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Hotel Voramar
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Libro electrónico324 páginas7 horas

Hotel Voramar

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Un hombre y una mujer en busca de saldar las cuentas con su pasado se conocen en el Hotel Voramar de Benicasim, mediada ya la década de los cincuenta del siglo pasado.
Él, miembro del PCE, en desconexión militante; ella, exesposa de un alto dirigente del Partido Nazi, tratando de olvidar y recomponer su vida. Ambos, damnificados por fuego amigo de las dos grandes ideologías totalitarias del siglo XX, encuentran en el amor que va surgiendo entre ellos, bajo el aroma estival del Mediterráneo, el consuelo necesario para volver a ser felices. Pero la felicidad siempre se bebe en pequeños sorbos.
Un abogado de Castellón es contratado por una hermosa mujer francesa, para que indague sobre el pasado de su abuelo, a quien no conoció. Otra vez, el Hotel Voramar, ahora en la actualidad, vuelve a ejercer su influjo amoroso sobre esos dos personajes, que tendrán que ir recomponiendo una parte de la historia familiar de ella, mientras luchan contra sus sentimientos, para descubrir que siempre hay un recodo en la vida de las personas cargado de sorpresas.
El Hotel Voramar es el escenario perfecto para una historia que comenzó en 1957 y acabó en la actualidad, pasando por la Alemania de la época nazi y el Madrid de los años 50.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 mar 2021
ISBN9788418552236
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    Hotel Voramar - J. Manuel González de la Cuesta

    cabeza.

    Parte I

    Marcos Sampedro estaba sentado en el borde de la cama. Contemplaba el intenso azul del mar que se colaba, con una pincelada salina, por el balcón de la habitación. Miraba con los ojos fijos en la lejanía porque encontraba, en esa visión simple de dos azules que se perdían para juntarse en un horizonte claro y sin rastro de nubes, el sosiego que necesitaba para olvidarse de sí mismo y del mundo que le rodeaba.

    Las últimas horas habían sido dramáticas y vertiginosas. Un latigazo que acabaría, en el mejor de los casos, cambiando su vida de arriba abajo, derrumbados todos los referentes que hasta el día anterior había tenido y le anclaban a una cierta normalidad, convirtiéndole en un paria denigrado por los suyos y, quién sabe, si no perseguido como un fugitivo por aquellos que le acusarían de traición pero que eran tan clandestinos como él.

    Todo se había precipitado la mañana anterior, cuando su amigo y camarada Arturo le llamó por teléfono para invitarle a comer. Arturo Cabezas era otro respetable comerciante madrileño, dueño de una tienda de telas en la calle Carretas que, en su tiempo libre, se encargaba de la edición de Mundo Obrero y era miembro, al igual que Marcos, del Comité Central del Partido Comunista. «Algo no pinta bien», sospechó inmediatamente Marcos cuando colgó el teléfono de su despacho en la zapatería. Pero la llamada no le sorprendió, en el fondo la estaba esperando. Hacía algunos meses que las aguas estaban un poco revueltas en el seno del Partido, entre la facción renovadora, proclive a un cambio de estrategia que pasaba por el abandono de la lucha armada para derribar a Franco, y la vieja guardia, fiel a la ortodoxia que marcaba el Partido desde Moscú. Marcos, que simpatizaba con los renovadores, se dejó caer sobre la silla de la oficina, recorriendo con la mirada el escaso mobiliario que la decoraba, con una extraña sensación de angustia, como si algo le anunciara que se avecinaban cambios importantes sin que supiera acertar de qué se trataba.

    Marcos Sampedro era el dueño de una zapatería de la calle Fuencarral de Madrid, justo frente al lateral del edificio de Telefónica. Su clientela pertenecía a la burguesía madrileña y funcionarios del régimen, lo que le proporcionaba una excelente cobertura de respetabilidad para las actividades clandestinas que se llevaban a cabo en el sótano de la zapatería, además de ser un negocio boyante en un Madrid que se empezaba a desperezar de los años duros de la posguerra y que tenía ganas de salir del aburrimiento que el país había padecido. El sótano era su secreto mejor guardado, incluso para los empleados de la tienda, que nada sospechaban de lo que sucedía debajo de sus pies. Ni siquiera Miguel, el encargado y persona de confianza de Marcos, sabía que bajo la alfombra en la que reposaba la mesa de la oficina donde Marcos trabajaba hasta altas horas de la noche, había una trampilla que conducía a un sótano en donde se encontraba la maquinaria para imprimir todo tipo de panfletos del Partido Comunista e, incluso, en más de una ocasión, el Mundo Obrero. Era una actividad arriesgada pero se hacía con suma discreción, para que nadie tuviera la más mínima sospecha de que allí sucedían cosas extrañas. Todo lo tenía previsto Marcos: nunca más de tres personas, contándole a él, entraban en el sótano, y siempre los mismos. Lo hacían a la caída de la tarde por una puerta lateral que comunicaba la oficina con la escalera del edificio que, afortunadamente, no tenía portero, y bajaban al sótano por la trampilla. La cautela era tanta que, incluso, no todos los miembros de la dirección del Partido conocían su existencia.

    Casa Ciriaco era una casa de comidas con solera situada en la calle Mayor, frente a Capitanía General. Marcos y Arturo solían quedar allí de vez en cuando a comer. Era un lugar seguro, en donde podían hablar con discreción. Además, Arturo siempre decía que había que reunirse cerca del poder del Régimen, porque en la cabeza cuadrada de un franquista no podía caber que dos comunistas comieran en lugares de gente decente. Y Casa Ciriaco se encontraba a pocos pasos de la autoridad militar madrileña, a lo que había que añadir la excelente comida que servían.

    Marcos llegó un poco preocupado al restaurante. Había bajado por la calle Mayor desde la Puerta del Sol con una sensación extraña, como de estar siendo vigilado. Un temor creciente se había instalado en sus pensamientos desde que Arturo le llamara aquella mañana. Cuando llegó al restaurante, su amigo ya ocupaba una mesa al fondo de la sala, como era habitual cada vez que quedaban a comer allí. Era el lugar más discreto del comedor, donde podían hablar con cierta relajación, aunque siempre con la cautela necesaria. Incluso el camarero se acercaba a ellos con cierta reserva. Marcos estaba convencido de que algo intuía sobre el carácter de aquellas comidas, a pesar de que jamás había perdido la compostura. Lo cierto es que, en el Madrid de aquellos años, muchos eran los camaradas o simpatizantes del Partido que se podían encontrar en cualquier rincón de la ciudad sin, por supuesto, dar la más mínima opción a mostrarse como tales. Marcos lo sabía bien. Nunca nadie habría sospechado su pertenencia al Partido y mucho menos que fuese miembro del Comité Central. La clandestinidad exigía esa prudencia, a no ser que uno fuera un loco que estuviera dispuesto a poner en riesgo su vida y la de sus camaradas. Sin embargo, la red de colaboradores se iba extendiendo como una mancha de aceite silenciosa por barrios, centros de trabajo y universidades.

    —Siento el retraso, pero un pedido en la zapatería de última hora me ha retenido —dijo Marcos en voz alta para que le oyeran todos los comensales y pensaran que eran dos comerciantes en comida de negocios, mientras le daba un afectuoso apretón de manos a Arturo.

    Marcos y Arturo eran una pareja curiosa. Marcos era un hombre con la cuarentena recién estrenada, alto y de buen porte. Tenía todo su pelo negro en la cabeza, que peinaba con raya hacia un lado, acentuando las facciones marcadas de una cara de rostro trapezoidal. Bien vestido, con un traje gris claro, camisa blanca y corbata de rayas negras y gris marengo, era la seducción y la elegancia andando. Arturo, por el contrario, era un hombre cincuentón y orondo, una cabeza más bajo que Marcos, de escaso pelo peinado hacia atrás en el que asomaban unas incipientes canas que llevaba teñidas, y rostro redondo, con una pequeña papada que empezaba a colgarle por debajo de la barbilla. Vestía un traje oscuro, casi negro, camisa blanca y corbata de rayas rojas y azules que le daban una elegancia casi fúnebre, muy al estilo de los hombres del Régimen. Tenía una simpatía controlada que sacaba a pasear, sobre todo en su tienda de telas, como un factor más para aumentar las ventas. Viéndoles en aquella mesa del restaurante frente a Capitanía General, nada haría sospechar que se trataba de dos miembros del Comité Central del Partido Comunista de España: «Federico» y «Diego», alias de la clandestinidad. Ni nadie podría pensar que aquellos dos hombres bien vestidos que charlaban amigablemente al fondo del restaurante eran dos «rojos» buscados por la Policía Secreta.

    —Me hago cargo —contestó Arturo con el mismo volumen de voz—. En nuestros negocios nunca podemos prever la aparición de un asunto a última hora.

    Pidieron dos vermuts mientras decidían por qué platos se iban a decantar. Permanecieron en silencio mirando la carta hasta que regresó el camarero con el aperitivo y les tomó nota: espárragos con mayonesa y ternera a la riojana, para Marcos; guisantes con jamón y pepitoria de gallina, para Arturo. El vino, de la casa, que era un buen tinto de Arganda.

    —Están las cosas revueltas, Marcos —le espetó Arturo nada más dejar el camarero el segundo plato sobre la mesa—. La verdad es que esta conversación deberíamos haberla tenido hace días, pero nunca sabe uno cuándo es el momento adecuado para no cometer errores.

    —¿Y ahora estás cometiendo un error? —Marcos lanzó esta pregunta sin segundas intenciones. Arturo era su amigo y sabía que nunca actuaría con reservas con respecto a él. Además, por su condición de director de Mundo Obrero, tenía un conocimiento de los tiempos dentro del Partido muy exacto. Un puesto muy cercano al secretario general, lo que le permitía estar informado siempre de primera mano y poder calibrar cuándo se cocía algo bajo el escenario.

    —Nunca se sabe, pero las circunstancias me han empujado a no esperar más, teniendo en cuenta que esta tarde hay reunión del Buró Político y a mí no me han convocado. —Arturo no era miembro de ese órgano ejecutivo, pero asistía a casi todas las reuniones. Solamente no le convocaban cuando se iba a tratar algún asunto de gravedad que afectaba a algún militante.

    —Estás consiguiendo ponerme nervioso, Arturo. ¿Qué está sucediendo? —Marcos dejó los cubiertos sobre la mesa y miró fijamente a los ojos de su amigo.

    —Van a por ti —dijo sin preámbulos Arturo y a continuación, vació el vaso de vino de un trago, como si necesitara enjuagarse la boca por la sequedad que le acababa de producir su contestación.

    Marcos se quedó con la mirada fija en un punto incierto, un vacío que se acababa de abrir en la pared del restaurante y le hacía retrotraerse en el tiempo muchos años atrás, a una noche de abril de 1936, en los Jardines de Sabatini, a los pies del Palacio Nacional, cuando su novia Pilar, no pudiendo soportar más sus ideas comunistas, que en aquellos días estaban en ebullición tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero, le dijo que le dejaba, y a Marcos se le cayó el mundo encima. No era justo que tuviera que decidir entre el amor de Pilar, a quien adoraba, y el amor al comunismo, al que estaba dispuesto a entregar su vida. Recordó que deambuló como un sonámbulo varios días y varias noches por las calles de Madrid, tratando de reconciliarse con su destino, y se juró que nunca más una mujer se interpondría entre él y sus ideas políticas. Y ahí estaba ahora, sentado frente a Arturo, cuestionándose si su vida de soltería había merecido la pena o se encontraba ante una gran equivocación de años y ausencia de una familia. No podía explicar por qué le venían esos pensamientos a la cabeza ahora que su preocupación se centraba en lo que pudiera decidir contra él el Partido al que había dado su vida.

    —Es extraño cómo podemos reaccionar los humanos —le dijo a Arturo después de un largo silencio, que este respetó dando cuenta a la gallina en pepitoria, sobre todo para quitar dramatismo a la escena y no levantar sospechas innecesarias entre los comensales—. No me asusta la reunión del Buró Político de hoy, lo que me da miedo es vivir al margen del Partido. Es un vacío que no sé cómo voy a poder llenar.

    Arturo, por primera vez, no supo qué decirle a su amigo. Los dos sabían que el asunto era grave. Una acusación hecha por traición o deslealtad al Partido podía tener consecuencias imprevisibles. El código disciplinario era estricto y muy rígido y, al final, era un grupo muy reducido de personas las que decidían sobre la vida de muchos militantes. Pero Marcos, que estaba sufriendo en esos precisos instantes un choque brutal al verse en el punto de mira de unos dirigentes que podían ser despiadados con la deslealtad, no podía mostrarse con sinceridad plena ante Arturo pues, aunque era un buen hombre y un buen amigo, como se acababa de demostrar, no creía que su posición fuera más allá de avisarle de lo que estaba sucediendo.

    —Es por el asunto de Hungría, ¿verdad? —preguntó más para constatar una certeza que por necesidad de información.

    —Sí. Hay camaradas que no te han perdonado tu posición crítica y han maniobrado por debajo para que tengas un escarmiento. Además, parece que hay movimiento por arriba —señaló Arturo hacia el norte, indicando el camino de la Unión Soviética―, y algunas cabezas van a rodar para mantener la disciplina.

    Marcos esbozó una media sonrisa llena de amargura. Encendió un pitillo y se quedó mirando fijamente cómo el humo ascendía formando volutas que se desvanecían antes de llegar al techo. Veía en ello una metáfora: la de su vida hasta esa mañana, que ahora se disipaba como si hubiera sido humo y después no hubiese nada.

    —¿Qué piensas hacer? —preguntó Arturo, viendo que su amigo estaba perdido en sus pensamientos.

    —No lo sé —contestó Marcos, regresando a la mesa para apurar el vaso de vino—. Necesito ordenar ideas y preservar mi seguridad.

    —Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. —Arturo empezaba a sentirse un poco incómodo, pero se hacía cargo de la situación.

    —Mejor que en un tiempo no nos veamos. No me gustaría que la sospecha se cerniera también sobre ti. Con uno en la cuerda floja, vale —dijo Marcos, sin acritud en sus palabras.

    Arturo calló. Sabía que Marcos no iba a revelarle nada de la decisión que pudiera estar meditando. Era mejor así: no saber lo que no se debe saber. Pero tenía la sensación de que esa era la última vez que le volvería a ver, y una gran desazón se fue apoderando de su estado de ánimo. No quería entrar en cuestionamientos acerca de las decisiones del Partido, pero ver a su amigo en aquella situación le revolvía las tripas.

    Mucho más pronto de lo habitual dieron por terminada la comida. En voz alta Arturo pidió la cuenta, diciéndole a Marcos que tenía que resolver unos asuntos en la tienda cuando el camarero se acercó. Una vez fuera del restaurante se despidieron con un abrazo y palmaditas en la espalda, que sonaron a última despedida.

    Marcos sabía muy bien qué podía significar una acusación de traición, y él se había excedido, quizá en demasía, en sus críticas al famoso telegrama que desde el Comité Central de PCE habían enviado a Moscú mostrando el apoyo de los comunistas españoles a la represión ejercida sobre los revolucionarios húngaros. Un temor nuevo para él se apoderó de su estado de ánimo. Tenía que huir, desparecer un tiempo hasta que las cosas se calmaran y las aguas volvieran a su cauce, si es que eso era posible. Y tenía que hacerlo ya, sin más dilación. Por ello, nada más despedirse de Arturo agradeciéndole su camaradería, se dirigió al banco. Empezaba a vivir unas horas de vértigo y miedo, no exentas de cierta paranoia. Se aseguró de que nadie le seguía. Era imprescindible que nadie supiera dónde iba. Con una buena cantidad de billetes en la cartera, entró en los almacenes Sepu de la Gran Vía para comprar ropa, una maleta y artículos de aseo personal. No quería pasar por su casa para que nadie conocido viera que se iba de viaje. Sacó un billete en primera clase para Castellón, pensó que era mejor así por su seguridad, y horas más tarde, después de vagar por el Retiro, que tantos buenos recuerdos le traía, y picar algo en la taberna Los Dolores, cercana a la estación de Atocha, se encontró en el compartimento del tren como un hombre de buena posición, algo que podía verse en su manera de vestir y sus modales educados, camino del Mediterráneo. Él nunca levantaría sospechas ante la policía. Para ellos era Marcos Sampedro, un comerciante de la calle Fuencarral, con un negocio solvente y en alza. Otra cosa es que hubieran sabido que se trataba de «Federico», el alias por el que se le conocía en el Partido y en la Dirección General de Seguridad. Y que el sótano de su zapatería albergaba una imprenta clandestina desde donde salía propaganda del Partido Comunista y algún que otro Mundo Obrero.

    Las largas horas de tren, primero hasta Valencia y después hasta Castellón, para coger allí un taxi que le acercara hasta el hotel Voramar, en Benicasim, habían hecho mella en su ánimo, envolviéndole en un estado de melancolía que estaba provocándole una catarsis, donde las certezas que había tenido durante años se derrumbaban como si un terremoto estuviera zarandeando sus pensamientos y las ideas por las que había luchado y arriesgado su futuro y su vida, las mismas por las que nunca se casó y formó una familia para no exponerla a peligros de los que él sería el responsable directo. Ahora, sentado en el borde de la cama del hotel, sentía que su vida, la de abnegada militancia al Partido, había llegado a su fin y un muro de una altura infranqueable se levantaba ante él. No era capaz de ver el mar que tenía delante ni de inspirar el aroma salino que subía desde las olas rompiendo en las rocas sobre las que se levantaba la terraza del hotel. Pero lo que más le dolía era su orgullo pisoteado por la ceguera de unos dirigentes que solo tenían ojos para defender su posición en el Partido, sin darse cuenta de que los tiempos evolucionan y lo que anteayer era un dogma, que él había abrazado sin fisuras porque fortalecía la lucha de los trabajadores, hoy empezaba a tambalearse, porque las personas cambian y sus necesidades lo hacen con ellos.

    En los últimos tiempos había empezado a crecer en su interior un miedo que había ido en aumento. No era un miedo físico, no temía a la muerte sino, más bien, un vértigo intelectual, un pánico que tenía su raíz en lo que muchas veces le había contado su padre: que la libertad no se construye controlando la vida de las personas ni coartando sus ilusiones y esperanzas. Pero él había estado ciego muchos años al pensar que el comunismo que venía de la Unión Soviética era una fase transitoria, necesaria para establecer las bases de un futuro mejor, de liberación de los oprimidos de la tierra. Así se lo habían enseñado en las charlas a las que empezó a asistir siendo muy joven en la Casa del Pueblo de La Latina. Y así lo había creído firmemente, hasta que empezó a comprender que el comunismo soviético, que controlaba todos los comunismos de Europa, no iba a conducirles hacia la democracia ni hacia ese bienestar que había empezado a ver en sus viajes a Francia. Solo necesitó que estallara la revolución en Hungría, con la población reclamando más libertad y deseos de decidir ellos su destino y los tanques soviéticos aplastándola, para que se diera cuenta de que algo estaba fallando. Sin embargo, creyó que el Partido en España, que estaba en proceso de renovación estratégica, iba a protestar por aquellos acontecimientos. Y él se lanzó a una piscina sin agua, reclamando en el Comité Central una independencia del partido comunista soviético, a todas luces imposible.

    Estaba cansado y se tumbó en la cama dejando que el verano entrara por el balcón, colmado de fragancias marinas y florales, de jacintos y buganvillas que subían trepando por la fachada del hotel a lomos de un cálido sol que calentaba sus fatigados músculos. Pero no pudo evitar volver a los amargos días que había pasado en las últimas semanas, cuando empezó a sentirse ninguneado por aquellos con los que había estado compartiendo lucha y clandestinidad. Muchos de ellos dejaron, incluso, de dirigirle la palabra en público y, por supuesto, el sótano que había sido lugar de encuentros, reuniones, camaraderías y duro trabajo quedó en el más absoluto silencio y abandono. Nadie volvió a bajar las escaleras que, desde la trastienda, llevaban a aquel lugar en el que habían imaginado la revolución. Por eso, cuando Arturo le avisó de lo que se le venía encima, supo que tenía que huir de las posibles consecuencias que pudieran tener las decisiones del Buró Político, y de un mundo que empezaba a asfixiarle y del que necesitaba poner tierra de por medio.

    A pesar de la luz que inundaba la habitación y los aromas de vida que entraban por la ventana, la fatiga de una noche larga y agotadora hizo que una espesa nube de oscuridad fuese invadiéndole, hasta que cayó dormido con el sueño de los que saben que su vida acaba de cerrarse para siempre y frente a ellos solo se adivina el vacío.

    Se levantó con la tarde ya avanzada y el sueño repuesto, con un estado de ánimo más parecido a su carácter jovial y alegre. Tenía hambre, después de más de catorce horas sin comer. La luz de la habitación había cambiado y ahora era de una tonalidad azul crepuscular. Le costó un rato situarse en el lugar donde se encontraba y empezar a hacer suya la decoración de la habitación. Tenía la intuición de que iba a pasar muchos días en ese cuarto de hotel que daba a un balcón con vistas al mar. Un mar Mediterráneo que había visto esporádicamente en Barcelona, cuando hacía algún viaje, en su papel de comerciante, para contactar con algún camarada del Partido. Sin embargo, ahora, en esa tarde de principios de agosto de 1957, se ofrecía ante él en todo su esplendor como un espectáculo maravilloso de luz, color y aromas salinos. Toda una nueva gama de sensaciones que le llenaron de buen humor, a las que sus sentidos, acostumbrados al aire seco y algo viciado de Madrid, no estaban acostumbrados. Allí se quedó un rato, mirando y aspirando su nueva vida. Eso era lo único que tenía claro, que una nueva vida empezaba para él delante de aquel mar tranquilo e infinito. Además, era un hombre pudiente, con un negocio pujante y ganas de seguir adelante cuando las aguas se hubieran calmado y su vida no corriera peligro. Sin embargo, al tener este pensamiento, no pudo evitar que una sombra gris oscura cruzara por su cabeza y sus, hasta la fecha, camaradas de ideología quisieran cobrarse venganza por sus desviaciones denunciándole ante la policía, lo que daría al traste con todas sus renovadas ganas de vivir que, en ese momento, estaban creciendo en él. Ser un perseguido político era un mal asunto en España, y un repudiado por su Partido le convertía en un paria en el extranjero. Pero no quería pensar en eso. Aspiró las distintas fragancias y se dejó llevar por el sueño de una nueva vida como antídoto a la amargura que le suponía haber tenido que huir con lo puesto.

    El hotel Voramar estaba situado en las afueras de Benicasim, en un recodo que hace el mar, protegido por la ladera de una montaña que separa los términos de Benicasim y Oropesa. Era un lugar tranquilo y apartado en el que rompían las olas al estrellarse contra el muro de su terraza. Se hallaba al final de una carretera a la orilla del mar que hacía las veces de paseo, donde hermosas villas de la burguesía valenciana esperaban que, cada verano, la presencia de sus propietarios les devolvieran vida y esplendor. La afabilidad del lugar, con temperaturas cálidas que hacían del verano una estación lujuriosa, había conseguido que Marcos fuera relajando su espíritu y la ansiedad que durante semanas había vivido por todos los acontecimientos que, al final, habían dado con sus huesos en aquel lugar único. Estaba en pleno proceso de reconciliación consigo mismo y con el mundo, como si la brisa suave que le acariciaba la cara hubiese tenido el efecto de una terapia que estuviera ayudándole a asimilar el tránsito en el que su vida se había convertido hacia un destino todavía incierto.

    Se encontraba sentado en la terraza del hotel, disfrutando de una cerveza y un plato de aceitunas. Era mediodía y el sol empezaba a calentar, reflejándose en la superficie del agua con un brillo cegador que le tenía fascinado. Llevaba varios días sin salir del hotel, masticando los últimos acontecimientos que había vivido en Madrid. En aquel instante entró una mujer bellísima, que lucía un elegante vestido para la ocasión, y se sentó en una mesa cercana a él. Con acento extranjero pidió un Cinzano al camarero y se puso cara al sol, en un claro intento de absorber la mayor cantidad de rayos solares que doraran su piel blanca de centroeuropea.

    Marcos no podía desviar la atención de aquella mujer fascinante que tenía frente a él, a la que se acercó el camarero y le dijo, con tal discreción que ni siquiera Marcos se enteró, que su equipaje ya estaba en la habitación. Tenía un pelo rubio y ondulado que caía sobre su espalda acentuando su belleza de actriz de cine. Estaba imantado hasta tal punto, que se sintió azorado por su descaro. Fueron solo unos instantes, porque enseguida ella se levantó y dejó caer una mirada sobre Marcos, breve, casi imperceptible, según se giraba para dirigirse a la escalera que subía hacia la recepción del hotel, pero que a este no le pasó inadvertida. Esa mirada se quedó clavada en la retina de Marcos. Le había dejado petrificado, atado a su silla, viendo cómo ella se alejaba camino de la escalera. No había sido una mirada de coquetería, aunque bien pudiera parecerlo; había algo más en el fondo, como un dolor adherido a las paredes de su alma durante muchos años con el que ya había aprendido a convivir. Rezumaba desesperanza, algo que a Marcos le nubló la visión de su elegante figura, y sintió como un latigazo que le removió por dentro. Tenía que descubrir qué se escondía detrás de esa mirada de tristeza acumulada que hacía aún más bello el rostro de aquella mujer que, durante unos segundos, le hizo olvidarse de sus pensamientos y de su propia existencia.

    En el restaurante del hotel comió ensalada valenciana, escalope vienés y helado de crema. Lo hizo lentamente, esperando que en cualquier momento apareciese la mujer que había despertado su interés hasta el punto de sentir que algo oculto en su corazón, desde hacía muchos años, empezaba a despertarse. Pero llegó al café y la mujer no apareció por el restaurante, y una sombra de decepción asomó en su rostro. ¿Y si no estaba alojada en el hotel? Quizá era, simplemente, una clienta de la terraza de las que habitan alguna de las villas del paseo. Empezaba a entrar en un torbellino de pensamientos que no controlaba y prefirió bajar a la cafetería, pedir una copa de Fundador y encender un puro mientras se dejaba llevar por la contemplación de un mar adormecido, meciéndose a sí mismo.

    * * *

    La sede de las SS en la calle Prinz-Albrecht de Berlín estaba engalanada para las grandes ocasiones. El exterior seguía siendo el edificio siniestro que tanto pánico provocaba a muchos berlineses, aunque ese día un sol radiante y primaveral encendía su fachada, dándole un carácter festivo a aquella mañana de domingo, 5 de abril, de 1936. A la puerta iban llegando coches oficiales de los que bajaban ilustres miembros del partido nazi y de las SS, ataviados con uniforme de gala y acompañados de sus esposas o amantes, que lucían elegantes vestidos de suaves colores entallados hasta los tobillos o trajes de chaqueta ceñidos con discretos sombreritos, que daban un toque de distinción al acontecimiento que estaba a punto de producirse en el interior. Los

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