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Lo mejor de lo peor/Rodando cuesta arriba
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Lo mejor de lo peor/Rodando cuesta arriba
Libro electrónico222 páginas2 horas

Lo mejor de lo peor/Rodando cuesta arriba

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GUSTAVO LABORDE (1974) nació en la ciudad de Montevideo (Uruguay). En 1998 publicó su primer libro de poesía titulado El gato negro (Ed. Plexus, 1998) y luego su segundo libro de cuentos El último cigarro (Ed. Plexus, 2000).

Su novedad es la novela doble Lo mejor de lo peor y Rodando cuesta arriba (Ed. Plexus, 2021).

Lo mejor de lo peor es una nouvelle autobiográfica que trata sobre los comienzos literarios del autor. Envuelto en enredos laborales, económicos, hogareños, propios de un joven aprendiz de escritor, publica su primer libro de poesía.
Pronto se verá arrollado por un país en decadencia que está a punto de atravesar la crisis económica más cruda de su historia. De ahí la falta de empleo y las escasas oportunidades de salir adelante, reflejadas en los inconvenientes personales que sufre el autor mientras comienza a escribir su segundo libro.

Rodando cuesta arriba transcurre en 1994, cuando Carlos, un muchacho de barrio, veinteañero, sufre un accidente que cambia su vida para siempre. A partir de ahí no podrá recordar jamás nada de lo que le ha sucedido previo al accidente, y deberá empezar todo desde cero. Esta nouvelle relata lo que Carlos vivió desde el día de su accidente. Las dificultades que tuvo que sortear, sus miedos, la discriminación de una sociedad egoísta y cómo fue adaptándose a ella, hechos negativos de su entorno familiar que lo condicionaron. Carlos consiguió pelearle a la muerte diciéndole sí a la vida.
Esta novela biográfica fue escrita a dúo, Carlos narró en voz alta cada episodio, y el autor escribió y corrigió de común acuerdo con el protagonista. Viejos amigos desde la infancia, hubo hechos aquí relatados que el autor aportó por experiencia propia, debido a que Carlos no podía recordarlos. El tono confidencial, típica charla entre amigos, marca la tónica del relato. Les resultará -se los aseguro-, una experiencia conmovedora que los dejará pensando. Sin darse cuenta sentirán en carne propia los avatares, sufrirán, llorarán, se identificarán tal vez con un ser humano entrañable y luchador.

Rodando cuesta arriba es una especie de compañía literaria para quienes llevan adelante su vida desde una silla de ruedas, pero también ofrece un panorama aconsejable para su círculo familiar, para sus amistades, incluso para quienes desconocen el tema y desean dar una mano. La intención desde el principio fue aportar un granito de arena para provocar cambios en nuestra sociedad, en beneficio de todas aquellas personas que viven con una discapacidad.
Esta novela los atrapará desde el inicio y no los dejará respirar hasta el final.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2021
ISBN9781005922696
Lo mejor de lo peor/Rodando cuesta arriba

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    Lo mejor de lo peor/Rodando cuesta arriba - Gustavo Laborde

    Gustavo Laborde

    Lo mejor de lo peor

    y Rodando cuesta arriba

    Frame1

    2021

    Copyright 2021 Gustavo Laborde

    Smashwords Edition

    La licencia de uso de este libro electrónico es para tu disfrute personal. Por lo tanto, no puedes revenderlo ni regalarlo a otras personas. Si deseas compartirlo, ten la amabilidad de adquirir una copia adicional para cada destinatario. Si lo estás leyendo y no lo compraste ni te fue obsequiado para tu uso exclusivo, haz el favor de dirigirte a Smashwords.com y descargar tu propia copia. Gracias por respetar el arduo trabajo del autor.

    Lo mejor de lo peor

    ES UNA DE ESAS tardes de domingo en las que me siento tan inútil como un perro corriendo y ladrándole a un auto que pasa por la calle. Deseo dormir de corrido y despertar recién mañana lunes. Leo El Pozo de Onetti -ahora que lo pienso, debe ser la sexta o séptima vez que lo leo-, y reconozco que yo no podría haberlo escrito mejor. Un poco porque esa nouvelle está perfectamente lograda, otro poco, porque me siento un escritor frustrado.

    A un lado de mi cama, desparramados en el piso, hay diez o doce libros aguardando para que los lea, junto a otros devorados recientemente. La mayoría son prestados. Entre ellos distingo mi primer libro de poesía titulado El gato negro. Lo publiqué a los veintitrés años, pensaba utilizar el seudónimo Paco Labardo pero deseché la idea a último momento. Ahora nadie me llama por mi verdadero nombre, ni siquiera mis familiares o quienes me conocen desde hace años. Les parece más simpático este seudónimo.

    Leo, escribo, tengo sexo cuando se presenta la ocasión, ¿y qué?, ¡no disfruto nada de lo que hago! ¿Anhedonia? Aparto el libro, sirvo un poco de vino tinto barato en un vaso sucio y apoyo la botella en el piso.

    Tomo un trago.

    El líquido tibio atraviesa mi garganta y quema todo a su paso. Hago una mueca de asco y dejo el vaso sobre mi mesita de luz. Un cigarro a medio consumir todavía humea apoyado en el cenicero repleto de colillas.

    Doy una pitada, luego otra.

    Lo apago y enciendo un porro que fumo hasta que mi mente cesa de dar tantas vueltas.

    Otra vez el cielo gris no sólo aumenta mi tristeza sino que hunde al monoambiente en penumbras. A pesar de que el apartamento da a la calle -por eso está casi siempre bien iluminado-, cuando el cielo se nubla necesito encender la luz para distinguir los objetos con claridad. Lo que más disfruto son los días de lluvia. Apoyado en los ventanales veo correr a los peatones por las veredas angostas, y a los autos avanzar despacio en fila india por la calle de una sola mano.

    Enfrente a mi edificio está ubicado el Ministerio de Salud Pública: enorme y antigua construcción que me tapa la visual y los rayos del sol. Para evitar las miradas indiscretas de los empleados del Ministerio, no tuve más remedio que cubrir los ventanales con persianas de enrollar. Ocasionalmente las subo y me quedo un rato espiando a los empleados que, sentados en sus escritorios y rodeados de teléfonos, revuelven cómicamente los cajones o firman documentos, sin imaginar que alguien desde el edificio de enfrente los está observando con mucha atención. Riéndome de cada uno de sus movimientos dejo transcurrir varios minutos. La vecina de abajo -una viejita viuda y simpática-, me comentó muy sonriente una vez en el ascensor: «A veces, me parece que si nos estiramos un poco por la ventana, podríamos saludar a los empleados del Ministerio con un apretón de manos, de tan cerca que se encuentran ambos edificios, ji ji ji».

    Dos por tres algún auto mal estacionado obstruye el tránsito, y los conductores muy molestos se quejan haciendo sonar sus bocinas a rabiar. Entre semana, cuando a eso de las ocho de la mañana se despierta el centro de Montevideo, los ruidos que provienen de la Avenida 18 de Julio se tornan insoportables. Entonces enciendo la radio para tapar el bullicio, y, envuelto en la sábana, leo sin parar hasta que el dolor de espalda me obliga a cambiar de posición. Cuando ya no encuentro acomodo reconozco enfadado que tengo que levantarme.

    A mi alrededor, mis muebles -manchados con el líquido lustrador que no pudo evitar quitar los hongos y la humedad sin dejar unas manchas oscuras-, están apilados uno encima del otro contra las paredes.

    Pero, ¿cómo vine a parar al monoambiente que perteneció a mi abuela?

    Recuerdo que buscaba un apartamento para alquilar. El aviso en el diario decía: «Coqueto apartamento, un dormitorio, baño y cocina, impecable. ¡Véalo!». Fui de inmediato a la inmobiliaria y pedí las llaves para verlo. El edificio Roxy estaba ubicado sobre Bulevar España, justo donde comienza el Parque Rodó. Había que caminar por un larguísimo corredor para llegar por fin a la puerta de calle. Estudié en detalle el apartamento como si estuviera en un salón de exposiciones de pinturas renacentistas.

    ¡Estaba inmaculado!

    Quedé tan fascinado que me entusiasmé en el acto con la idea de alquilarlo. Si bien era un apartamento interior, ubicado en un segundo piso por escalera (en el aviso, por supuesto, no apareció esta irrelevante información), pensé en la ventaja de vivir apartado de los ruidos molestos que transcurrían en la calle. Además, mi intimidad estaría a salvo, y, lo más importante, ¡podría escribir en paz!

    Así que decidí alquilarlo.

    Firmé en la inmobiliaria un contrato por dos años. Pronto hice la mudanza de las escasas pertenencias que poseía. Pocos días después compré con mis ahorros algunos muebles usados. Todo marchaba tal cual lo había soñado, hasta que a los siete meses llegó el invierno, frío, húmedo y lluvioso, ¡sí, ya sé lo que están pensando! «frío, húmedo y lluvioso como todos los inviernos», sólo que aquel sería uno de los más crudos en décadas.

    Una mañana, mientras desayunaba en el living, descubrí una diminuta mancha de humedad en un rincón del techo. Ese fue apenas el comienzo. Los hongos no demoraron en aparecer. En cuestión de días todas las paredes del living se cubrieron de puntitos negros olorosos. Explotaban igual que el pus de un enorme grano reventado en el espejo del baño. El moho, increíblemente, avanzó devorando todo lo que encontró a su paso: muebles, ropa, adornos, comida.

    Y llegó al dormitorio pocos días después sin que me diera cuenta. Un mal olor que provenía desde el fondo del armario me alarmó. Cuando corrí hacia adelante el armatoste que cubría casi toda la pared, descubrí con sorpresa y amargura que ya los hongos se habían adueñado no sólo de la pared sino también del armario. Abrí las puertas y noté el típico olor rancio de la humedad. Encontré casi toda la poca ropa que poseía completamente cubierta de hongos. No tuve más remedio que tirar un par de borceguíes bajos marrones, una campera de pana negra y dos buzos de algodón.

    Limpié en seguida los muebles con un líquido especial, pero los hongos siguieron aferrados a la madera. No sirvieron de nada las innumerables limpiezas a fondo para exterminarlos, parecía que por fin habían encontrado un lugar donde quedarse a vivir.

    Fue en ese preciso momento cuando decidí hablar personalmente con el dueño de la inmobiliaria, un gordito petiso y repugnante, con la cara casualmente a la misma altura de mi puño derecho. Escuchó mis quejas con cara de estúpido, se encogió de hombros y le comentó a una de sus empleadas al tiempo que le guiñaba un ojo:

    -¡Ah, hongos, sí, con una lavadita salen, ja ja ja!

    ¡Con una lavadita salen! Me contuve para no partirle la cara de un piñazo. La lavadita me había ocupado una semana entera y los hongos seguían allí.

    Opté por insistir con el diálogo.

    -Exijo la inmediata rescisión del contrato –le dije.

    Faltaba todavía un año y cinco meses para su vencimiento, y, precisamente, esa fue la excusa que el gordito petiso utilizó, perdón, debo agregar algo, ¡petiso h-i-j-o-d-e-m-i-l-p-u-t-a!, ahora sí, utilizó como negativa. Ese gesto dejó al descubierto la farsa. El petiso repugnante había llevado a cabo una actuación formidable, casi estuve a punto de creérmela. Una parte de mí decía ¡partíle la cabeza, esta joda se la deben haber hecho a un montón de gente! y otra parte me retenía ¡no te metas en problemas, para algo están los abogados!

    De pronto se produjo un silencio incómodo. La tensión que sufría en ese instante multiplicó mis tics nerviosos, tanto que los movimientos casi imperceptibles que hacía con mi cabeza en dirección a la derecha, se hicieron ahora muy evidentes. Reconocí en la actitud pasiva del socio (un tipo igual de inescrupuloso, barbudo, con la cara inundada de cicatrices, más viejo, más alto y más fornido que el petiso repugnante), y en la mirada asustada de los empleados (un par de mujeres y un viejo que cumplía funciones de portero), que aguardaban expectantes una violenta reacción de mi parte.

    Los rayos del sol que entraban por el ventanal caían justo sobre la cabeza calva del petiso. Lo cegaban. Parpadeó varias veces seguidas mientras se pasaba la palma de su mano derecha por la frente para secarse la transpiración. Se llevó la otra mano a la cintura, terminó de secarse y me señaló la puerta. Aquello me recordó al torero cuando con su capa roja provoca al toro enfurecido.

    El tiempo se detuvo en ese preciso instante, y Marte, Júpiter o Capricornio, junto a las Tres Marías y ¡la constelación de no sé qué carajo!, se unieron, chocaron o enloquecieron, aún no consigo recordar qué sucedió con exactitud. Creo que caminé directo hacia él, completamente decidido a echármele encima y cagarlo a trompadas. Su socio me salió al cruce y me sujetó de los hombros:

    -¡Tranquilo! -me advirtió.

    Pero yo estaba muy sacado. Aparté sus brazos de un manotazo y lo hice a un lado de un empujón. Así quedó el camino libre entre el petiso y yo. Sin darle tiempo a nada lo tomé del cuello de la camisa con ambas manos. La más vieja de las empleadas gritó desesperada ¡déjelo! ¡váyase o llamamos a la policía!

    Sentí que mi rostro ardía, mis manos húmedas se resbalaban del cuello de la camisa del petiso, mis nervios se tensaban al máximo, mis músculos se endurecían como una roca. Estaba tan aturdido que no veía ni escuchaba absolutamente nada a mi alrededor. Nuestras miradas se cruzaron. Para él yo no era más que un mosquito molesto picando su mano, sin embargo, en milésimas de segundos su rostro se desfiguró, cuando adivinó en mis ojos mi tremendo deseo de aplastarlo como una cucaracha contra el piso. Era mi Gregorio Samsa perfecto para destruir. Descubrí miedo en su mirada, hasta tuvo tiempo para tartamudear algunas palabras suplicándome que no lo golpeara.

    Finalmente, lo solté, creo que le tuve lástima. Daba vergüenza ver a un tipo de su edad casi a punto de mearse en los pantalones. El petiso hijo de mil puta respiró hondo y se acomodó muy nervioso la camisa. Las dos empleadas se incorporaron detrás del mostrador y suspiraron al unísono. El socio, que durante el forcejeo se había mantenido quieto en su lugar -quizá él también deseaba que el petiso se ligara una golpiza-, le hizo una seña a la empleada más vieja que tomó el teléfono fijo y volvió a amenazarme ¡va a ser mejor que se vaya o llamo a la policía! Fingió que marcaba un número, pero abandonó la tarea cuando di media vuelta y enfilé hacia la calle. El portero me abrió la puerta sin decirme ni una sola palabra. Antes de salir, alcancé a escuchar al petiso recriminando a su socio por no haberlo defendido.

    Pero aún faltaba algo por hacer.

    Volví sobre mis pasos y apuntando al petiso con el dedo índice, le advertí ¡que regresaría con mi abogado y que él se encargaría de cerrarles el negocio y que nadie se burlaba de mí y que esto recién empezaba! Abandoné la inmobiliaria caminando con la frente en alto como Al Pacino en El Padrino 2.

    Por cierto, yo no tenía ni una sola moneda como para llevar adelante un juicio. Así que al día siguiente consulté en su oficina al Dr. Bonfanti, un abogado experto en este tipo de trámites que era muy amigo de mi padre. Me tranquilizó diciéndome que me cobraría únicamente los trámites y no sus suculentos honorarios, los cuales eran inaccesibles para mi pobre economía. Resolvimos iniciar lo antes posible un juicio por daños y perjuicios. El abogado presagió que lograríamos el objetivo, pero me adelantó que a cambio de ello seguramente la inmobiliaria nos exigiría desistir de poner cláusulas explicando las razones de la rescisión del contrato.

    Rechacé esa propuesta.

    -De ese modo estos hijos de puta van a salirse con la suya -le respondí al Dr. Bonfanti con mucha bronca.

    -Eso es verdad, Paco, pero ¿vos querés quedarte los próximos diecisiete meses viviendo con los hongos o irte de ahí lo antes posible?

    Después de siete interminables meses de idas y vueltas ellos se dieron por vencido, mucho tiempo antes de que el juicio llegara a su fin. Firmamos en la oficina de mi abogado un contrato absurdo, sin ninguna cláusula, en el cual tan sólo constaba que ambas partes habían llegado a un acuerdo para la rescisión.

    CASI CINCO MESES después de haberme mudado al edificio Roxy, por culpa de una reestructura me despidieron de la oficina donde trabajaba como cobrador. No era un buen empleo, pero con el mísero sueldo que recibía pagaba el alquiler y los gastos del apartamento. De modo que debía encontrar urgente un nuevo trabajo. Intenté consolarme diciéndome ya voy a conseguir algo mejor, pero mi angustia demoró bastante tiempo en desaparecer.

    El domingo por la noche revisé el rubro Trabajo pedido en el diario de los clasificados, y anoté apenas tres direcciones. A la mañana siguiente desayuné y salí temprano. Le di prioridad a un aviso que solicitaba un cobrador, ya que poseía sobrada experiencia en ese terreno. Llegué a la dirección anotada y calculé que en la cola habría unas veinte personas, así que, impaciente, decidí probar suerte con el segundo aviso.

    Viajé en ómnibus hasta la otra punta de la ciudad.

    Media hora más tarde me planté frente a una casa antigua, con puertas y ventanas altas pintadas de blanco que combinaban con el azul cielo de la fachada. El aviso

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