la memoria de muchos ingleses quedan sus hazañas deportivas, como la primera Copa de Europa que ganó el Manchester United en 1968—, George Best fue un enfant terrible que conmocionó al mundo del fútbol y a la sociedad británica de los sesenta y setenta. Atractivo, indómito, lenguaraz y mujeriego, Best levantaba pasiones tanto en las gradas de Old Trafford como en las calles y en la prensa. Apodado «el quinto Beatle»" por su estilo de vida disipado y largas melenas, Best tuvo una carrera fulgurante y errática que lo llevó de la fama a la ignominia en muy poco tiempo. Alcohólico contumaz a muy temprana edad, se arrojó a la noche, al juego y a las mujeres cual estrella del rock, lo que hizo añicos la que podría haber sido una carrera prolífica y lo llevó al ostracismo y a las puertas de la muerte. En un estilo confesional, crudo y a veces brutal, pero también apasionado y tierno, Best narra su durísima experiencia con el alcohol, las detenciones policiales y sus noches locas de vino y rosas, los accidentes de tráfico e infinidad de amantes, y cómo no, sus gestas futbolísticas más legendarias. George Best falleció en 2005 a causa de una infección pulmonar y fue enterrado en Belfast, su ciudad natal, en un funeral de Estado sin precedentes que congregó a más de medio millón de personas.
IdiomaEspañol
EditorialContra
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9788418282775
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    El mejor - George Best

    Capítulo uno

    Subiendo al monte

    CUANDO MI MADRE murió alcoholizada en 1978, me molestó y entristeció que multitud de periodistas se pusieran a fisgonear en nuestros antecedentes familiares, intentando encontrar cualquier motivo para explicar por qué había empezado a beber y por qué lo hacía yo.

    Al alcohólico no le hace falta ningún motivo para beber; aunque, naturalmente, había muchos factores en juego tanto en el alcoholismo de mamá como en el mío. Y por muy dolorosos que algunos resulten procuraré abordarlos en este libro tan honestamente como me sea posible, a pesar de que nunca me haya gustado airear los problemas familiares en público. Ni que decir tiene que me disgustó profundamente que los tabloides insinuaran todo tipo de cosas sobre mi madre en el momento en que intentaba encajar su muerte.

    Sí, mi madre había tenido sus problemas, como tantas otras madres, haciendo lo posible por criar a seis hijos en la Gran Bretaña de posguerra. Pero sus problemas con la bebida empezaron mucho más adelante, años después de que me hubiera ido de casa. Mis hermanos y hermanas lo pasaron peor, pero en mi caso todos mis recuerdos de infancia de mi madre son felices.

    Era una madre fantástica y crecer a su lado fue genial, de verdad que lo fue. Nunca teníamos un duro; ni nosotros, ni el resto de familias de los bloques de edificios de Cregagh, en Belfast, adonde nos mudamos cuando yo tenía tres años, y donde mi padre, Dickie, sigue viviendo, en la misma residencia familiar de antaño, en Burren Way, a día de hoy1. Yo nací el 22 de mayo de 1946, en el momento en que todo el mundo intentaba levantar cabeza después de la guerra, cuando el racionamiento era sinónimo de escasez en el suministro de los alimentos más básicos.

    Al igual que la mayoría de niños de la época, pasé mucho tiempo con mis abuelos, ya que tanto mi padre como mi madre tenían que trabajar para llegar a fin de mes. Mi padre tenía jornadas de horario continuo en una torneadora de hierro, en los astilleros de Harland and Wolff, así que nunca sabíamos cuando estaría en casa. Mi madre trabajó una temporada en la fábrica de tabaco Gallagher, donde también trabajaban muchas de las madres de mis amigos. Luego empezó a trabajar en una fabrica de helados, lo que alimentaría mi pasión por sus productos, aunque en realidad devoraría suficientes cantidades como para quitarme las ganas de comer helado de por vida, ya que me colaba en la cadena de producción siempre que me apetecía y me llevaba alguno. En el argot de Belfast lo llamábamos el saco y la oblea (o sea, el cucurucho y el barquillo según el vocabulario del resto de la humanidad).

    Los trabajos de media jornada de mi familia me tenían a dieta de golosinas, ya que una de mis tías trabajaba en un fish & chips y otra en una tienda de caramelos.

    Empecé a caminar, literalmente, con una pelota cosida a los pies. En una de las primeras fotografías que me sacaron aparezco a la salida de la casa de mi abuelo y abuela maternos, los Withers, con una pelota en los pies. Tendría unos trece meses. En realidad, lo de menos era qué tipo de pelota fuera (de plástico, de tenis), cualquiera que pudiese chutar me valía. En ocasiones, hasta me llevaba la pelota a la cama.

    Cuando empecé a estudiar en la escuela de educación primaria de Nettlefield, que quedaba cerca de casa de la abuela Withers, regresaba a toda prisa a la hora de comer a por una rebanada de pan tostado y una taza de té, y cinco minutos después estaba otra vez en el patio del colegio chutando el balón. Repetía idéntico ritual al salir de clase. Y el pan estaba tostado solo por un lado porque los abuelos usaban un pequeño fogón eléctrico, y en cuanto el pan se tostaba por un lado lo apagaban para ahorrar electricidad.

    Años después, la señora Fullaway, la casera de mi residencia cuando jugaba en el Manchester United, se me quedó mirando un día con cara de preocupación y me preguntó: «Te pongo la mantequilla en el lado derecho de la tostada, ¿verdad? En la parte tostada, ¿no?».

    En vista de que mamá y papá trabajaban todo el santo día, no los veía hasta la noche, cuando, a menudo, invitaban a amigos a jugar a las cartas, que es lo que solía hacer la gente antes de la llegada de la televisión. Yo me sentaba y los observaba durante horas. No entendía cómo se jugaba, pero me fascinaban las cartas en sí mismas; sus colores, y sus figuritas, que eran ligeramente inquietantes. Me quedaba mirando durante horas hasta que caía dormido, que era el momento en que mi madre se excusaba durante unos minutos de la mesa de juego y me llevaba a cuestas hasta la cama.

    Sin embargo, siempre que me llevaba escaleras arriba me despertaba; y después de rogarle un poco, me permitía bajar veinte minutos más. Mamá era muy guapa, aunque también era la más dura de los dos. Papá, en cambio, era tan relajado que jamás se le hubiese pasado por la cabeza ponerme un dedo encima. Mamá era también muy tranquila, pero cuando me pasaba de la raya me obsequiaba con lo que llamaba «una buena tunda», que consistía en abofetearme el dorso de las piernas.

    Estaba tan flaco que al final terminaba lastimándose ella más que yo: era puro hueso. Y antes de azotarme tenía que pillarme, porque en cuanto sabía que se avecinaba una tunda subía corriendo las escaleras y me acurrucaba debajo de la cama en forma de ovillo para que no pudiera atraparme

    Mi hermana Carol nacería solo un año más tarde, y cinco años después llegaría mi hermana Barbara. Siempre tuve una estrecha relación con Carol, supongo que porque solo nos llevamos diecisiete meses. Carol no compartía mi amor por el fútbol; en aquella época, no era realmente cosa de chicas. Pero solíamos hacer el tonto un montón juntos, en casa, donde nos peleábamos de broma y nos tirábamos de los pelos a menudo, lo normal entre un hermano y su hermana.

    Un día, sin embargo, la cosa se salió un pelín demasiado de madre, y Carol me aflojó un guantazo en el plexo solar. Fue un puñetazo del que Lennox Lewis se hubiese sentido orgulloso, y me dejó sin respiración durante uno o dos minutos. Carol se quedó completamente aterrorizada, se convenció de que me había matado. Sigue comentando el incidente a día de hoy.

    Carol ha seguido los pasos del abuelo Withers, no solo como la religiosa de la familia, sino también como su cabecilla, por así llamarla. A la muerte de mi madre, se responsabilizó de cuidar de papá, limpiar la casa y cocinarle. Y cuando alguien en la familia está en apuros, Carol es la primera a quien llaman. Es como si tuviera el don de la espiritualidad, esa tranquilidad, y jamás habla mal de nadie. Ahora vive al lado de mi casa, así que siempre estamos entrando y saliendo el uno de casa del otro, y es posible que nuestra relación nunca haya sido tan estrecha.


    Mi abuelo paterno, James «Scottie» Best, vivía justo al lado del Oval, el campo de fútbol del Glentoran. No hay que olvidar que crecí en una época en la que hasta el fútbol estaba dividido por motivos sectarios; y supongo que, en realidad, lo sigue estando a día de hoy. Entonces, si eras protestante eras del Linfield, y si eras católico eras del Glentoran, o los Glens, como les llamábamos. Nuestra familia era protestante, de la Iglesia Presbiteriana Libre del Ulster, para ser exactos, pero comoquiera que el abuelo Best vivía al lado del Oval, me hice de los Glens.

    Casi todas las semanas iba con mi padre o mi abuelo o con algunos amigos, y me quedaba junto a la entrada del Oval. Era lo que se hacía entonces, te quedabas junto al molinete giratorio de las taquillas y esperabas a que apareciera algún adulto y te alzara en brazos. Los Glens atraían a muchísimo público en aquella época, la guerra había dejado a los aficionados muertos de hambre deportiva, y los adultos nos pasaban en volandas, como si viajáramos en una cinta transportadora, hasta primera fila. Yo no tenía ningún conflicto religioso. A fin de cuentas nadie llevaba bufandas, y todavía tendrían que pasar cuarenta años para que llegara la moda de vestir la camiseta de tu equipo. Como mucho llevabas la escarapela de tu club.

    Mamá y papá nunca fueron tan religiosos, pero el abuelo Withers sí lo era y, como muestra de respeto, íbamos todos juntos a misa los domingos. Los adultos iban a la misa de la mañana y los niños íbamos a catequesis por la tarde, y yo me lo pasaba pipa. Me encantaba cantar y leer la Biblia, y todavía rezo de vez en cuando, a día de hoy. De hecho, a mi llegada al Manchester United, por las noches, antes de acostarme, solía arrodillarme junto a la cama y rezaba. A la salida de la iglesia, la familia entera se reunía para merendar. Había ensaladas, patatas y las tartas caseras de la abuela Withers.

    Con permiso de las patatas, las tartas eran el alimento básico de todas nuestras familias. La especialidad de mi madre eran las tartas de manzana, aunque en Halloween también solía hornear sus deliciosas manzanas caramelizadas. Cuando regresé a vivir a Irlanda, le pedí a Carol que le diera la receta a Alex, aunque todavía es hora de que prepare alguna. Mi madre era un no parar, ya que tenía que hacer auténticos malabarismos para compaginar sus ocupaciones como ama de casa con su trabajo. Algunas veces no regresaba hasta las diez de la noche, cuando, por supuesto, estábamos ya todos acostados. Pero le escuchábamos limpiar las ventanas. Tenían unos enormes mangos de cobre por la parte de afuera, y ella se asomaba con un trapo y una lata de Brasso a las diez de la noche y los limpiaba.

    Cuando el verano era caluroso, en la fábrica de helados no daban abasto, y a mi madre le tocaba trabajar los domingos, algo que el abuelo Withers no veía precisamente con buenos ojos. Durante el verano, mi padre le preparaba pasteles de pollo, uno de los platos favoritos de mi madre, y luego se los calentaba, los envolvía herméticamente para que no se enfriaran, pedaleaba hasta la fábrica de lácteos y se los entregaba en mano. Aquella bicicleta la amortizamos de verdad, y nos vino de perillas. Cuando sus respectivas jornadas laborales se solapaban, mi madre se iba a hacer su turno de día en bicicleta, y en cuanto regresaba a casa mi padre le tomaba el relevo y pedaleaba hasta el astillero para trabajar el turno de noche.

    Durante las vacaciones de verano, nos íbamos a la cabaña que la abuela Withers tenía en Crossgar, que queda en la orilla opuesta del lago Strangford, cerca de donde Alex y yo vivimos ahora. Mi tío, George Withers, que es un año menor que yo, y mi primo Louis, el hijo de la hermana de mi madre, también solían venir, así que formábamos un triunvirato inseparable de chavales. Había un viejo granero en la parte posterior de la cabaña de la abuela, adonde nos escaqueábamos los tres a zurrarnos de lo lindo. Nosotros nos emocionábamos y los llamábamos combates de boxeo, aunque básicamente eran batallas campales. Había un escarpado barranco que discurría montaña abajo, desde la cabaña hasta la carretera principal, y me encantaba bajarlo corriendo a toda pastilla, e incluso subirlo luego, aunque bastante más lento.

    No había electricidad ni lámparas de aceite, todas las lámparas eran de gas, pero teníamos un gran fogón de leña que mantenía la casa caliente. A pesar de las carencias, la vida allí era genial. Nos despertábamos antes de que saliera el sol, metíamos a las vacas en los establos para ordeñarlas, y luego recolectábamos los huevos frescos de las gallinas, todo un lujo después de la escasez que reinaba en Belfast. También ayudábamos a empacar las balas de heno; estábamos hechos todos unos chavalotes de campo. Por si fuera poco, el granjero de al lado tenía un burro en un campo, y solíamos montarlo y dar trotes. Al terminar el día, estábamos completamente reventados, aunque hambrientos como limas.

    Nuestra cena consistía en un plato de patatas aderezado con el pan y los pasteles caseros de mi abuela. Así era Irlanda entonces: las patatas eran el alimento básico, el único que todo el mundo podía permitirse. Al menos, no solo había de sobra, sino que hasta se organizaban competiciones para ver quién podía zamparse más. Juraría que sigo siendo el plusmarquista con un total de veintitrés.


    No recuerdo haber ganado nunca un solo chavo legalmente, pero tenía mis métodos para conseguirlos de estraperlo y mantenerme dulcemente provisto. Mi madre coleccionaba monedas de seis peniques, calderilla, en una vieja botella de leche que escondía debajo de la pila de la cocina. Las monedas eran un pelín demasiado grandes, de manera que mi madre limaba el interior de la botella hasta que las monedas podían quedar embutidas. No tengo muy claro cómo planeaba vaciarla, quizá rompiéndola. El caso es que después de unas pocas tentativas, ingenié un mecanismo para extraerlas. Solo me llevaba una cada vez que lo hacía, con sumo cuidado, para que no se diera cuenta; y aunque solo fuera una, las monedas de seis peniques te duraban una eternidad en aquella época.

    Yo era un pequeño bellaco en toda regla, aunque todo parecía bastante inocente en aquel momento. Sin embargo, siempre me encantó tramar gamberradas. En el colmado del barrio vendían galletas en grandes tarros de cristal, y justo antes de la hora del cierre, te regalaban las que estaban despedazadas, las que no se podían vender, envueltas en una pequeña bolsa de papel; la bolsa dulce, la llamaban. Así que mis amigos y yo nos dejábamos caer cinco minutos antes de que cerraran, fingíamos estar echando un vistazo y nos dedicábamos a romper las galletas. De regreso a casa pasábamos junto a un casoplón que tenía un enorme manzano cuyas ramas colgaban sobre la fachada y robábamos un par para condimentar las galletas. Por la noche, solíamos pasarnos por el fish & chips del barrio, que se llamaba Eddie Spencer —y que curiosamente sigue abierto—, y Eddie nos regalaba las sobras de la freidora.

    En esa época, también empecé a coleccionar sellos. Cuando estaba sin blanca los robaba de Woolworths. Y, cómo no, tenía un método. Me hacía con seis o siete paquetes para admirarlos, y acto seguido los dejaba caer deliberadamente al suelo. Entonces el dependiente de la tienda se aproximaba y le decía: «No se preocupe, ya los recojo yo», y reponía solamente cuatro o cinco de los paquetes. Obviamente, sucedió mucho antes de la llegada de las cámaras de seguridad, de manera que no hacía falta ser un genio de la delincuencia para salirte con la tuya en hurtos de esa índole.

    También ayudaba a un repartidor que conducía una furgoneta y vendía frutas y verduras, con lo que me sacaba cuatro perras. Y los viernes por la noche recolectaba el dinero de los suscriptores del quiosco del barrio que pagaban por recibir el periódico a domicilio. Aquel también sería un negocio lucrativo, habida cuenta de que los clientes solían pagarme con quince peniques una cuenta que costaba catorce. Entonces fingía registrar mis bolsillos para darles el penique de cambio, hasta que les decía: «Lo siento, no me quedan peniques sueltos. Se lo doy la próxima semana».

    Sin embargo, jamás lo hice, y noventa y nueve de cada cien veces la gente se olvidaba. Si conseguía engatusar a veinte personas, cuando terminaba el turno de noche me había embolsado veinte peniques, lo que equivalía a un poco más de una moneda de seis centavos. Lo mejor era cuando alguien se olvidaba de pedir el recibo: entonces me embolsaba quince peniques de una tacada. Nunca me explicaré cómo es posible que nunca me pillaran.

    En verano, me gastaba mis fraudulentas ganancias en la feria del barrio. Ver cómo llegaba al pueblo y se instalaba junto a Cregagh Road, en Dallywinkers Lane, un marco incomparable, era uno de los acontecimientos del año. Ni que decir tiene que el dinero de un niño no dura demasiado en un lugar tan excitante como una feria, de manera que cuando nos quedábamos sin blanca —lo que sucedía a los cinco minutos de haber entrado— pasábamos al siguiente trapicheo. A mí me encantaban los tenderetes Hoopla porque podías ganarte un premio, y decidimos comprobar qué posibilidades teníamos de inclinar la balanza a nuestro favor yendo armados con un gran palo con un gancho. Entonces, mientras algunos nos quedábamos distrayendo al feriante, los otros disponían de unos segundos para intentar pescar algo.


    Gracias a la magia de la televisión, me enamoré de otro equipo de fútbol, los Wolverhampton Wanderers.

    Después de ascender a Primera y proclamarse campeones de Liga en 1954, los Wolves se midieron con algunos de los mejores clubes del mundo, en partidos disputados bajo el alumbrado artificial de su estadio, el Molineux. En esa época, todavía no se celebraban las competiciones europeas oficiales, así que los encuentros eran algo más que partidos amistosos. Enfrentaban a Gran Bretaña contra el resto del mundo, y se jugaban tan en serio que eran retransmitidos en directo por televisión, lo cual era inaudito cuando se trataba de choques que no fueran internacionales. Lo que resultaba todavía más inaudito es que se trataba de partidos disputados entre semana e iluminados, algo que también era toda una novedad por aquel entonces. A pesar de que ya existía una forma de alumbrado bastante rudimentaria en 1878, la versión moderna solo se puso en práctica en la temporada 1951-52, y todavía era una rareza cuando empecé a ver jugar a los Wolves, el primer equipo de fuera de Irlanda del Norte al que vi por la televisión. Fue amor a primera vista.

    En nuestra casa no teníamos televisor, de manera que cuando me enteraba de que había partido, salía fuera y me ponía a chutar el balón contra la fachada de la casa de mi vecino diez minutos antes de que empezara el encuentro. Mi vecino se llamaba Harrison, y naturalmente, me escuchaba chutar la pelota contra su fachada. También sabía que el fútbol me chiflaba. Me dejaba sudar hasta el inicio del partido, cuando abría la puerta de su casa y me decía despreocupadamente, como si se le acabara de ocurrir la idea: «¿Te apetece entrar y ver el partido conmigo?».

    Yo me plantaba en su casa en un santiamén. Sin embargo, cuandoquiera que los Wolves jugaban de nuevo por televisión, repetíamos toda la parafernalia como si fuese la primera vez.

    El señor Harrison solo tenía un pequeño televisor en blanco y negro, y las unidades móviles televisivas usaban probablemente una sola cámara, a diferencia de los cientos con las que cuentan a día de hoy. Pero cuando los Wolves jugaban contra clubes como el Spartak o el Dinamo de Moscú, era como si jugaran contra extraterrestres. Para nosotros, los rusos eran como los hombres del saco, equipos que bien podrían haber aterrizado en el Molineux desde otro planeta. Y pese a todo, jugaban contra los Wolves por televisión.

    A mí me fascinaban esos partidos. El fútbol era fantástico, y el Molineux registraría asistencias de 55.000 aficionados en cada choque. Aunque desde mi punto de vista, la verdadera magia de esos encuentros residía en el alumbrado artificial, que transformaba el fútbol en teatro. Yo había empezado a dedicar un álbum al Glentoran, donde pegaba las crónicas de los partidos publicadas en el Belfast Telegraph. A partir de entonces, empecé a darle la vuelta al álbum y pegar las crónicas sobre los Wolves en las últimas páginas.

    También soñaba con vestir su famosa camiseta dorada, aunque nos tuviéramos que imaginar cómo diantres sería en realidad. En la televisión del señor Harrison, las camisetas bien podrían haber sido azul cielo, verde pálido o incluso de un rancio y tedioso color blanco.


    Aparte de no poder ver partidos de fútbol cuando me apetecía, no echaba de menos realmente la televisión, ya que teníamos un cine de barrio que se ponía hasta los topes en las sesiones de sábado por la tarde. Por fortuna, en aquel momento había escasez en el suministro de cristal, de modo que te dejaban entrar gratis si te presentabas con un tarro de mermelada. Y cuando mis amigos y yo no podíamos hacernos con suficientes tarros, entraba uno de escaqueo y se iba directo a abrir la puerta lateral para el resto.

    Las proyecciones eran sencillamente mágicas, veíamos cosas como Hopalong Cassidy o ¿Qué sucedió entonces? Las epopeyas estaban de moda, y el primer largometraje que vi fue Raíces profundas, protagonizado por Alan Ladd. Luego vi La túnica sagrada, otra gran epopeya, con Victor Mature de protagonista, y Espartaco, con Kirk Douglas. Recuerdo haber leído que la película costó doce millones de dólares y que empleó a más de diez mil personas, una cifra asombrosa para la época. El Zorro era otra de nuestras proyecciones favoritas, y cuando salíamos del cine nos atábamos las gabardinas alrededor del cuello y nos íbamos corriendo a casa simulando que éramos él. Además, también se celebraban competiciones de yoyó en el escenario.

    Algunos sábados, me iba a ver a mi madre jugar al hockey y me pasaba los partidos regateando la línea de banda con una pelota de tenis. Sin embargo, nunca fui a ver a mi padre jugar al fútbol, aunque sabía que era lateral derecho y todo el mundo contaba que era un guarro. Nada le daba miedo, es lo que se decía de él.

    Había un montón de tipos duros procedentes de los astilleros, y en verano organizaban un torneo de fútbol en Belfast, en un lugar llamado «el corralito». Jugaban tantos partidos que no quedaba una brizna de césped en su superficie, y todos tenían apodos. Me acuerdo de un jugador que solo tenía un brazo, aunque, por suerte, me parece que no jugaba de portero. Y también me acuerdo de un tipo que se llamaba Sticky Sloan: era uno de nuestros héroes locales. La tocaba un poco, aunque sobre todo era duro como el acero, igual que la mayoría de jugadores. Si no te llevabas cuatro o cinco buenas tortas por partido, entonces eras un blandengue.

    Los partidos del domingo por la mañana todavía no existían entonces, puesto que era el día del Señor, y ni siquiera cuando el abuelo Withers se compró una televisión se nos permitía ver ningún programa en domingo. Ni que decir tiene que cuando el abuelo se retiraba por la tarde a echar la siesta, los niños la encendíamos a volumen bajo y nos turnábamos haciendo guardia sentados al pie de las escaleras, por si se despertaba. Estábamos convencidos de ser la monda, superlistos, pero estoy seguro de que el abuelo sabía lo que pasaba porque tras despertarse pasaba junto al televisor y lo tocaba para comprobar si estaba caliente.

    Mi vida parecía idílica en aquel momento, pero todo cambiaría poco antes de que cumpliera los once años.

    Estaba en plena época de exámenes de final de primaria. Una tarde entré en una papelería local a comprarme una regla para mi examen de matemáticas, cuando la dependienta me soltó algo rarísimo. Me preguntó cuándo se casaba mi abuelo.

    La miré como si estuviera chiflada, aunque yo andaría con la cabeza concentrada en el examen y no comprendí lo que me estaba diciendo. Solo al llegar a casa y encontrarme con las caras de mamá y papá entendí que, en realidad, me había preguntado por el «funeral» y no por la boda. Para mí fue una experiencia devastadora. No solo mi relación con el abuelo George era superestrecha, sino que había sido bautizado en honor a él, y sabía que siempre había sido su nieto favorito.

    A esa edad nunca se te pasa por la cabeza que tus padres o tus abuelos se vayan a morir. Comoquiera que siempre han estado presentes, piensas que nunca dejarán de estarlo. Era incapaz de entenderlo, y al igual que haría el resto de mi vida, me limité a largarme de casa y fingir que no había pasado nada. Caminé y caminé por las calles durante horas, las lágrimas rodándome por las mejillas, hasta que estuve tan cansado que me tuve que sentar. Mamá y papá, que habían montado en cólera de la preocupación, me encontraron sentado al pie de una farola, bajo un aguacero, a la una de la madrugada.

    En Irlanda del Norte, cuando alguien muere, la familia se reúne al completo y se deja abierto el ataúd para que todo el mundo presente sus últimos respetos en la capilla ardiente. Sin embargo, el día del funeral, solo acuden al cementerio los hombres, que luego se van de cabeza al pub, mientras las mujeres se quedan en casa preparando la comida. Yo no miré al féretro de mi abuelo, no quería ver un cadáver frío, no cuando lo recordaba como a un hombre tan cálido y encantador. A la muerte de mi madre, tampoco fui capaz de mirar su ataúd. Nunca he visto un cadáver y a estas alturas no tengo la menor intención de hacerlo.

    A pesar de la tristeza por la muerte de mi abuelo, conseguí pasar los exámenes finales de primaria y mis padres estaban encantados. Fui el único alumno de mi clase que los aprobó. Que lo hiciera fue todo un acontecimiento para mamá y papá, aunque entrañara que tuvieran que rascarse los bolsillos, ya que tendrían que comprarme el uniforme del colegio y los zapatos. Los zapatos supondrían el mayor gasto, porque con el tiempo que me pasaba chutando el balón les saldrían a razón de un par nuevo cada quince días. Como todos los padres, me advirtieron que no tocara la pelota cuando calzara mis «mejores» zapatos, pero seguí haciéndolo de todos modos, como cualquier otro niño.

    Así que mientras mis amigos de primaria se cambiaron al instituto de secundaria del barrio, la moderna escuela de Lisnasharragh, yo tenía que desplazarme solo hasta el instituto protestante Grosvenor, que quedaba a dos paradas de autobús.

    Allí las cosas empezarían a torcerse desde el principio. No es que fuera incapaz de estudiar. Era un chaval brillante y se me daban especialmente bien las matemáticas y el inglés. Pero el trayecto hasta la escuela me contrariaba, no me gustaban mis compañeros y no me esforcé demasiado en hacer amigos, porque todos los que tenía seguían viviendo en los bloques de edificios de Cregagh, y cuando atardecía regresaba a casa a toda prisa para jugar con ellos.

    El problema del instituto Grosvenor es que el deporte oficial era el rugby, y no me quedó otra alternativa que jugarlo. También era bastante bueno, y gracias a mi tamaño y rapidez me convertí en un medio apertura muy decente. Pero el rugby jamás me despertaría la pasión interior que me había despertado ver a los Wolves y a todos aquellos rusos por televisión.

    La ausencia de fútbol fue otra de las razones de mi inadaptación a la escuela, y no tardaría en empezar a hacer novillos (nosotros lo llamábamos «mitching»). En ocasiones me gastaba todo el dinero de los billetes de autobús en golosinas y me pasaba todo el día dando vueltas por ahí, aunque normalmente me escondía en los lavabos del instituto cuando todos los niños volvían a clase después de la hora del almuerzo. Entonces trepaba hasta el techo y volvía a casa. Mi tía Margaret trabajaba todo el día, así que escondía mi mochila detrás de su cubo de la basura y me dedicaba a pasearme por Woolworths y las demás tiendas durante el resto de la tarde.

    Si me hartaba de caminar y quería volver a casa, me compraba unos caramelos que cuando los sorbías con suficiente ahínco te enrojecían la garganta.

    —¿Qué ha pasado? ¿Qué haces en casa a estas horas? —me preguntaría mi madre después de que llamara a la puerta.

    —Me han mandado a casa por dolor de garganta —respondía yo.

    —Déjame que le eche un vistazo —decía ella.

    Entonces abría la boca.

    —Esto tiene una pinta terrible, tendremos que ir al médico —concluía.

    Al día siguiente le decía que ya me encontraba mejor, pero al final me saldría el tiro por la culata, porque mamá y papá se hartaron tanto de mi recurrente garganta irritada que decidieron que lo mejor sería que me extirparan las amígdalas. No pude oponer ninguna objeción, puesto que hacerlo hubiese entrañado delatarme.

    Hacer novillos era una manera como cualquier otra de no enfrentarte a los problemas, y siempre lo hacía solo. Siempre he sido así, y años más tarde, cuando la fama se hizo insoportable, solía irme al aeropuerto de Manchester y embarcarme en el primer vuelo que saliera, fuera donde fuera. Es una reacción instintiva, un autoengaño grotesco que te convence de que a tu regreso el problema se habrá solucionado solo, aun cuando sabes que nueve de cada diez veces las cosas habrán empeorado.

    Como es natural, no me podía pasar la vida haciendo novillos sin que el instituto tomara cartas en el asunto. Yo sabía que lo que estaba haciendo rompería el corazón de mis padres, que se quedaron devastados tras ser convocados al despacho del director de la escuela. Mamá y papá no tenían la menor idea de lo que estaba pasando, y eran la clase de personas a quienes no se podía convocar a ninguna reunión de aquel tipo sin avergonzarlos profundamente.

    La escuela me dio a elegir. O me descendían de curso o me iba. Yo cursaba el grado más alto y sabía que sería humillante que me degradaran, pero marcharme hubiese entrañado decepcionar a mamá y papá, así que dije que aceptaba las condiciones para quedarme. Sin embargo, no lo llevé nada bien, y alrededor de un mes después de la reunión comuniqué a la escuela que, a pesar de todo, me quería ir y terminé reencontrándome con todos mis amigotes en el instituto de Lisnasharragh.

    En mi primer día de asistencia, los chavales estaban apelotonados en un rincón eligiendo a los jugadores del equipo de fútbol de la escuela y me preguntaron si quería jugar.

    Fue llegar y besar el santo: me sentí inmediatamente integrado.


    El otro motivo de que lo hubiera pasado tan mal es que el instituto de Grosvenor estaba en mitad de una zona católica, y los niños de las otras escuelas, como la del Sagrado Corazón y similares, sabían por mi uniforme que era protestante. Algunos me esperaban a la salida y me llamaban «protestante de mierda» e intentaban robarme mi bufanda o mi caperuza, así que al final me quedaba esperando en el extremo contrario de la calle por la que pasaba el autobús y sincronizaba mi carrera a la perfección, de manera que llegaba justo a tiempo de subirme de un salto a la plataforma tan pronto como el bus emprendía su marcha. Fue como soportar el acoso a diario. No era lo más agradable, pero terminó resultando un buen entrenamiento para esprintar, y mi fútbol lo agradecería. Cuando mis padres se enteraron de que había estado pasando a diario por aquel calvario, les resultó mucho más fácil aceptar que me fuera.

    La religión nunca me había preocupado, y tachar a mi familia de intolerante hubiese estado completamente fuera de lugar. Sin embargo, si eras protestante, tenías que unirte a la Orden de Orange, como hice yo. Tanto mi padre como mi abuelo habían pasado sus temporadas como maestros de la logia de nuestro barrio.

    El 12 de julio, el aniversario de la batalla del Boyne, era un gran día en nuestro hogar, y toda la familia se presentaba en Belfast para asistir al desfile. El punto de encuentro de la mayoría de los participantes de la marcha era la casa del maestro de la logia, y recuerdo lo emocionados que estábamos todos cuando mi padre era el maestro y todos los feligreses se concentraban en nuestra calle.

    Era una postal de lo más colorida y ruidosa, todo el mundo luciendo sus fajas y sus trajes de gala, mientras los gaiteros y los tamborileros calentaban motores. Soy consciente de que era un festival sectario, pero por aquel entonces la violencia del conflicto norirlandés todavía no había estallado; así que para nosotros era un día de gaitas, tambores y pasteles. Y diversión. La celebración era un auténtico carnaval. Después de que todo el mundo llegara a casa de mi padre, caminábamos rumbo al centro del pueblo para sumarnos al resto de logias llegadas de todas partes, miles de personas de todo el mundo, desde Australia y Nueva Zelanda a Estados Unidos. Y todos traían sus propias bandas musicales. Era como Mardi Gras.

    Era un día para salir a la calle, y el espectáculo era fascinante. De niño, la primera distinción honorífica que recibías el 12 de julio era «sujetar las cuerdas»; esto es, agarrar las cuerdas que colgaban de las enormes pancartas. Así, mientras los hombres desfilaban por la calzada de Cregagh con las pancartas alzadas, los niños nos colgábamos de las cuerdas; aunque en los días de viento podías salir volando hasta Finaghy, a diez kilómetros de distancia, que era el punto de encuentro de todas las logias.

    Solíamos recibir algunas burlas de los católicos, que nos llamaban protestantes de mierda, a lo que respondíamos llamándoles fenianos. En mi época la cosa no pasaba de ahí, del mero intercambio de insultos. Era una sensación parecida a ser miembro del Rotary Club o de la francmasonería. No sería hasta años después, cuando ambos bandos empezarían a matarse y las marchas serían percibidas como provocaciones. A estas alturas he concluido que, en el fondo, es lo que son.

    Curiosamente, a pesar de mi notoriedad, los partidos políticos protestantes nunca han intentado reclutarme. Es probable que supieran que estarían perdiendo el tiempo, porque jamás me hubiese involucrado. La única vez que el conflicto norirlandés me afectó personalmente fue durante mi ingreso en la penitenciaría abierta de Ford. Entonces algunos fanáticos me escribieron para decirme que planeaban liberarme. No les hubiese hecho falta hacer casi nada para conseguirlo, ya que la Ford era una penitenciaría de régimen abierto, como un campamento de verano, y si hubiese deseado fugarme realmente, ¡me hubiese bastado con cruzar su portón abierto!

    Sin embargo, nunca hubiese sometido a mi familia a la presión que hubiese entrañado para ellos que simpatizara con cualquiera de esos grupos paramilitares o lo que fueran. Para mí, el credo y el color de las banderas de cada individuo nunca han sido un problema. Creo en la verdad de cada persona, excepto cuando esta entrañe el sufrimiento de alguien, lo cual es un error, sin perjuicio de la religión o del dogma político de cada cual.


    A nivel personal, mis problemas con los chavales católicos terminaron cuando empecé a estudiar en la escuela de Lisnaharragh. También sería allí, cuando tenía trece o catorce años, cuando despertó mi atracción por las chicas. Aunque, a juzgar por la reputación de Don Juan que iba a ganarme con los años, mis primeros escarceos sentimentales no estarían a la altura de mi futura fama. Era bastante tímido con las chicas, pero había una en la escuela a la que llamaban «la todo terreno», así que parecía la opción más evidente. Sin embargo, a pesar de su reputación, parece que fui el único que no consiguió tirársela, y creedme cuando os digo que no fue porque no quisiera.

    Así que finalmente empecé a salir con otra chica. Se llamaba Liz, era mucho más guapa, aunque no estaba dispuesta a pasar por el aro. Una vez más, no puede decirse que no fuera porque no lo intentara, y es probable que mi proverbial deseo por hacerme con todo lo que se me negaba empezara entonces. Liz y yo terminamos acostándonos, y entre un revolcón y el siguiente hubo abundancia de lo que entonces llamábamos toqueteos. Nos lo montábamos en todos los escondrijos habituales, detrás del cobertizo de las bicicletas o en el club juvenil o en la última fila del cine.

    No tuve ningún problema con los profesores de Lisnaharragh, excepto con uno. Era el profesor de música y se llamaba Tommy Steele2, si os lo podéis creer. Tenía el pelo brillante y pelirrojo, siempre se acercaba a hurtadillas por detrás y a veces, cuando me equivocaba, me reprendía azotándome los nudillos con una regla. De niño odiaba las clases de música y dudo mucho que ni siquiera el verdadero Tommy Steele hubiese conseguido hacerme cambiar de opinión. Se suponía que tenía que aprender a tocar el piano, y al terminar la clase nos daban un papel con notas blancas y negras para seguir practicando. Pero tan pronto como llegaba a casa, lo único que quería era chutar la pelota. No conocía a nadie que tocara el piano.

    Ahora que podía jugar a fútbol en la escuela, mi progresión futbolística empezó a avanzar rápidamente. Y, más o menos al mismo tiempo que intentaba pasarme por la piedra a Todoterreno, empecé a hacer mis pinitos jugando para el Cregagh Boys Club, que dirigía Bud McFarlane, el segundo entrenador del Glentoran.

    Hasta aquel momento, siempre había jugado en alpargatas o en zapatillas, como las llaman hoy, aunque en el vocabulario de nuestro pequeño universo se las conocía simplemente como bambas. La botas de fútbol de verdad eran demasiado caras, así que todas las Navidades me regalaban una camiseta, un pantalón corto y medias. Sin embargo, en las Navidades posteriores a mi incorporación al Cregagh Boys Club destripé el envoltorio del regalo de mis padres y me encontré contemplando un brillante par de flamantes botas de cuero con las punteras revestidas de acero y los empeines más altos que los tobillos, que es como se calzaban entonces. A mí me parecieron increíblemente hermosas. Si te hicieran una segada con ese par de botas a día de hoy, te pasarías lesionado el resto de la temporada. Pero fue el mejor regalo que me hicieron nunca, e invertiría infinidad de horas en limpiarlas y lustrarlas para proteger el cuero antes de jugar.

    Aquellas botas eran indestructibles, y prueba de ello es que todavía las conservo. No costarían más de dos libras y media, aunque a día de hoy deben rondar las cincuenta mil, no solo porque fueron mis primeras botas, sino también porque adquirí la costumbre, tras los partidos, de escribir los nombres de mis adversarios y los goles que les marqué con ayuda de pedacitos de tira blanca que pegaba en el dorso de las botas.

    Bud McFarlane fue el primero en alentarme de verdad, en decirme que tenía posibilidades de convertirme en jugador profesional. Mi padre, a pesar de que entonces yo lo ignoraba, decidió deliberadamente que no me presionaría, no fuera que tuviera un efecto negativo, y por idéntico motivo, raramente venía a los partidos. A pesar de que empezaba a irradiar talento a raudales, muchos de los viejos profesionales solían decir que era demasiado esmirriado y pequeñito para triunfar.

    Ese sería uno de los frentes donde la confianza de Bud sería providencial. Al igual que Sir Matt Busby, Bud creía que cuando eres bueno de verdad lo de menos son el tamaño y la edad. La gran oportunidad me llegó cuando jugué un partido con los alevines del Creagh contra un combinado de futuribles alevines de la selección de Irlanda del Norte. Ganamos 2-1, jugué realmente bien y me gané una plaza en la convocatoria de los futuribles, donde una vez más pude demostrar mi valía. Me quedé encantado de ser incluido en la lista final de dieciséis convocados para jugar el partido internacional de escolares alevines de final de temporada. Por desgracia, al final decidieron recortar la convocatoria a quince jugadores y fui el descartado.

    Me vine completamente abajo.

    Estaba a punto de cumplir quince años y de terminar mi vida escolar, y seguía sin saber si lograría convertirme en futbolista. Y la experiencia con el combinado alevín no me levantó la moral, precisamente. ¿Acaso era demasiado pequeño? Bud no iba a arrojar la toalla. Habló con Bob Bishop, que dirigía el Boyland Youth Club, el mayor club de alevines en materia de fútbol. Eran siempre los mejores y ya se habían convertido prácticamente en la cantera del Manchester United. Estaban cosechando tantos éxitos —lo cual sería una suerte para mí— que venían de contratar a Bishop como jefe de ojeadores en Irlanda del Norte.

    Bishop me llevó a un par de entrenamientos intensivos con el Boyland durante sendos fines de semana y luego organizó un partido entre los sub-15 del Boyland y los del Cregagh, aunque embutió su escuadra de jugadores de diecisiete y

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