Ez lemaio: La quema de Mondragón
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Sin embargo, la ficción se impone a la "verdad" histórica, destacando las relaciones entre los personajes, el odio, el amor.
Dos hilos narrativos se van entrecruzando: la trayectoria de los Guevara de Oñate y la de los Butrón de Aramayona, como si ambas dependieran irremisiblemente la una de la otra por un designio de las estrellas.
En el centro del conflicto, Mondragón, donde confluyen violentas pasiones y al mismo tiempo una profunda ansia de paz.
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Ez lemaio - Juan Kruz Igerabide
SINOPSIS
Ez lemaio (la quema de Mondragón)
Tal como sugiere el título, la novela cuenta una historia ambientada en la época de la quema de Mondragón. Los hechos históricos conforman un contexto de cruel enfrentamiento entre los oñacinos y gamboínos. Sin embargo, la ficción se impone a la verdad
histórica; importan las relaciones entre los personajes, los odios, el amor. La narración transcurre a través de dos hilos paralelos que se van entrecruzando: la trayectoria de los Guevara de Oñate y la de los Butrón de Aramayona, como si ambas dependieran irremisiblemente la una de la otra por un designio del cielo. Entremedio se sitúa Mondragón, donde confluyen violentas pasiones y al mismo tiempo constituye la cuna de una profunda ansia de paz.
Aramaio dabenak ez lemaio.
(Quien es dueño de Aramayona,
no la soltará).
Oñetaco lurrau yabilt icara,
lau araguioc vere an verala.
(Tiembla la tierra a mis pies;
tiemblan sobre ella mis carnes).
PARTE I. LA LUCHA POR MONDRAGÓN
1
En puertas del año mil cuatrocientos, un 24 de diciembre, tres caballos trotan al anochecer por las calles de Mondragón. Tiembla la tierra.
Tres jinetes se dirigen a la ferrería de Pedro Báñez, donde resuenan los golpes de un martillo solitario. Fuera se oyen villancicos de Nochebuena, voces infantiles en su mayor parte. En las casas arden los fuegos en las cocinas, se preparan cenas tradicionales. Las ferrerías están silenciosas, a excepción de la de Pedro, en la que el joven hijo de la familia da los últimos retoques.
Pedro Báñez es uno de los dos alcaldes que gobiernan Mondragón, ciudad que, a pesar de no contar con más de mil habitantes, está regida por dos representantes; el otro alcalde es el oñacino Juan Ortiz de Guraya. Pedro Báñez el ferrón, potentado gamboíno, exporta a España y a otros países europeos las espadas y puñales mejor templados que se conocen.
Los oñacinos dominan Aramayona y controlan media ciudad de Mondragón. Los gamboínos por su parte dominan Vergara y Oñate, y controlan la otra mitad de la villa. El conflicto entre ambos bandos viene de lejos, con un sinfín de venganzas causadas por luchas de poder e intereses económicos. La guerra fratricida que asola los territorios vascos parece no tener límite en medio de un cúmulo de fechorías y desquites.
No hay en toda Europa espadas que se puedan comparar a las que fabrica Pedro Báñez; su éxito proviene de la combinación de las mejores vetas mineras de la zona con una perfecta técnica de fabricación. El mineral de hierro que se obtiene en los alrededores de Mondragón se deja templar incluso seis y siete veces, hasta que se endurece y se afila como ningún otro metal. Otros minerales de hierro a duras penas soportan tres o cuatro templados.
Pedro deja a su hijo en la ferrería acabando un trabajo y se junta con unos amigos para desear a los gamboínos felicidad y paz en la noche más señalada del año; hasta ha compuesto unas coplas para difundirlas por la villa:
Mondragoeko semeak,
ganboatar prestu lerdenak,
Jaioberriak ekar ditzala
Eguberririk onenak.
(‘Hijos de Mondragón, gamboínos de pro, que el recién nacido os conceda unas dichosas Navidades’).
Y continúan con un estribillo: Gabonak gabon anaiok... (‘Es Nochebuena, hermanos...’).
Entretanto el hijo de Pedro, del mismo nombre, sueña con una sabrosa cena familiar mientras acaba su tarea. Le rugen las tripas después de trabajar duro toda la jornada. Todos los obreros ferrones han abandonado el taller; solo él sigue dándole al martillo.
Tiembla la tierra bajo los cascos de los caballos junto a la ferrería. Tiemblan a su vez las carnes del joven Pedro. Arroja el martillo, empuña la espada y abre la puerta.
–¿Quién va?
No tiene tiempo de preguntar nada más. Una flecha le atraviesa el gaznate, otra el pecho, y una tercera el vientre.
Galopan los caballos a través de las calles de Mondragón, tiembla la tierra, tiemblan las carnes de los jinetes. Las coplas compuestas por Pedro el Ferrón resuenan en los muros: las voces de sus amigos desean una feliz Nochebuena a los gamboínos de pro...
Tres jinetes se alejan a galope, amparados en las sombras, en dirección a Aramayona. Uno de ellos musita con rabia: Aramaio dabenak, ez llemaio, ez lemaio…
(Quien es dueño de Aramayona, no la soltará, no la soltará).
Los gamboínos celebrarán cabizbajos la Nochebuena. La cena se enfriará, se acallarán los cánticos, temblarán las manos. Han asesinado al hijo de Pedro Báñez
, se extiende un triste rumor calle por calle.
Los oñacinos festejan la Nochebuena, comen y beben hasta bien entrada la noche, ríen, gritan a pleno pulmón el irrintzi, cantan y bailan alegres. Hasta bien entrada la noche, pero no hasta el amanecer, porque antes de que salga el sol se alumbran las calles oñacinas con el incendio de la torre de Juan Ortiz, el alcalde oñacino; gritos de angustia, carreras, en un intento inútil de apagar las llamas. Corre gente medio dormida, medio desnuda, con cubos y recipientes. El amanecer está próximo, el Lucero del Alba hace guiños al borde del cielo, como si llorara por una Navidad frustrada, por una Navidad ensangrentada, por una Navidad calcinada.
El alcalde Juan Ortiz yace en tierra medio asfixiado por el humo, igual que su mujer y sus hijas, con las caras pálidas. La hija mayor sufre graves quemaduras en las manos y en la cara, desfigurada para el resto de su vida.
A eso de las nueve y media, un gentío se agolpa junto a la casa de alcalde oñacino blandiendo lanzas y espadas, un gentío se agolpa en la zona gamboína, blandiendo lanzas y espadas, y ambos grupos avanzan rugiendo al encuentro del enemigo.
Corren a interponerse tres sacerdotes de la parroquia alzando unas cruces. Los dos bandos se aproximan amenazantes. Los tres sacerdotes se sitúan en medio, sosteniendo con firmeza las cruces y gritando al unísono:
–¡No el día de Navidad! ¡No el día de Navidad! ¡Haya paz! ¡Paz!
Los dos bandos se amenazan, alzan lanzas y espadas, gritan. Una mujer sale de las filas de los gamboínos y se sitúa junto a los tres sacerdotes. Es la esposa de Pedro Báñez.
–¡Vuelve aquí! –le grita su marido, pero la mujer no se mueve de su sitio.
En ese instante, otra mujer sale de las filas de los oñacinos y se sitúa también junto a los sacerdotes, cabizbaja.
–¡Vuelve aquí! –le grita entre toses su marido Juan Ortiz de Guraya, pero la mujer no se mueve de su sitio.
–¡Retiraos a vuestras casas! –grita de nuevo el sacerdote–. ¡Reine la paz el día de Navidad!
Ora uno, ora otro, en ambos bandos cada cual parte para su casa con la lanza y la espada bajas. Al final, quedan solo dos hombres frente a frente, en actitud retadora, y en medio, los tres sacerdotes y las dos mujeres. Pedro el Ferrón y Juan Ortiz se sostienen la mirada, impasibles, el uno recordando a su hijo asesinado, y el otro la cara desfigurada de su bella hija. Siguen inmóviles, ni el más mínimo gesto altera la expresión de sus rostros. La mujer oñacina se aparta de los sacerdotes, agarra a su marido del brazo y lo arrastra consigo con suaves ademanes. Juan Ortiz de Guraya no da la espalda a su enemigo, pero permite que su mujer lo vaya alejando del escenario.
Se van los sacerdotes. Pedro el Ferrón continúa erguido como una estatua, con la espada en la mano. También su mujer sigue inmóvil en medio de la calle. Comienza a doblar las rodillas hasta caer de hinojos y deja escapar unos sollozos. De las ventanas de las casas, acechan algunos ojos tristes.
Pedro el Ferrón se da la vuelta lentamente y se aleja arrastrando los pies; parece que cargara a sus espaldas con todo el dolor y el cansancio del mundo, siente que de golpe le han caído encima cientos de años de lucha y sufrimiento. La mujer continúa de rodillas, sollozando. Alguien se apiada de ella; unas manos femeninas la agarran de los hombros, la ayudan a ponerse de pie y la acompañan a casa.
A los pocos días, unos caballos y unas mulas cargadas salen por una de las puertas de la muralla de Mondragón. Pedro el Ferrón y su mujer abandonan la ciudad en solitario, cabizbajos. Han vendido la ferrería, han vendido la casa, han vendido todas sus posesiones, y se marchan. Los gamboínos se han quedado sin alcalde que los represente.
El oñacino Juan Ortiz de Guraya los observa desde lo alto de su torre calcinada, que reconstruirán en breve. Unos criados lo han puesto sobre aviso; ve alejarse a su adversario en dirección a Vergara. Cuando los pierde de vista tras una colina, Juan Ortiz escupe y baja a tomarse una copa de vino. El estandarte renegrido que ondea sobre la torre muestra la imagen de un ciervo, símbolo de los oñacinos. Agitado por el viento, parece que trotara contento.
–¡A tu salud! –brinda Juan Ortiz ante un espejo.
El vino tiene un deje amargo.
En el cruce de Oñate, Pedro el Ferrón toma el camino de la derecha. Los señores de Guevara son buenos amigos; piensa pedirles un caserío donde vivir el resto de sus días una vida austera junto con su mujer.
Avanzan por la orilla de un río, atravesando un tupido bosque. Unas sombras acechan como alimañas por las laderas de la montaña. Pedro y su mujer cabalgan cabizbajos, sumidos en la tristeza, acompañados por el rumor del río; no se cuidan de vigilar sus espaldas.
En una curva, una gran piedra rueda por