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La representación
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Libro electrónico232 páginas3 horas

La representación

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En Melbourne, una noche calurosa, la amenaza de los incendios forestales que se han declarado en las afueras, tres mujeres se encuentran en la oscuridad de un teatro. Mientras asisten a una función de Los días felices de Samuel Beckett, cada una de ellas piensa en el futuro con angustia pero también en sus deseos y ambiciones. Margot es profesora de literatura, está a punto de jubilarse y tiene que lidiar con un marido enfermo. Ivy, una filántropa de mediana edad, después de un pasado traumático, tiene una vida aparentemente perfecta. Y Summer, una estudiante de teatro que trabaja como acomodadora en el teatro donde se representa la obra, se desespera porque la familia de su novia está atrapada en uno de los incendios forestales.

La representación explora la vida interior de estas tres mujeres sin juzgarlas: son personajes vivos con los que podemos identificarnos. Es una novela que, al tiempo que destaca el poder transformador del arte, gira en torno al significado de ser mujer, la maternidad, el matrimonio y lo difícil que es madurar; y de fondo, el desastre medioambiental que se cierne sobre nuestro planeta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9788490657973
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    Me gusto el libro está muy bonito ? leeeanlo y les va a gustar

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La representación - Laura Vidal

Cubierta

Este proyecto ha sido subvencionado por el Gobierno de Australia a través del Australia Council, su organismo asesor para la financiación de la Cultura

Índice

Cubierta

Portada

Dedicatoria

Epígrafe

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

El entreacto

Personajes

Escena 1

Escena 2

Escena 3

Escena 4

Siete

Ocho

Nueve

Gracias

Notas

Créditos

Dedicado a Katie Ridsdale y Annabelle Roxon,

de las tres, las dos mejores

Soy incapaz de escribir una frase entera sobre ella porque era en sí misma una frase entera, y su frase sobre sí misma era mejor que la de cualquiera, porque la decía como sin pensar y al mismo tiempo pensándolo mucho, algo que resulta de lo más extraordinario en un mundo en el que nadie sale de su casa sin llevar alguna clase de guión preparado.

HILTON ALS, White Girls

¡Cómo lo disfrutaba! ¡Cómo le gustaba ser espectadora de todo aquello! Era como una obra de teatro. Igualito que una obra de teatro. ¿Quién diría que el cielo del fondo no era pintado?

KATHERINE MANSFIELD, La señorita Brill

Uno

MARGOT ARRASTRA LOS PIES en primera posición de ballet por el trozo de moqueta entre las piernas de los espectadores que ya se han sentado y la parte trasera de las butacas de la fila delantera. Llega por los pelos y solo algunas de las piernas sentadas se hacen a un lado para dejarla pasar.

Perdón, dice Margot a nadie en particular. Perdón.

Lleva el bolso delante de ella y lo mueve con cuidado entre la hilera de cabezas. Está decidida a no dar a nadie con el bolso o con el cuerpo mientras mira sus pies con sandalias avanzar por la moqueta, pasito a pasito.

Al llegar al centro de la fila levanta la cabeza y ve a un hombre joven sentado en la butaca contigua a la suya. Se pone de pie y saluda con la cabeza, todo cortesía y paciencia.

Gracias, dice Margot mientras pasa por el estrecho espacio delante de él. Muy amable.

Margot se sienta y deja caer el bolso en el regazo.

El hombre joven también se sienta. Apoya el antebrazo en el reposabrazos de terciopelo rojo entre los dos. Su carne se reparte a lo largo del reposabrazos y los dedos cuelgan hacia el suelo.

Margot contempla la posibilidad de reclamar su espacio con un codo insolente, pero no quiere tocar al hombre. Este tiene la piel cubierta de tatuajes y de un vello rojo pálido. Tiene la carne de gallina por el aire acondicionado. En el brazo lleva tatuado un loro. Colores primarios y un pico pulcro y afilado. ¿Será aficionado a los piratas?

Nunca te he visto un viernes por aquí, dice Margot.

Él la mira con el ceño fruncido, una flecha entre los ojos.

Soy abonada, explica Margot. Terminas conociendo a los que se sientan cerca. No era su intención sonar tan territorial. El chico parece molesto.

Pero contesta. Una frase entera. Estamos estudiando a Beckett en la universidad.

Beckett, dice Margot. No sabía lo que íbamos a ver hasta que llegué. Cogí la entrada y salí pitando. Me preocupaba llegar tarde. Cuando hace calor, el tráfico se pone horrible, ¿no te parece? La gente conduce de forma extraña cuando hace calor. Y luego esa neblina del humo. Me he pasado casi todo el trayecto pensando que tenía las ventanas sucias hasta darme cuenta de que era niebla producida por el humo.

Yo he venido en tranvía, dice el joven. Sin aire acondicionado. Eso sí que ha sido horrible.

Me imagino, dice Margot y vuelve la cabeza. Tiene una vista clara y sin obstáculos del escenario.

Margot tose más alto de lo que le gustaría. Se aclara la garganta.

Es consciente de sus brazos al aire en el vestido entallado. De sus piernas desnudas y sus sandalias. De las uñas a la vista, sin pintar. Su padre, muchos años atrás, cuando aún vivía y ella era joven, le dijo que no debía enseñar los codos si podía evitarlo. Unos codos con arrugas envejecen a la mujer, dice. Y durante décadas Margot llevó manga larga. Últimamente le ha venido bien para las contusiones. Pero este verano, esta particularmente asfixiante y asquerosa estación ha decidido que se ha cansado de las mangas. Se ha hartado de que se le peguen a la piel, de que le tiren. Cuando haga calor irá sin mangas. Y hoy ha hecho mucho calor: cuarenta grados todavía a las siete de la tarde.

El frío artificial del teatro hace difícil concebir el fuerte viento del mundo real, el aire ceniciento que azota la ciudad procedente de colinas vecinas donde se recrudecen los incendios forestales.

Margot se afloja la correa del reloj en la piel refrescada y desliza la esfera hacia atrás y hacia delante alrededor del brazo. Tiene las piernas estiradas con los tobillos cruzados debajo de la butaca delante de ella.

Se atenúan las luces.

En la oscuridad, el auditorio transmite esperanza.

Margot vuelve a toser.

El joven a su lado se revuelve en el asiento. Margot sabe que le molestan sus toses, que lo sobresaltan al interrumpir el silencio tenue del teatro expectante.

¡Entonces suena un timbre! Es áspero e institucional.

Ha empezado la función.

El timbrazo parece salir de todas partes. El público se estremece mientras los espectadores se acostumbran al sobresalto y cambian las extremidades de sitio.

El timbrazo continúa –a todo volumen– y se para.

¡Empieza otra vez! Se para.

Luz cegadora.

Una mujer está enterrada hasta la cintura en un montículo de hierba seca. Se extiende a su alrededor en una pendiente color verde apagado y se funde con el suelo plano del escenario.

Sobre la hierba, el torso de la mujer no está quieto. Se está desperezando. El pecho se le hincha dentro del cuerpo de un vestido de fiesta verde azulado. Lleva una gargantilla de perlas y el pelo recogido despreocupadamente en la coronilla.

Su cara sonríe. Sonríe mucho. Una elección extraña, dada su situación.

Tal vez está desnuda de cintura para abajo dentro del montículo. Tal vez lleva mallas o una falda de tul que pica.

Está diciendo una oración apresurada con las manos juntas, la cabeza inclinada. Siglos de los siglos Amén.*

La ilumina una luz brillante.

La luz que ilumina el pelo de la mujer le proyecta una franja pálida en la coronilla cuando Margot la mira desde arriba.

La mujer se atusa el peinado con las dos manos. La luz implacable le pinta los dedos de blanco.

Se inclina hacia una bolsa negra que está en la pendiente de hierba. Se la acerca, la abre del todo, revuelve en su interior. Revuelve con afectación. Es un gesto intencionado.

Margot se mira el regazo. Su bolso está ahí, en la oscuridad, y tiene los dedos doblados encima del cierre.

A Margot le pica la garganta. Intenta reprimir la tos y se le escapan unas gotas de saliva. Qué mal. Debe de ser el aire acondicionado, el repentino frío seco después del calor del mundo exterior. Margot no ha tosido en todo el día. No ha tosido en casa. Tampoco en el despacho. Ni siquiera durante la reunión de dos horas con el decano que llevaba temiendo durante gran parte de su carrera profesional.

El tema de la jubilación abordado en voz alta.

Ha estado dignamente firme. Razonable. Cuando inició su huida del decano (¡Llego tarde al teatro!) ambos hicieron una breve exhibición de compañerismo. Ella reparó en un catálogo de museo de tapas brillantes en la mesa de él –Matisse, o Chagall, algo luminoso– y le preguntó por sus recientes vacaciones en el sur de Francia. Él le preguntó por la nieta que había tenido no hacía mucho e hizo una suposición empalagosa sobre la destreza de Margot cambiando pañales.

Margot seguía intentando reírse con el chiste cuando salió del despacho a la luz coloreada del pasillo con vidrieras.

Sacar el coche del aparcamiento fue complicado. Esa noche había una ceremonia de graduación y no paraban de llegar coches, cuando cualquier otro día Margot subía enseguida las rampas vacías con su Audi hasta la planta baja. Estuvo a punto de chocar de frente con un todoterreno entre los niveles tres y dos, chirrido de frenos, el conductor que reía con una mujer sentada al lado y llevando un ramo de flores tan grande que se veía por el parabrisas.

Tanto el conductor como la acompañante ofrecieron disculpas mudas a Margot antes de que el conductor maniobrara para devolver el coche al carril que le correspondía.

Margot tenía el corazón desbocado. No insultó al todoterreno, a pesar de que no habría sido la primera vez que hacía algo así. Siguió sentada con las manos en el volante y esperó a que la rampa estuviera despejada.

Desde que salió del campus, tal y como solía decir su madre, Margot no ha tenido tiempo ni de rascarse, joder. Desde luego no ha tenido tiempo para reflexionar sobre lo que ha sugerido el decano. Le dijo, sonriente y mientras le estrechaba la mano, que estaría muy bien tocar base otra vez a principios de la semana que viene.

¿A principios de la semana que viene? ¿Cómo que tocar base? ¿Qué quiere decir eso exactamente?

¿Está dando a entender que la reunión siguiente será un regreso a la casilla de salida, como si su despacho fuera un benigno lugar de reunión desde el cual todos, personal académico y administrativo, partieran igual que satélites rumbo a sus correspondientes cometidos en el campus?

¿O se trata de una conversación concreta entre los dos que progresa a la manera de una carrera de béisbol?

Primera base – la primera sugerencia.

Segunda base – la próxima reunión.

Meta – ¿Cuando deje la universidad para siempre?

Con independencia de la metáfora empleada, Margot entiende el significado implícito y no da crédito.

La mujer del escenario se está cepillando los dientes. El dentífrico hace espuma mientras cambia vigorosamente el ángulo de la mano. Margot detesta la visión de este comportamiento tan corporal. Duda de que sea una conducta digna de representarse sobre un escenario. Es posible que la intención sea despertar rechazo.

Esta mañana, sin ir más lejos, Margot ha regañado a John por lavarse los dientes mientras ella estaba todavía en el baño. Todo la pone furiosa. La cantidad de pasta que usa John. El estado de las cerdas de su cepillo de dientes. La altura desde la que escupe. La velocidad a la que escupe. Lo que dura el intervalo entre escupitajos. El último sorbo descuidado y ruidoso de agua. La manera en que coge la toalla de manos –es de los dos, no solo suya– y se frota la boca con ella de forma que luego Margot se encuentra dentífrico incrustado en la felpa.

Llevan casados más de cuarenta años. Ayudaría, ayudaría un poquito que él fuera capaz de esperar a que saliera ella del baño. Y hoy. Hoy más que nunca. Debería haber sabido que hoy tenía más razones para estar tensa.

Margot no ha vacilado en regañar a John. Hasta más tarde, en el coche camino del trabajo, no se le ha encogido el estómago al caer en la cuenta. Ahora tiene que andarse con más cuidado. Con mucho más cuidado.

¡Chis! La mujer en el escenario está intentando llamar la atención de un hombre invisible. Pobre Willie.

Margot se había olvidado de él. Vio un montaje de aficionados de esta obra cuando estaba embarazada de Adam y recordaba la mujer en el montículo, y la luz. Sobre todo recordaba la luz.

Pero, claro, también estaba el hombre. El macho ausente e inútil. Ningún entusiasmo – por nada – ningún interés – en la vida.

Los genitales de la mujer son inaccesibles. Quizá por eso el hombre no le hace caso. No tiene acceso a su, en otro tiempo, orificio predilecto. O quizá habría que decirlo en plural, orificios, si es de los exigentes.

También parece tener talento para dormir. Siempre durmiendo – qué don maravilloso.

Menudo cabrón con suerte. Lo que daría Margot por poder dormir varias horas sin pasar antes otras tantas bebiendo. Últimamente no consigue dormir estando sobria.

¿Se acordará John del hombre en la obra? ¿Se acordará de aquella noche en que fueron al teatro? Fue hace… ¿hace cuánto? Hace cuarenta y dos, cuarenta y tres años. Sí. Adam tiene ahora cuarenta y dos años. ¿Dejará Margot de asombrarse algún día por el hecho de ser madre de un hombre de mediana edad?

Intenta recordar la noche que vio aquella obra con John en un pequeño cine estudio en una bocacalle en el sur de la ciudad. Intenta concentrarse en recuperar todo lo que pueda de aquella noche concreta, sacando detalles como si su cabeza fuera un cajón archivador analógico. Visualiza una serie de fichas blancas que avanzan hacia ella.

Este ejercicio deliberado de memoria es algo nuevo para Margot. Una nueva práctica. O praxis, como dirían determinados profesores del departamento. Margot se niega a dejarse adiestrar por sudokus o crucigramas crípticos (coger un bolígrafo para hacer una de esas actividades te define como un anciano crédulo) y en lugar de ello se ha embarcado en una atenta consideración de su pasado. Hace poco cometió el error de contárselo a una vieja amiga. Eso es muy proustiano, profesora, se burló la amiga.

Margot conocía al director; por eso fueron a ver la obra hace años. Era uno de esos petulantes de colegio privado que durante el último curso en la facultad de humanidades se refería a sí mismo con un petulante apodo de colegio privado. ¿Era Monty? ¿Jonty? ¿Rossco? ¿Xander? Era Rossco. Se llamaba Ross y se añadía el -co a modo de sufijo comercial, como si fuera un semental o un yate.

¡Rossco el Rufián! ¡Sí! Tenía fama de ligón. Se había insinuado varias veces a Margot cuando tuvieron que preparar juntos un examen oral de francés en el último año de carrera. Por entonces Margot ya salía con John, lo que resultó de gran ayuda, porque Rossco el Rufián era de esos que no se dan por vencidos a no ser que piensen que una mujer pertenece a otro hombre. Todo un galán. Aun así, Margot y Ross siguieron en contacto después de graduarse. A ella le daba pena: era muy bajito, quizá era esa la razón, y circulaba una historia sobre un hermano muerto que le daba un halo trágico. De manera que arrastró a John hasta aquel pequeño teatro estudio en una bocacalle para apoyar la incipiente carrera como director de Ross.

Los asientos eran muy incómodos. John se quitó la cazadora de cuero, hizo una bola con ella y se la puso a Margot en las lumbares para proporcionar a su cuerpo embarazado algo de apoyo extra. No había servido de nada. Pero esa nueva preocupación de su marido por su bienestar le había resultado grata.

Margot llevaba solo seis semanas casada con John cuando se quedó embarazada. Le había fastidiado muchísimo. Había pensado que tardarían meses, años quizá, en concebir. Con sus novios anteriores nunca había tenido un susto y eso que la única precaución que tomaban eran el calendario de ovulación o la marcha atrás. Era increíble que no hubiera padecido nunca nada. Si no un embarazo, al menos una infección. A los veinte años había acompañado a un par de amigas a la clínica nueva que hacía abortos en la vieja casona blanca cerca del parque municipal. Pero Margot nunca había tenido que enfrentarse a las consecuencias del sexo. Ni siquiera el ocasional y humillante picor. Aquella buena fortuna le había dado una falsa sensación de invulnerabilidad y también una falsa sensación de infertilidad.

Quedarse embarazada al poco de casarse, esa consecuencia feliz tan convencional, le pareció una suerte de perversa traición corporal. Tal vez debería haber tomado la píldora para asegurarse, pero no soportaba cómo le afectaba el pecho y la personalidad: agrandaba ambos de formas incómodas y difíciles de sobrellevar.

Hacía poco que había vuelto a Melbourne desde Cambridge. Margot estaba triunfal con su flamante doctorado y un puesto en la universidad en la que había estudiado. John se disponía a empezar su residencia en el mejor hospital de investigación. Aquella noche en el pequeño teatro estudio de la bocacalle estaba embarazada de cinco meses y empezando a aceptar su destino.

Antes de la función, de pie en la acera en el cálido atardecer otoñal, bebieron shiraz, barato si se compraba a granel, en vasos de cristal, el receptáculo bohemio de moda, y Margot se salpicó de vino el vientre embarazado. Miró el líquido rojo que parecía sangre, baba, bajarle por el vestido holgado de flores.

Rossco el Rufián le gritó alguna cosa horrible mientras se abría paso entre el público que aguardaba para entrar –¡A Margot le han hecho un bombo! ¡Menuda bomba!– y John se acercó un poco más

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