El Sol y la Tierra: Una relación tormentosa
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El Sol y la Tierra - Javier Otaola
colección.
I. Sobre el Sol, la Tierra y aquello que los rodea
NUESTRO planeta, que se encuentra inmerso en el medio dominado por el material y la radiación que emite el Sol hacia el espacio es, junto con el resto de los planetas del Sistema Solar, grandemente influido por este astro. Así, no obstante que nuestra estrella ha mantenido su luminosidad[1] prácticamente constante por varios miles de millones de años, permitiendo el desarrollo de la vida en la Tierra, el balance del ecosistema existente es sumamente frágil, por lo que aun pequeñas variaciones en la cantidad de radiación y partículas que recibimos del Sol tienen un efecto significativo en nuestro medio ambiente.
El sistema solar-terrestre puede considerarse constituido por cuatro componentes principales: el Sol, el medio interplanetario con sus diferentes poblaciones de partículas y campos, la magnetosfera o cavidad dominada por el campo magnético de la Tierra y la atmósfera terrestre. A este sistema hay que agregar toda una serie de agentes externos como los rayos cósmicos, partículas de muy altas energía capaces de atravesar todo el medio interplanetario,[2] el campo geomagnético y la alta atmósfera, antes de interaccionar con los núcleos atmosféricos de la baja atmósfera y generar otras componentes (véase el capítulo III), los meteoritos que logran llegar hasta la superficie del planeta e incluso el medio interestelar a través del cual se mueve nuestro Sistema Solar en la galaxia.
En general, la compresión global del sistema constituido por la Tierra y sus alrededores en todas las escalas del tiempo —desde los largos periodos entre las eras glaciales hasta los fenómenos transitorios cuya duración puede ser de tan sólo unas horas— es una cuestión sumamente compleja e interdisciplinaria. Cualquier cambio detectable en el sistema es, en última instancia, resultado de la interacción, la retroalimentación o incluso la posible amplificación de muchos factores causantes.
EL SOL
Más que el Sol mismo, la principal actriz de nuestro drama es su actividad. De esta manera, para propósitos de las relaciones Sol-Tierra, baste decir que el Sol es una gran esfera luminosa de gas[3] capaz de enviar hacia el exterior toda clase de radiaciones: desde las de muy baja energía, como las ondas de radio, hasta las más penetrantes como los rayos gamma, así como partículas energéticas y plasma,[4] este último en forma de haces —el viento solar— que llenan todo el Sistema Solar y se extienden hasta mucho más allá de sus límites, creando lo que se conoce como la heliosfera.[5]
El Sol es una estrella enana de color amarillo, miembro de uno de los más numerosos tipos de estrellas, las del tipo espectral G2, que se mantiene unida por su propio campo gravitacional[6] y presiones internas como la del plasma y la de radiación. Tiene un radio de 695 980 km, es decir, 109 veces el radio de la Tierra, que alcanza alrededor de 6 371 km, y rota sobre su propio eje en aproximadamente 27 días (como veremos en la próxima sección, el Sol tiene una rotación que varía con la latitud y a la que se le conoce como rotación diferencial). El interior está formado por tres capas: el núcleo, la zona radiativa y la zona convectiva mientras que la atmósfera se divide en: fotosfera, cromosfera, zona de transición y corona. Todas estas regiones se ilustran en la figura 1.
En el núcleo la densidad y la presión son tan altas que dan lugar a una temperatura de 15 a 16 millones de grados, suficiente para que se lleven a cabo reacciones nucleares. La fusión, es decir la combinación nuclear de átomos ligeros para crear elementos más pesados, es seguramente la fuente de la enorme cantidad de energía que fluye del interior a la superficie del Sol de donde escapa hacia el espacio prácticamente sin obstáculo, ya que los gases superiores de la atmósfera son casi transparentes a esa radiación.
En el núcleo del Sol, la energía liberada en las reacciones nucleares es en forma de rayos X de alta energía. Debido a la interacción de la radiación con la materia, aquélla va perdiendo energía mientras se abre paso hacia el exterior y va interaccionando con los componentes del medio. El transporte de energía hacia afuera se lleva a cabo mediante dos tipos de procesos: primero por transferencia de radiación, es decir, al absorberse, dispersarse y reemitirse la misma en parte del interior solar (de ahí el nombre de zona radiativa), y luego por convección en la parte externa, por debajo de la superficie del Sol, donde la convección es más efectiva que la transferencia radiativa. La energía es llevada hacia arriba por el gas caliente ascendente; la energía se difunde a medida que el gas ascendente se expande y entonces éste se enfría y desciende. A esta capa del Sol se le conoce como zona convectiva y se extiende desde unos 8 décimos de radio solar hasta la superficie (véase la figura 1).
Figura 1. Estructura interna del Sol, así como algunas otras estructuras de su atmósfera.
Debido a la rotación del Sol, en el gas ionizado o plasma, tanto del núcleo como de la zona convectiva, se generan corrientes eléctricas. Éstas, a su vez, dan lugar a un campo magnético general de forma dipolar.[7] Este campo, en la superficie del Sol, alrededor de las regiones polares, tiene una intensidad de casi 2 gauss[8] (aproximadamente seis veces más intenso que el de la Tierra en el ecuador, es decir 0.3 gauss).
En la zona convectiva, donde los movimientos del material son complicados por el movimiento vertical que ya mencionamos, las líneas de campo magnético se tuercen y enredan. Esto da lugar a burbujas en las que el campo magnético es más intenso. Estos intensos campos inhiben el movimiento del material en el interior de la burbuja provocando dentro de ella una disminución en la presión del gas. Como consecuencia, las burbujas suben a la superficie y penetran en la atmósfera del Sol.
Como mencionamos con anterioridad, la atmósfera solar se divide en varias capas. Primero se encuentra la fotosfera que se puede considerar como la superficie del Sol. Es sumamente delgada (aproximadamente 300 km) y es la capa de donde proviene la mayoría de la luz que observamos (de allí su nombre). Su temperatura disminuye con la altura, desde unos 8 500 K en su base hasta unos 4 500 K en la parte superior, con una temperatura media de aproximadamente 5 800 grados. En fotografías de buena resolución, la fotosfera aparece como una región granulada que se asemeja a una salsa de tomate en ebullición.
Por arriba de la fotosfera la densidad del gas decrece rápidamente. La región desde la superficie
de la fotosfera hasta una altura de aproximadamente 2 500 km es la que conocemos como cromosfera. Comienza donde el gas alcanza una temperatura mínima de 7 000 K. En esta región se disipa energía mecánica generada probablemente por la convección o la rotación, por lo que la temperatura se incrementa hacia afuera, pasando por la llamada zona de transición, que es una capa delgada, de algunas centenas de kilómetros, en la que la temperatura aumenta bruscamente desde unos 25 000 K hasta el millón de grados.
Una vez que la temperatura alcanza el millón de grados, se tiene la última capa que es la corona, región sumamente tenue que, debido a la alta temperatura, se expande continuamente hacia el espacio formando el viento solar. La temperatura de la corona es casi constante (un millón de grados en el Sol y 100 000 grados a la altura de la órbita de la Tierra, que está a 150 millones de kilómetros o, lo que es lo mismo, a una unidad astronómica).
En la fotosfera y la corona, el campo magnético que emerge genera patrones muy complejos que dan lugar a las manchas solares, regiones activas, grandes arcos coronales y hoyos coronales, de los que hablaremos más adelante. Todos ellos forman parte de lo que conocemos como actividad solar.
LA ACTIVIDAD SOLAR
Históricamente, las primeras manifestaciones de la actividad del Sol que conocimos en la Tierra fueron las observaciones de las manchas solares de su superficie. Las manchas son regiones oscuras de la fotosfera, donde el campo magnético es muy intenso (puede llegar a unos 4 000 gauss en manchas de gran tamaño, véase la figura 2). La presencia del campo magnético inhibe la circulación de material y las colisiones entre los componentes del mismo, por lo que el gas es varios miles de grados más frío que los alrededores y, por tanto, radia menos hacia el espacio, de ahí que se vean obscuras en contraste con su entorno más brillante. El registro en el tiempo de la presencia de estas manchas, hecho por Galileo en 1610, le permitió no sólo observar que aparecían y desaparecían, sino darse cuenta de su movimiento a través del disco del Sol, con lo que atinadamente dedujo que nuestra estrella rotaba. En efecto, como ya mencionamos, el periodo de rotación del Sol es de aproximadamente 27 días en promedio.
Figura 2. Una mancha solar observada en luz visible. La zona oscura es la umbra, que está rodeada por una zona filamentosa que se conoce como penumbra. El campo magnético en una mancha alcanza miles de gauss.
Por razones difíciles de entender, los astrónomos descuidaron el estudio del Sol por cerca de dos siglos después del descubrimiento de las manchas solares (entre 1610 y 1612), y fue muchos años después, gracias a las observaciones del