Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Jinetes en la niebla
Jinetes en la niebla
Jinetes en la niebla
Libro electrónico215 páginas3 horas

Jinetes en la niebla

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El Gran Corso -Napoleón Bonaparte- necesita imperiosamente someter a España: ansía las cuantiosas rentas del país y su posición estratégica, que le facilitarán el ataque a Inglaterra, su gran rival. Como respuesta, la nación entera se ha alzado en armas tras los sangrientos sucesos del Dos de Mayo en Madrid: la Guerra de la Independencia arde con furia. Tan solo un obstáculo final se yergue frente al emperador: un puñado de valientes que le esperan en las cumbres del puerto de Somosierra, dispuestos a morir para detener su avance. El pueblo español asiste, expectante y preocupado, al derrumbamiento del Antiguo Régimen, mientras la feroz guerrilla que asombrará al mundo se organiza con rapidez para combatir al invasor. A través de los ojos de un grupo de amigos segovianos asistiremos a la batalla de Somosierra y a su sorprendente e inesperado final, que decidió el destino de todo un país.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2020
ISBN9780463312421
Jinetes en la niebla
Autor

Mariano Gómez García

Siempre he sido un hombre afortunado.Nací en Madrid, un buen día de octubre de 1960. Después de ser un destacado estudiante durante toda mi infancia y mi juventud primera, llegué a la facultad de Derecho de Alcalá de Henares, ciudad donde viví muchos años. Descubrí muchas cosas cuya existencia antes tan solo sospechaba y mi brillantez como estudiante se empañó un tanto, digámoslo así. Trabajé como abogado y como asesor jurídico doce largos años, hasta que un día como otro cualquiera me cansé de aquella vida definitivamente. Abrí un negocio de tiro y caza con arco único en España y trabajé dirigiéndolo hasta que mi habilidad innata para rodearme de personas nefastas y mis muchos defectos como hombre de negocios pusieron fin a aquella divertida y romántica historia. Posteriormente, se abrió para mí una época que aún recuerdo como mi particular descenso a los infiernos. No os voy a aburrir con ella.Mucho tiempo después, y tras superar, en contra de la opinión de mis numerosos médicos, tres enfermedades gravísimas en tres años, solo me dedico a traducir para ganarme la vida y a escribir para merecérmela. Para mí, escribir es una necesidad más, es una válvula de escape que me ayuda a entender dónde me hallo en cada momento con respecto al mundo que me rodea. Siento una especial inclinación por la novela histórica y por el género negro, a pesar de la distancia que los separa conceptual y formalmente. Procuro escribir a diario porque me parece la mejor forma de afilar mi habilidad para comunicar aquello que siento. Ya he publicado mi primera novela, y estoy trabajando en la siguiente. Y es un placer haber ingresado en esta gran comunidad de soñadores que se llama Smashword. Vivo en Madrid y disfruto de una familia maravillosa, dos hijos excepcionales y una pareja que es mucho más que una compañera para mí.Siempre he sido un hombre afortunado.Un abrazo, amigos.

Relacionado con Jinetes en la niebla

Libros electrónicos relacionados

Historia europea para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Jinetes en la niebla

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Jinetes en la niebla - Mariano Gómez García

    La amplia sala de reuniones del edificio del Gobierno Militar de la capital huele a tabaco de calidad, a café y a bollería caliente, sin duda recién horneada. A lo largo de la gran mesa de roble que preside la estancia se acomodan un aristócrata y cuatro militares de alta graduación que son la flor y nata del ejército español o, por mejor decir, de lo que resta del mismo tras los primeros embates de las águilas napoleónicas.

    Examinan en silencio la pieza en la que se va a celebrar este consejo de guerra y contemplan apreciativamente los magníficos aparadores de caoba y las vitrinas que contienen objetos preciosos. Cerca de la mesa, un amplio brasero calienta la habitación, repleto de picón incandescente. Gran cantidad de documentación se halla apilada por doquier, puesto que la guerra es siempre enemiga del orden, de manera que bajo la mirada adusta de algunos retratos castrenses, se acumulan los partes y las órdenes que documentan hasta el momento los sucesos más relevantes de la francesada. En un rincón de la estancia, un magnífico carrillón desgrana con voz de bronce el paso de las horas.

    Cada uno de los generales, cómodamente sentados, espera a que los demás den el primer paso, porque lo cierto es que no se fían excesivamente los unos de los otros, en puntual seguimiento de ese grave defecto español, la envidia, que tantos quebraderos de cabeza como país nos ha dado. Hay rencillas latentes entre ellos que pueden dificultar las cosas, sin duda.

    El 13 de agosto pasado entró en Madrid el Ejército de Valencia-Murcia del general Llamas, que acaba de derrotar al mariscal Moncey a las afueras de la capital del Turia, y el día 23, el general Castaños, héroe de Bailén, hace lo propio. Una gran multitud se congrega en la ciudad para darle la bienvenida.

    Tras la llegada de los dos generales, los madrileños se entregan apasionadamente a hacer lo que mejor sabemos hacer los españoles, es decir, a festejar y a celebrar ambas victorias como si la guerra contra el francés estuviera ya finiquitada. Pero claro está que no es así, ni mucho menos, y tras varias semanas de jarana es urgente que el país restablezca su liderazgo. El rey Fernando VII está prisionero de los franceses y el Consejo de Regencia que deja en Madrid no ha sabido defender los intereses españoles, según ha demostrado palmariamente durante los sucesos del Dos de Mayo en la capital.

    Y retomar el rumbo es, por cierto, el motivo de la reunión a la que estamos asistiendo. Entre tanto entorchado, tanta guerrera y tanto sable, la verdad es que son los militares los primeros en intentar recuperar el orden en Madrid para poder plantarle cara a Bonaparte. Algún que otro consejero se ha quedado en la ciudad, pero la mayor parte, afrancesados, ha huido junto al rey que apenas reinó diez días: temen a la ira desatada de los españoles, y la temen con justeza.

    Así que podemos suponer que los militares que se sientan a esta larga mesa tienen como meta lograr el mando único, porque piensan que es la mejor manera de defender a su patria. Asisten a este encuentro don Gregorio García de la Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja; don Francisco Javier Castaños y Aragorri, capitán general del Ejército de Andalucía; don Manuel La Peña Ruiz de Sotillo, teniente general del Ejército de Andalucía; don Pedro González de Llamas, teniente general del Ejército de Valencia-Murcia, y don Pedro de Alcántara y Álvarez de Toledo, Duque del Infantado, que está aquí en representación de los generales Blake y Palafox.

    García de la Cuesta, que ha convocado el consejo, está más que harto de los desmanes propios de las juntas provinciales que han nacido al calor del vacío de poder existente en el país. No tienen otra utilidad, piensa el general, que fastidiarse entre ellas y fastidiar, de paso, a los mandos militares. Parece ser que la intención real del general cántabro es buscar una regencia temporal confiada a tres o cinco a lo más y hasta la vuelta de Fernando VII. Y Castaños sospecha que García de la Cuesta cuenta con él, un hombre muy popular, para comenzar la maniobra.

    Pero, sin dejar de intentar un acercamiento a Castaños, como instaurar una regencia es tarea propia de las Cortes españolas, que no pueden funcionar normalmente debido a la guerra, el capitán general de Castilla considera la mejor opción, por el momento, el congregar una Junta compuesta de Diputados de todas las Provincias o Capitanías Generales hacia el centro de todas ellas, con poderes para nombrar y establecer una Regencia.

    El astuto militar –que no tiene nada de estúpido pese a su difícil carácter- pretendía así quitarse de encima a las juntas provinciales, para intentar instaurar cierto orden en su actuación, y evitaba, de paso, que semejante junta general actuase como poder constituyente debido a los impedimentos legales existentes. Este tipo de opiniones y su veteranía hacían que no pocos le tuvieran conceptuado como un peligro político. Y remataba, además, me considero en este momento independiente de cualquier otro Gobierno, lo que con la legalidad de la época en mente es totalmente correcto. García de la Cuesta es, ante todo, un hombre del Antiguo Régimen y como tal razona, en lo militar y en lo jurídico.

    Aunque una cosa es la política y otra muy distinta los asuntos propios de la guerra. Antes de atacar la reforma del poder, hay que buscar una jefatura única para los ejércitos españoles en liza, y eso es lo que pretende el cántabro, que es el primero en hacer uso de la palabra.

    - Caballeros, es evidente que tenemos que tomar una importante decisión, y que debemos hacerlo sin falta en la mañana de hoy. Es urgente que procedamos al nombramiento de un general en jefe para todos los ejércitos del país, que habrá de salir, desde luego, de entre nosotros. Ya conocen ustedes, quiero suponer, mi postura con respecto al lamentable asunto de las juntas provinciales, pero ahora no estamos aquí para dilucidar esa cuestión –lo dice con una expresión grave en el rostro, entretanto se arrellana en su silla mientras cruza las piernas.

    García de la Cuesta abre así el fuego, al tiempo que carraspea y le propina unas poderosas caladas a su cigarro, para acabar exhalando una nube de aromático humo. Sabe que por su edad semejante cargo le debería corresponder y lo ansía sin pudor alguno. Es un hombre complicado, de mal carácter, que protagoniza de continuo sonoros encontronazos con los políticos de turno, lo que entorpecerá su carrera notablemente. No obstante, busca con la vista apoyos a su candidatura entre los allí presentes.

    - Gregorio, no deseo ofenderle, pero creo que su edad le aleja ya un tanto de tener que soportar la enorme responsabilidad propia de ese cargo, ¿no le parece? –el semblante amable del capitán general de Andalucía escruta detenidamente a su compañero.

    Castaños se ha anticipado a la previsible petición del general García de la Cuesta. Al fin y al cabo, él es el héroe de Bailén. Ha protagonizado la derrota más sonada de los napoleónicos en España hasta la fecha, y sabe que eso le capacita para asumir el mando que el cántabro propone. Pero es un hombre afable, un buen militar que está alejado de las intrigas políticas tan propias de la época.

    Por otra parte, todos los allí presentes saben que el Ejército de Castilla apenas es una sombra de lo que fue, y la derrota de Medina de Rioseco no habla precisamente bien ni de esta fuerza ni de sus comandantes, Blake y el mismo García de la Cuesta.

    Palafox, representado por el Duque del Infantado, podría argumentar de modo similar a Castaños, pero Alcántara no acaba de decidirse a abrir la boca todavía.

    - Mucho me temo que sea esta una difícil tarea, señores –afirma el general Llamas.

    Se mira las uñas y sorbe, inquieto, su café. No le va a resultar fácil controlar el resultado del consejo y eso le desasosiega un tanto. Y ello se debe a que, sin tener ni la mitad de ascendiente sobre el pueblo que Castaños o Palafox considera, no obstante, que él también podría postularse para el cargo.

    - Propongo mi candidatura y reclamo para mi ese honor, caballeros –dispara García de la Cuesta-. Soy el general más antiguo del Ejército, soy absolutamente fiel al rey don Fernando, a quien Dios guarde muchos años y soy capitán general, de manera que mi poder viene directamente de la Corona.

    Está claro que a nuestro general le ocurre lo que al resto de españoles de la época: no conocen la verdadera personalidad de Fernando; tan es así que han dado en llamarle el Deseado. Pobre España.

    - Lo siento, pero no tiene usted ni mi apoyo ni mi voto, Gregorio –le espeta el de Bailén, pensando en los sesenta y siete años del otro-. Como ya le he comentado, cuenta usted demasiados años para ello.

    - ¿Acaso se cree usted más digno que yo para ocupar ese puesto, Castaños? –escupe el iracundo general.

    - Insisto, no se trata de dignidad ni de capacidad, sino del paso del tiempo, que a todos nos alcanza. Además, a mí no me interesa ese cargo, créame…- Castaños no desea enzarzarse en esa discusión con su compañero. No está en su carácter, simplemente. Y tampoco acaba de ver las bondades de un mando único.

    - ¿Hasta cuándo van ustedes a utilizar lo de Medina contra mí? –carga nuevamente el veterano militar-. Precisamente por mi edad me corresponde semejante honor, y Blake fue tan culpable o más que yo de esa derrota; señores, se nos va el país de las manos y no podemos permitirnos ese lujo –remata.

    Lo cierto es que la victoria del mariscal Bessières sobre los ejércitos de Blake y García de la Cuesta en Medina de Rioseco, Valladolid, es la que le ha dado a José Bonaparte la tranquilidad necesaria para marchar hacia Madrid. Y ello por mucho que le disguste al anciano cántabro y pese a que apenas llegó a desplegar su ejército en aquella ocasión.

    Los de Andalucía hacen causa común contra García de la Cuesta, pero tampoco dan un paso adelante para aceptar la responsabilidad: ni Castaños ni La Peña se molestan en volver a contestarle. Tuercen el gesto y guardan un hosco silencio, mientras que Llamas ni siquiera intenta postularse, visto lo visto. Todas las miradas se centran entonces en Alcántara, que no ha dicho ni una sola palabra hasta ahora.

    - Señor duque, ¿qué opina usted? –le interroga Llamas, que intenta pasar por razonable y diplomático entre sus compañeros.

    Alcántara y Álvarez de Toledo mira al techo y sorbe su café. Con tanta mar de fondo, no le parece que Blake o Palafox le vayan a agradecer sobremanera que les lleve el nombramiento bajo el brazo. El generalato español presente en la sala dista mucho de ser un estamento pacífico y la solidaridad entre sus propios miembros apenas existe.

    - Amigos míos, llegados a este punto me parece lo más razonable redistribuir sus tropas en los lugares más críticos del país y, desde luego, mantener entre ustedes un contacto fluido por el bien de la patria. Con sinceridad, no creo que adoptar un mando único sea una buena decisión en este momento- concluye el noble en un intento de poner algo de cordura en el consejo de guerra.

    El resto de los militares guarda silencio y muestra de este modo su acuerdo.

    - Veamos. Yo me reuniré con mis tropas en Soria. Creo que es un punto interesante para esperar los próximos movimientos de Bonaparte- Castaños opina el primero. ¿Qué dice usted, Llamas? –sigue el general madrileño.

    - Pues yo me dirigiré hacia Calahorra con el Ejército de Valencia-Murcia. Es una zona que conozco a la perfección –algo contrariado, el defensor de Levante elige tal destino para su tropa.

    - Pienso acuartelarme en Burgo de Osma, mal que le pese a quien le pese… -García de la Cuesta zanja la cuestión con un exabrupto, para variar.

    - El general Palafox ocupará Sangüesa y las riberas del Alagón, con el Ejército de Aragón-tercia Alcántara- y Blake… se llevará el Ejército de Galicia al nacimiento del río Ebro y a las Vascongadas. Creo que es lo más conveniente para ambos y para España, y así se lo haré saber –acaba el noble.

    - Muy bien señores. De ese modo tendremos casi cubiertas todas las rutas que puedan emplear los franceses, creo, y facilitaremos la defensa del país –sentencia Castaños con aire satisfecho al tiempo que observa de hito en hito a García de la Cuesta, tremendamente enfurruñado.

    - ¿Les parece a ustedes que demos la reunión por finalizada? –inquiere el del Infantado.

    - Sin duda alguna, caballeros, sin duda… García de la Cuesta se levanta, toma su capote y su sable y desaparece a toda velocidad, mientras murmura para sí.

    - De cualquier manera –añade Castaños, tras la rápida salida del cántabro- habrá que quedar en este asunto a lo que decida en su momento la junta de gobierno que se instaure… si es que se consigue convocar una, por supuesto.

    Dan los demás la callada por respuesta, asistiendo silenciosamente a las palabras del madrileño. Van recogiendo sus notas y apuran un rato aún los cigarros y el café, en charla distendida y trivial, y en el ínterin alguno mordisquea, distraído, una pieza de bollería. La reunión se disgrega poco a poco y todos se van con idéntico mal sabor de boca: no han sido capaces de olvidar sus propios intereses personales en aras de ganar la guerra contra el emperador. Esta tesitura no tiene nada de particular entre nosotros. Decisiones semejantes se producirán cientos de veces en la ajetreada historia de España con las consecuencias que conocemos.

    De manera que el vacío de poder provocado por el descabezamiento del estado seguía allí, sin visos de llegar a corregirse con la celeridad que el país necesita desesperadamente. Tras el fracaso de los generales, les toca el turno a las distintas juntas provinciales que han salido a relucir en el consejo de guerra. Durante este mes de septiembre afluyen hacia Madrid las diversas delegaciones que acaban, después de interminables y estúpidas discusiones, por reunirse en Aranjuez.

    Y tras muchos tiras y aflojas, el día 28 de septiembre se instala en el Palacio Real el nuevo gobierno. Bautizado pomposamente como Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, está formada por dos individuos de cada provincia. Preside el gobierno el conde de Floridablanca, ya de avanzada edad, y cuenta con un total de veinticuatro diputados, entre los que se encuentran hombres ilustres como Gaspar Melchor de Jovellanos.

    Como es lógico, y ante lo apurado de la situación, estos ilustres padres de la patria toman en primer lugar las urgentes decisiones que demanda todo un país: se acuerda dispensar el trato de Majestad al cuerpo gubernativo, de Alteza al presidente y de Excelencia a los vocales, asignándose cada uno un sueldo de ciento veinte mil reales anuales. Ecos del pasado que resuenan con fuerza en el presente. Sin comentarios.

    Y el día 1 de octubre la Junta decreta la reorganización de los ejércitos que ya conocemos con la idea de crear cuatro grandes núcleos: el Ejército de la Izquierda, formado por los de Galicia y Asturias y mandado por Joaquín Blake; el de la Derecha, compuesto por las tropas de Cataluña y al mando de Juan Manuel Vives; el del Centro, que dirigirá Francisco Javier Castaños y que aglutina a las tropas de Andalucía y de Valencia-Murcia y, finalmente, el de Reserva o de Aragón, que comandará José de Rebolledo y Palafox. Esta será la disposición final de los efectivos españoles poco antes de la llegada de Napoleón a la península.

    García de la Cuesta, que lleno de ira había encarcelado a los diputados que se dirigían a Madrid desde la Junta de Castilla y León, para negarse posteriormente a liberarlos, fue detenido por tal motivo. El general Pignatelli, incompetente sucesor de este violento individuo, gestionó tan mal la defensa de Logroño que apenas duró unas semanas en el cargo. Se disolvió así el Ejército de Castilla y se repartieron sus efectivos entre los de Andalucía y Valencia.

    En resumidas cuentas, más de lo mismo en el ejército y la política. Tiempo derrochado en inútiles discusiones, en enconadas rencillas; cainismo egoísta y vergonzante, España del naciente siglo XIX, España eterna, lamentable, siempre idéntica a sí misma para su desgracia.

    ERFURT, ALEMANIA, 27 DE SEPTIEMBRE DE 1808

    Y a la par que nuestros flamantes próceres reparten tratamientos, dineros que no son suyos y regiones que no les pertenecen, Napoleón sigue maquinando implacablemente nuestra derrota. Ha convocado una gran cumbre diplomática, que tiene lugar el día 27 de septiembre de 1808 en Erfurt, Turingia,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1