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Slow sex: El arte y el oficio del orgasmo femenino
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Libro electrónico280 páginas5 horas

Slow sex: El arte y el oficio del orgasmo femenino

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Esta guía propone a las mujeres una técnica destinada a mejorar y volver más placentera la experiencia sexual. Nicole Daedone, experta en sexualidad y relaciones humanas, pone al alcance de los lectores una práctica conocida como "meditación orgásmica", la cual permite "desacelerar" el encuentro íntimo, volverlo más significativo y que la pareja se conecte mejor a nivel emocional. La obra incluye ejercicios y prácticas que, en pocos días, mejoran sus relaciones en la cama y fuera de ella.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 abr 2015
ISBN9786077354895
Slow sex: El arte y el oficio del orgasmo femenino

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    Slow sex - Nicole Daedone

    www.onetaste.us

    Uno

    El arte del slow sex

    Cuando estoy frente a mis nuevos estudiantes, en el primer día de un taller de slow sex, es como si fuera un capitán en la proa de un barco, en una noche de niebla. La niebla que flota entre la clase y yo es tan espesa que apenas puedo ver sus caras.

    Es la niebla de un terror miserable. Madre santa, están en una clase de sexo.

    A través de la niebla, me están midiendo, me están revisando. Si están en una clase de sexo, entonces yo debo ser la maestra de sexo. Pues bien, así es como luce una maestra de sexo. Es difícil no abrir la boca para decir algo caliente, obsceno y escandaloso sólo para ver qué tanto brincan en sus asientos.

    Por desgracia, cuando abro la boca, de lo primero que empiezo a hablar es sobre mi abuela. Me doy cuenta de que no es tan excitante como esperaban, pero no hay nada que pueda hacer. La abuela es el punto donde todo comienza.

    Yo fui hija única, criada por mi madre y mi abuela. La abuela era una cocinera increíble. Una cocinera al estilo del viejo mundo, una inmigrante ucraniana que sabía cómo preparar una sencilla sopa rusa de remolacha. Cocinar para sus seres queridos —y yo estaba al principio de esa lista— era su actividad favorita. Ella era una fuerza de la naturaleza, un huracán, tanto dentro como fuera de la cocina, y yo en parte le temía y en parte estaba enamorada de ella. Me gustaba verla ir de la estufa al fregadero y del fregadero al refrigerador con la precisión de una bailarina; era fascinante mirarla cocinar, sopesando las consecuencias de interponerme en su camino.

    Después, cuando yo tenía quince años, la abuela sufrió un ataque al corazón. Toda la familia estaba en vilo, esperando. Cuando llegó el diagnóstico, había noticias buenas y malas. La buena noticia era que iba a sobrevivir, y la mala, que su condición era degenerativa y su corazón se estaba deteriorando. No sabían cuánto tiempo iba a vivir.

    Yo estaba en una clase de economía doméstica en ese entonces en la escuela y estaba cocinando muchísimo. Ya que la abuela siempre está cocinando para los demás, pensé, le voy a llevar algo de lo que hagamos en clase para demostrarle lo mucho que la amo. Así que una tarde, luego de que ella volviera a casa, le llevé un platillo que habíamos preparado ese día. Lo puse en la mesa con grandes fanfarrias, esperando a que probara su primer bocado y luego me llenara de elogios. Lo que sucedió no fue lo que yo pretendía, por decir lo menos. Dio una mordida, sí, pero escupió el bocado antes de siquiera haberlo masticado. Me quedé muy sorprendida y le pregunté qué había pasado.

    —Mataste esta comida con la receta —dijo impasible y se levantó a preparar la cena.

    Desde luego, yo estaba mortificada. Pero más que eso, estaba confundida. ¿Qué quiso decir con que yo había matado la comida con la receta? Preparé el platillo en clase, señora. Una clase donde estoy sacando diez, muchas gracias. El punto era seguir la receta. Si no sigues una receta, ¿cómo se supone que sepas cómo cocinar un maldito platillo?, me preguntaba molesta.

    Una vez que recuperé el control de mis emociones adolescentes e impulsadas por las hormonas, entré a la cocina y le pregunté, lo más calmada posible, cómo es que se podía aprender a cocinar sin receta. Ella volvió su anciana mirada hacia mí. Recuerdo que se veía cansada, pero sabia. Tras una larga pausa dijo, con un tono que sonaba a resignación:

    —Muy bien. Te voy a enseñar.

    Y con eso, comencé a aprender lo que significaba cocinar sin receta. Para mi primera lección, dijo, yo tendría que ir al supermercado ruso a comprar sus cigarros favoritos. Ella se quedaría en casa y prepararía la sopa.

    Después de eso, hubo baños que lavar y otras muchas tareas domésticas que hacer en lugares totalmente diferentes de la casa. Todo esto mientras ella guisaba en la cocina. Traté de no irritarme, pero nunca he sido muy buena intentando no ser lo que soy. Soplé y resoplé, haciendo grandes esfuerzos para pasar por la cocina tan seguido como me era posible, para que ella se hiciera una idea de lo que yo estaba cocinando. Pero si percibió mi disgusto, nunca lo demostró, simplemente me dejó arrastrar la aspiradora de un lado a otro del pasillo, tan ruidosamente como me diera la gana y nunca dijo ni media palabra.

    Una amiga me preguntó si quería ir al centro comercial después de la escuela.

    —No —contesté—. Mi abuela me está enseñando a cocinar.

    —Qué bien —dijo.

    —Hmmm —respondí.

    Pero un día llegué, y mientras me dirigía al armario donde guardábamos la aspiradora, la abuela me llamó a la cocina.

    —Hoy —dijo— vamos a preparar pierogi.

    Una vez que mi incredulidad se disipó, comencé a dar brincos de gusto. Ella me lanzó una mirada para que le bajara a mi entusiasmo y me pusiera un delantal (¿cómo hacen las mujeres mayores para comunicar tanto con una sola mirada de soslayo?). En la mesa me dejó que viera cómo mezclaba la harina, los huevos y el agua para preparar la masa. Luego vino mi turno. Le dio vuelta a la masa en la superficie enharinada y me indicó que amasara. Apenas le había dado una vuelta a la masa cuando ella ya estaba detrás de mí, pellizcándome un brazo.

    —¿Sentiste eso? ¡Es lo que le estás haciendo a la masa! ¿Cómo crees que siente que la pellizquen así?

    La miré como si estuviera loca. ¿Cómo va a sentir la masa? Pero luego de unos cuantos pellizcos correctivos más comencé a masajear esa masa con el mismo cuidado y atención que prestaría al ponerle talco a las pompis de un bebé. Pronto le avisé que ya había terminado y que la masa estaba lista para enrollarse.

    —¿Cómo sabes que está lista? —me preguntó la abuela.

    Era una buena pregunta. ¿Cómo sabía que ya estaba lista? No sé. Simplemente… estaba lista. La abuela me miró con una expresión divertida y aliviada a la vez.

    —Tú ya estás lista, Nicole —dijo.

    Aquel día en la cocina cambió mi vida. En la clase de economía doméstica aprendimos a cocinar siguiendo las instrucciones de una receta al pie de la letra. Se nos premió por ese buen comportamiento con una comida y una buena calificación. En el mundo de mi abuela, nos relacionábamos con los alimentos. Sintiéndolos. Conociéndolos. Aprendiendo cómo deseaban ser cocinados. Ni siquiera se me permitió ponerme el delantal sino hasta que hube establecido una relación con mi abuela, hasta que supe qué cigarros le gustaba fumar y cómo quería que limpiara su inodoro. Ahora me estaba relacionando con la masa, descubriendo cómo quería ser amasada.

    Mi abuela me estaba enseñando la lección más importante de la cocina, pero también de la vida: cualquier cosa con la que realmente quieras tener una relación te revelará sus secretos. Todo lo que tienes que hacer es pararte en la cocina con la mente y el corazón abiertos, reconociendo el honor de cocinar los alimentos para tu familia. La receta vendrá sola.

    Ésta es una lección que nunca he olvidado. Fue una lección para aprender la diferencia entre la cocina como una ciencia y la cocina como un arte. Según la ciencia, sabemos que haremos un pastel mezclando azúcar, harina y huevos. Comenzamos desde la posición del conocimiento, a partir de una receta probada y comprobada, y seguimos sus instrucciones hasta que obtenemos un pastel. Pero para la abuela, el proceso comenzaba con una pregunta: ¿cómo desea este pastel en particular ser confeccionado? Estos enfoques provienen de dos mundos completamente diferentes. El primero es el mundo de la ciencia, la ciencia de la cocina, pero también de la vida. Tomas las instrucciones, las aplicas y, si haces todo bien, el resultado está más o menos garantizado. El segundo corresponde al ámbito del arte de vivir. Cuando comienzas a moverte en este mundo no sabes a dónde vas y los resultados no están garantizados. Puedes dar todo cuanto tienes y no lograr el resultado esperado, pero conseguirás la experiencia de la relación íntima. Abre tu ser y las respuestas vendrán a ti. Te darás cuenta de que sabes cosas que nunca antes imaginaste. Descubrirás que una obra maestra en realidad no te exige que domines ningún tema en absoluto. Simplemente te pide que sientas, que escuches y que confíes en ti mismo. Eso es arte.

    El arte del sexo

    Cualquier cosa que hagas puede enfocarse como ciencia o como arte, incluso, quizá lo más importante, el sexo. No obstante, el tipo de sexo que todos deseamos disfrutar es el que tenemos cuando nos aproximamos a él como si se tratara de arte, más que de una ciencia. Me refiero al tipo de sexo que nos pide que estemos abiertos, seamos curiosos y sigamos la experiencia a donde ésta quiera ir, en lugar de forzarla a seguir la dirección en que supuestamente debe ir, la dirección que la receta dicta que se debe

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